Cada vez que, como consecuencia de tanto viajar, uno va teniendo una idea bastante completa de la tierra que pisa, ocurre que cuanto de ella encuentra escrito le ofrece un extraordinario interés. Y así, hurgando en el pasado del pueblecito serrano hacia el que ahora voy, me encuentro con una serie de datos que desconocía, tales como que tuvo al norte del caserío una fábrica de vidrio; que sus vecinos solían padecer dolores reumáticos y fiebres inflamatorias; que las ciento cuarenta casas que lo integraban eran bajas y mal distribuidas, y que el empedrado de la plaza y calles era el natural de su propio suelo. Lo cuenta en su Diccionario Geográfico-Estadístico don Pascual Madoz, haciendo referencia al pueblo de Arbeteta en el año 1848. Lo de que la villa, como todos los demás pueblo de su entorno, pertenecía a la diócesis de Cuenca, es asunto más conocido, pues bien sabemos que lo fue hasta mediados de nuestro siglo, tiempo en el que la distribución territorial de las diócesis españolas se procuró ajustar a la que ya tenían las respectivas provincias desde 1833, de manera que la de Sigüenza entonces fue una de las que más hubo de modificarse.
Voy de camino por los bajos de Arbeteta. La carretera y el arroyo corren paralelos al pie de la peña sobre la que se yergue lo que todavía queda de su antiguo castillo de los Condes de Medinaceli. Me detengo un instante para obtener una fotografía del castillo con esta perspectiva. Los campesinos de Arbeteta siguen aún trabajando, con sabiduría y paciencia, en los huertecillos que hay junto al arroyo, al pie de la enorme roca que sostiene las ruinas de la fortaleza. Arriba, situadas como en línea a lo largo de la loma, las casas del pueblo que comanda la estupenda torre de la iglesia parroquial de San Nicolás, sobre cuyo chapitel metálico se mece a impulsos del viento la figura del nuevo Mambrú.
Le han dado la vuelta a la villa de Arbeteta durante la última década. El pueblo, cómodo, limpio, seguro, nada tiene que ver con el que nos reseña Madoz, y muy poco con aquel otro que yo conocí hace una docena de años. Voy con dirección a la plaza. Algunos de los ancianos que hay sentados a la sombra en las esquinas, o junto a las portadas de redondos arcos, me miran con curiosidad. La de Arbeteta es una plaza hermosa. Todavía se pueden ver en su entorno las viviendas de los poderosos del pueblo cuando los hubo. Una de ellas conserva la galería corrediza sobre columnas de madera vieja. Frente a mí el moderno y funcional edificio del ayuntamiento, rehabilitado en 1991; una casona antigua con tejadillo en ángulo sobre el balcón de la primera planta, y la torre barroca de la iglesia. En medio de la plaza, solitaria, elegante, moderna y rumorosa, la fuente surtidor arrojando agua por cinco chorros que suben y bajan.
- Señoras, por favor ¿Me permitirían entrar un par de minutos a ver la iglesia?
- Sí señor, todo el tiempo que quiera. Hemos estado limpiando y ya nos íbamos a casa.
La iglesia en su interior es de nave única, con crucero del que salen como dos capillas más, una a cada lado del presbiterio. Tras el altar mayor, desnudo y sin retablo, preside la nave central una imagen de San Nicolás de Bari, obispo titular de la parroquia. Es una iglesia confortable, recién pintada. En una capilla ínfima que se abre a uno de los laterales de la nave, hay una imagen de La Dolorosa.
Sobre la torre de la iglesia se alza el nuevo Mambrú, interesante trabajo en metal del artesano de Alcolea, Antonio García Perdices. El anterior Mambrú, el que conocí hace años, aquel que dicen las leyendas tuvo amores con la Giralda de Escamilla, lo destruyó un rayo. Escrito sobre una placa, a la puerta de la iglesia, se puede leer en relación con la nueva veleta: "El Mambrú fue reimplantado por la Excma. Diputación Provincial siendo su presidente el Excmo. Sr. don Francisco Tomey, y alcalde don Agapito Martínez. 1-10-1988". Cando me voy dejo tras de mí una de las plazas más meritorias de la provincia, por su luminosidad, por los edificios que la rodean, y por el gusto con el que los vecinos procuran cuidarla.
El pueblo de El Recuenco está situado por aquellas mismas sierras, a quince kilómetros de distancia al sur de Arbeteta. Ya estoy próximo a él. Un indicador de carretera anuncia que estoy tan sólo a 6 km. y a 27 de la villa de Priego. Uno se precia de conocer estos vallejuelos complicados y legendarios de las vertientes del arroyo Alcantud, incluso en su tramo mayor, ya en la provincia de Cuenca.
Hasta llegar al pueblo la carretera es difícil. Curvas y más curvas que, a veces, se cortan al derecho por desvíos de tierra y cantos apenas transitables. Los monstruosos murallones de caliza quedan a trechos bordeando el camino; formaciones rocosas, oscurecidas al puro contacto con la atmósfera, dan carácter al pueblo que ya divisamos en la distancia; un pueblo escondido en los rayanos donde las tradiciones y las costumbres, la artesanía y otras prerrogativas, le dan una personalidad que ya quisieran para sí otras villas y ciudadelas de renombre. El pueblo queda como desparramado en el valle, precedido de choperas y bajo la severa vigilancia del cerro de la Rastra, aquel que los romeros suelen hollar en procesión cada año para llegar a la ermita patronal de Nuestra Señora de la Bienvenida.
Se adorna El Recuenco con un buen número de chalés en las orillas; viviendas cómodas para los veraneantes y para los oriundos, que un día se marcharon y luego decidieron volver, conscientes de que ninguna tierra como la propia cuna les brindaría la paz y el descanso que reclama la vida moderna.
Pienso que en pleno invierno el pueblo no cuenta con más de cincuenta almas como población de hecho. Tuvo mil antes de la emigración de los años sesenta. Fueron famosos los objetos de vidrio que salían de cualquiera de sus tres fábricas. En El Recuenco se llegaron a fabricar las piezas más codiciadas del periodo palaciego de nuestra historia. Sabido es que algún rey de España se llegó a interesar personalmente por los objetos de cristal salidos a la luz en esta villa, y que una gran parte del instrumental conque fue equipada la Real Botica tuvo este origen. Todavía, las antiguas redomas, los matraces y jarrones de El Recuenco, suelen viajar hasta el otro lado del mar como piezas de incalculable valor en las maletas de los coleccionistas. Los paisanos aseguran que sus abuelos solían salir con caballerías a vender el vidrio hasta la provincia de León.
Nada queda ya de todo aquello. La última de las fábricas cerró sus puertas a principios del presente siglo, hace más de noventa años. Cuando estuve en el Recuenco la primera vez, los hombres y mujeres se dedicaban a cultivar el mimbre en su feraz veguilla del arroyo Alcantud. Tuvieron que dejarlo. Una espectacular bajada en los precios aconsejó no trabajar en balde. Ahora el pueblo está ocupado por la gente mayor, un mínimo residuo de su antigua población. A pesar de todo, y gracias, creo yo, a los que acuden a él por temporadas, es un pueblo digno, elegante, y envidiable, más ahora en tiempo de verano cuando casi todas las casas se llenan de público.
Guadalajara,1995
Voy de camino por los bajos de Arbeteta. La carretera y el arroyo corren paralelos al pie de la peña sobre la que se yergue lo que todavía queda de su antiguo castillo de los Condes de Medinaceli. Me detengo un instante para obtener una fotografía del castillo con esta perspectiva. Los campesinos de Arbeteta siguen aún trabajando, con sabiduría y paciencia, en los huertecillos que hay junto al arroyo, al pie de la enorme roca que sostiene las ruinas de la fortaleza. Arriba, situadas como en línea a lo largo de la loma, las casas del pueblo que comanda la estupenda torre de la iglesia parroquial de San Nicolás, sobre cuyo chapitel metálico se mece a impulsos del viento la figura del nuevo Mambrú.
Le han dado la vuelta a la villa de Arbeteta durante la última década. El pueblo, cómodo, limpio, seguro, nada tiene que ver con el que nos reseña Madoz, y muy poco con aquel otro que yo conocí hace una docena de años. Voy con dirección a la plaza. Algunos de los ancianos que hay sentados a la sombra en las esquinas, o junto a las portadas de redondos arcos, me miran con curiosidad. La de Arbeteta es una plaza hermosa. Todavía se pueden ver en su entorno las viviendas de los poderosos del pueblo cuando los hubo. Una de ellas conserva la galería corrediza sobre columnas de madera vieja. Frente a mí el moderno y funcional edificio del ayuntamiento, rehabilitado en 1991; una casona antigua con tejadillo en ángulo sobre el balcón de la primera planta, y la torre barroca de la iglesia. En medio de la plaza, solitaria, elegante, moderna y rumorosa, la fuente surtidor arrojando agua por cinco chorros que suben y bajan.
- Señoras, por favor ¿Me permitirían entrar un par de minutos a ver la iglesia?
- Sí señor, todo el tiempo que quiera. Hemos estado limpiando y ya nos íbamos a casa.
La iglesia en su interior es de nave única, con crucero del que salen como dos capillas más, una a cada lado del presbiterio. Tras el altar mayor, desnudo y sin retablo, preside la nave central una imagen de San Nicolás de Bari, obispo titular de la parroquia. Es una iglesia confortable, recién pintada. En una capilla ínfima que se abre a uno de los laterales de la nave, hay una imagen de La Dolorosa.
Sobre la torre de la iglesia se alza el nuevo Mambrú, interesante trabajo en metal del artesano de Alcolea, Antonio García Perdices. El anterior Mambrú, el que conocí hace años, aquel que dicen las leyendas tuvo amores con la Giralda de Escamilla, lo destruyó un rayo. Escrito sobre una placa, a la puerta de la iglesia, se puede leer en relación con la nueva veleta: "El Mambrú fue reimplantado por la Excma. Diputación Provincial siendo su presidente el Excmo. Sr. don Francisco Tomey, y alcalde don Agapito Martínez. 1-10-1988". Cando me voy dejo tras de mí una de las plazas más meritorias de la provincia, por su luminosidad, por los edificios que la rodean, y por el gusto con el que los vecinos procuran cuidarla.
El pueblo de El Recuenco está situado por aquellas mismas sierras, a quince kilómetros de distancia al sur de Arbeteta. Ya estoy próximo a él. Un indicador de carretera anuncia que estoy tan sólo a 6 km. y a 27 de la villa de Priego. Uno se precia de conocer estos vallejuelos complicados y legendarios de las vertientes del arroyo Alcantud, incluso en su tramo mayor, ya en la provincia de Cuenca.
Hasta llegar al pueblo la carretera es difícil. Curvas y más curvas que, a veces, se cortan al derecho por desvíos de tierra y cantos apenas transitables. Los monstruosos murallones de caliza quedan a trechos bordeando el camino; formaciones rocosas, oscurecidas al puro contacto con la atmósfera, dan carácter al pueblo que ya divisamos en la distancia; un pueblo escondido en los rayanos donde las tradiciones y las costumbres, la artesanía y otras prerrogativas, le dan una personalidad que ya quisieran para sí otras villas y ciudadelas de renombre. El pueblo queda como desparramado en el valle, precedido de choperas y bajo la severa vigilancia del cerro de la Rastra, aquel que los romeros suelen hollar en procesión cada año para llegar a la ermita patronal de Nuestra Señora de la Bienvenida.
Se adorna El Recuenco con un buen número de chalés en las orillas; viviendas cómodas para los veraneantes y para los oriundos, que un día se marcharon y luego decidieron volver, conscientes de que ninguna tierra como la propia cuna les brindaría la paz y el descanso que reclama la vida moderna.
Pienso que en pleno invierno el pueblo no cuenta con más de cincuenta almas como población de hecho. Tuvo mil antes de la emigración de los años sesenta. Fueron famosos los objetos de vidrio que salían de cualquiera de sus tres fábricas. En El Recuenco se llegaron a fabricar las piezas más codiciadas del periodo palaciego de nuestra historia. Sabido es que algún rey de España se llegó a interesar personalmente por los objetos de cristal salidos a la luz en esta villa, y que una gran parte del instrumental conque fue equipada la Real Botica tuvo este origen. Todavía, las antiguas redomas, los matraces y jarrones de El Recuenco, suelen viajar hasta el otro lado del mar como piezas de incalculable valor en las maletas de los coleccionistas. Los paisanos aseguran que sus abuelos solían salir con caballerías a vender el vidrio hasta la provincia de León.
Nada queda ya de todo aquello. La última de las fábricas cerró sus puertas a principios del presente siglo, hace más de noventa años. Cuando estuve en el Recuenco la primera vez, los hombres y mujeres se dedicaban a cultivar el mimbre en su feraz veguilla del arroyo Alcantud. Tuvieron que dejarlo. Una espectacular bajada en los precios aconsejó no trabajar en balde. Ahora el pueblo está ocupado por la gente mayor, un mínimo residuo de su antigua población. A pesar de todo, y gracias, creo yo, a los que acuden a él por temporadas, es un pueblo digno, elegante, y envidiable, más ahora en tiempo de verano cuando casi todas las casas se llenan de público.
Guadalajara,1995
Felicidades por su blog, del que me voy a hacer fiel seguidor.
ResponderEliminarEstas navidades tuve el placer de visitar Arbeteta y conocer su famoso mambrú y de hecho estaba dispueto a escribir sobre él algo en mi humilde blog, buscando información en internet sobre el mismo, he encontrado su blog.
Un saludo cordial desde Valencia.