miércoles, 27 de enero de 2010

UN VALLE, DOS VALLES, TRES VALLES



La pequeña Mesopotamia a que dan lugar las tierras de la Alcarria situadas entre los arr­oyos Ungría y Matayeguas, a no mucha distancia de la capital por los caminos de Iriepal, tu­vieron desde siempre para el coleccionista de paisajes y bus­cador de impresio­nes viajeras a campo abierto un encanto simpar.
Mira por dónde, amigo lec­tor, en tarde soleada de un ve­rano acabado de estrenar, me encuentro a la entrada de uno de estos pueblos míticos. Los chi­quillos que han venido con su familia a pasar el fin de sema­na, gritan como condenados por la primera bocacalle jugando a esconderse. Un abejaruco atra­viesa la carre­te­ra en vuelo ba­jo, dejando en el aire una este­la de espuma y de arco iris que se desvanece con la velocidad del rayo. Por el ventanuco de la ermita de la Concepción sólo se ven sombras. Los campos a estas alturas están cubiertos por un áspero peludo de mieses a punto de hoz. Allá lejos, al final de unas hazas, se deja ver el ro­llo, la picota jurisdiccio­nal que en siglos pasados otorgó al pueblo la categoría de villa. Entro en Atanzón.
Es la hora de los calores insoportables de a final de ju­nio. La torre del pueblo recibe con fuerza el sol de las cinco. Atan­zón bosteza adormilado a la espera de que decaiga, al cabo de un rato, el peso de la caní­cula.
Hace años que caí -creo que por estas mismas fechas y, segu­ro que también a esta misma ho­ra- por las calles que piso. Si enton­ces me pareció Atanzón un pueblo hermoso, un burguillo de la Alcarria lleno de vitalidad, ahora no me lo ha parecido me­nos. Llama la atención la limpí­sima plaza, pavimenta­da de lose­ta en cuadraditos rojos y amari­llos. En mitad la característica fuente de piedra y poco más arr­iba la estupenda fábrica de la parroquia de Nuestra Señora de la Zarza, una iglesia recién restaurada que muestra como po­cas, tanto en su exterior como en sus naves inte­riores y capi­llas, el distinguido empaque de lo que en otro tiempo debió ser, no sólo la iglesia, sino el pue­blo en su con­junto. El recuerdo, y sobre todo la influencia de los Gómez de Ciudad Real que fueron sus señores, todavía no se ha borrado.
Unas niñas se asoman a la plaza desde la barbacana de la iglesia, mientras tanto, un par de chavalines se mecen por rigu­ro­so turno en los colum­pios que hay perdidos en la hierba, entre la plaza del pueblo y el sombrío jardinillo de San Blas. Una pla­ca en lugar bien visible deja escrito: «Parque San Blas. Como homena­je a nuestros mayores que lo construyeron para generacio­nes venide­ras. Atanzón, 3.2.19­92». Escondidos por el sombraje del parque cantan los pájaros de dos, de tres, de cinco clases dife­rentes. A la caída el ancho valle del Mataye­guas que baja desde Aldeanueva, y que en cues­tión de minutos volveremos a contemplar todavía más al descu­bierto aguas arriba.
Y vamos viajando por tie­rras llanas, caminando entre campos de segunda clase rebo­santes de fruto. Las lluvias abundantes de mayo convirtieron estas hazas ásperas en un sober­bio tapiz de mieses dispuesto para la siega. La carreterilla cruza dibujando altibajos. A un lado y a otro los ruines oliva­res de la Alcarria, los encendi­dos pinavetes de la repoblación, las nogueras de espeso sombraje. Andamos salvando curvas y preci­pi­cios, ahora a contra­luz, hasta el siguiente valle, el de Cente­ne­ra.

El pueblo de Centenera toma el sol de la tarde que le viene por la espalda. Es éste un pue­blo mimado por sus alrededores. Centenera, situado al fondo de la mansa vega que los antiguos enriquecieron de hortaliza, sa­luda y despide a un tiempo a quien por allí camina con la fronda siempreviva de la chope­ra, con el afilado chapitel en bandolera de su afilada torre; la torre de la parroquial de la Asunción, sí, aquella en la que se lució su señor de señores don Carlos de Ibarra, comendador que fue de Villahermosa, caballero de Santiago, y de cuya obra y personali­dad hoy nadie se acuer­da; sit transit gloria mundi.
Campos desangelados y fie­les, campos de sudor. Un leve ramal, que nos entretiene duran­te cinco o seis minutos casi en dirección opuesta, da con noso­tros al fin en la villa de Al­dea­nueva. A la entrada del pue­blo me cruzo con un hombre y una mujer de edad cumplida montados en bicicleta. Se ve que son ine­xpertos y que lo hacen por prac­ticar deporte. La mujer llanea lentamente, no puede con su al­ma; el hombre, esa es la verdad, anda a ramal y media manta, su­dando la gota gorda.

Los de Aldeanueva de Guada­lajara suelen decir que su pue­blo natal tiene mucha historia. No saben exactamente por qué, pero lo dicen y se sienten com­placidos y honrados en su afir­mación.
- Como nuestra iglesia hay pocas por aquí. La arregla­ron estos años de atrás y quedó muy bien.
Solamente alcanzo a ver en la remozada plaza del pueblo a dos o tres hombres que reposas sentados a la sombra, junto a la puerta de un bar.
Aldeanueva tiene por sus calles un Vía Crucis muy bonito; un Camino del Calvario con ca­torce cruces de piedra en tamaño no menor al de una persona, que parte de los aledaños de la igl­esia y sigue sin perderse hasta la ermita de la Sole­dad, junto al romántico camino del cemente­rio. A la calle -nada más natu­ral- se la rotulo con el nombre de "Calle de las Cru­ces". La ermita, dice en clara leyenda, se construyó para "honra y glo­ria de Dios Nuestro Señor y de su bendita Madre. Año de 1690"
Desde el tambor románico del ábside, al respaldo de la iglesia, la visión hacia la vega es de verdadero ensueño a estas horas de la tarde tomada con el sol poniente. Aquí el tronco muerto de una olma; allá lejos, por encima de la vaguada, las ruinas de una iglesia o fortale­za que para los de la comarca es El Santo, un pueblo que se co­mieron las hormigas, y para los eruditos que no pisan la piel de la tierra, sino que palpan de tarde en tarde las polvorientas tapas de cartón de los legajos, pudieran ser los despojos del poblado de Santa Fe, que hace casi doscientos años se quedó sin gente.
Pero veamos la iglesia por dentro. Nos proporciona la llave y la ocasión Sagrario, y nos acompaña su marido, Víctor. Esta de Aldeanueva es una iglesia tardorrománica. La influencia mudéjar se advierte en su es­tructura. Se construyó en el siglo XIII, y fue restaurada -trabajo meritorio- en 1973. El interior es de nave única. Los materiales que aquellos hábiles constructores del Medievo em­plearon para levantarla son el ladrillo y la piedra caliza. La techumbre descansa sobre fortí­simas pilastras a través de tres arcos apuntados. Un arco triun­fal separa el presbiterio de la nave. En el centro casi geomé­trico del ábside se abren tres ventanucas de escasa luz, que mantienen en penumbra el inte­rior del templo. En la sacris­tía, uno vuelve a lamentar como ya lo hizo la primera vez que lo vio, el aspecto desastroso que por ignoran­cia o menosprecio ofrecen las pinturas al fresco, del siglo XVI, que hay sobre la pared; enseña de uno más de los injustificables desatinos que, so pretexto de la restauración, con frecuencia se cometen.
Aún hace calor en estos altos de la Alcarria. Aldea­nueva de Guadalajara, con su valle inolvidable, sus cruces de pie­dra, y su magnífica iglesia me­dieval, quedan aquí viendo co­rrer el tiempo. Testigo fiel de una época que -uno supone- no debe ser la más mala, ni tampoco la mejor, en la vida del pueblo.
(En la imagen, Calle de la Cruces en Aldeanueva de Guadalajara)

Guadalajara, verano de 1994

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