Han transcurrido muchos años, casi sesenta, desde que sucedieron los hechos que en este trabajo estamos dispuestos a traer a la memoria; no con intención crítica y, desde luego, eludiendo cualquier tipo de impresión peronal que se salga de lo mera y puramente literario, o si se quiere documental, por lo que supone el que haya sido uno de los más célebres escritores de nuestro siglo, Premio Nobel de Literatura en 1954, quien se ocupó, no sin riesgo, de patear a pie los campos de batalla para enviar en el momento oportuno la correspondiente crónica a su periódico newyorquino, The New Republic, que lo sacaría a la luz en la edición del día 5 de mayo de 1937, es decir, casi dos meses después de haber ocurrido los hechos que en ella se cuentan.
Hemingway mantuvo en pie la atención de sus compatriotas durante una larga temporada, dándoles cumplida noticia del acontecer bélico de las tierras de España que, según todo parecía en principio, habría de durar mucho menos de lo que en realidad duró, precisamente por el rumbo que tomaron los acontecimientos guerreros aquí, en nuestro suelo, a cuatro pasos de donde hoy de manera calmosa y pacífica intentamos convivir en orden y en mutuo entendimiento, aun dentro de las más diversas ideologías, fruto de la libertad encauzada que los españoles de final de siglo nos hemos impuesto para nuestro uso como traje a la medida.
La Batalla de Guadalajara, que tuvo como campo una buena porción de las tierras de la Alcarria, se libró durante los días del 8 al 14 de marzo de 1937, y según el párrafo que transcribo de la crónica de guerra de Hemingway, ha debido subir al podio -ignoro en qué posición respecto a otras- de los más sonoros enfrentamientos bélicos registrados en la Historia del Mundo. Escribe el honorable cronista:
«El autor de estos despachos ha pasado cuatro días estudiando la batalla de Brihuega, recorriendo el terreno con los jefes que la dirigieron, con los oficiales combatientes que tomaron parte en ella, verificando las posiciones, siguiendo las huellas de los blindados, y afirma sin reservas que Brihuega tendrá un lugar entre las batallas decisivas de la historia militar del mundo».
Hemingway llegó a España el 16 de marzo de 1937. Vino con la intención de contar al mundo el final de la Guerra Civil que por aquellos días se vislumbraba. Salió hacia Madrid en automóvil pasando por Valencia a primeras horas del 22 de marzo. Hacía varias fechas que habían tenido lugar los tremendos sucesos ocurridos en el campo de Brihuega, pero todavía llegó a tiempo de contemplar con ojos de asombro escenas como las que él mismo refirió para los lectores de su periódico: «se apilan ametralladoras abandonadas, cañones antiaéreos, morteros ligeros, granadas y cajas de munición para ametralladoras, y camiones empantanados, tanques ligeros y tractores se acumulaban al costado de la carretera bordeada de árboles. En el campo de batalla situado en las alturas que dominan Brihuega, estaban diseminadas cartas y papeles, mochilas, palas de cavar trincheras y, por doquier, los muertos».La redacción definitiva de los apuntes tomados a vuelapluma en el propio escenario de los acontecimientos, se haría días más tarde en la habitación de su hotel en Madrid, oyendo desde más lejos o desde más cerca los estallidos destructores de la aviación que por aquellas fechas actuaba en la capital de España. En otro párrafo distinto a los anteriores, el cronista escribe: «Los bosques de encinas situados al nordeste del palacio de Ibarra, muy cerca de un brusco recodo de la carretera de Brihuega y Utande, todavía están llenos de muertos italianos que no han sido recogidos por los sepultureros; las huellas de los carros de asalto llevan al lugar en que murieron, no cobardemente, sino defendiendo posiciones hábilmente preparadas para ametralladoristas y fusileros, en las que fueron descubiertos por los carros de asalto y donde aún yacen»,Escribo estas líneas en el día justo en que se cumplen los cincuenta y siete años del final de aquella batalla cruel, penosa, intolerable; fruto como en todas las batallas de todas las guerras de la ambición de unos pocos que desconocen el valor de una vida distinta a la suya, del odio hasta el extremo de unos cuantos más, y del egoísmo diabólico de quienes tienen al alcance de sus manos el botón de poner las guerras en funcionamiento o la potestad de evitarlas. En aquella ocasión no se evitó la tragedia.
Pero terminemos. Que la lección permanente del libro de la historia nos sirva para algo, nos sirva para mucho. Precisamente en el día de hoy, pero del año 1937, a cuatro o cinco leguas del cómodo escritorio en donde me hallo en este instante tan a gusto, teniendo como fondo la música gratificante de una sonata de Mozart, sucedían cosas tan terribles como éstas que apuntó al final de su crónica de guerra por los caminos de la Alcarria Ernest Hemingway: «Fue una batalla de siete días, duramente disputada, con la lluvia y la nieve inutilizando la mayor parte del tiempo los transportes motorizados. El último día, durante el ataque final que rompe el frente de las tropas italianas y las pone en fuga, las condiciones atmosféricas apenas permiten a los aviones levantar vuelo; y ciento veinte aparatos, sesenta blindados y alrededor de diez mil soldados gubernamentales derrotan a tres divisiones italianas de cinco mil hombres cada una. Es esta coordinación entre aviones, blindados e infantería lo que lleva hoy a la guerra a una nueva fase. Es posible que esto no les guste, y quizás quieran ver en ello propaganda, pero yo he visto el campo de batalla, los prisioneros y los muertos».No era la intención de quien esto escribe sacar a la luz recuerdos amargos, esa es la verdad; pero el momento ha sido oportuno, y siempre -aunque lo aquí dicho sea parte de una historia ya no tan reciente- es tiempo de meditar sobre los propios errores para no caer en las mismas trampas que a menudo tiende la vida sin que nosotros se las pidamos.
Guadalajara, abril 1994
La Batalla de Guadalajara, que tuvo como campo una buena porción de las tierras de la Alcarria, se libró durante los días del 8 al 14 de marzo de 1937, y según el párrafo que transcribo de la crónica de guerra de Hemingway, ha debido subir al podio -ignoro en qué posición respecto a otras- de los más sonoros enfrentamientos bélicos registrados en la Historia del Mundo. Escribe el honorable cronista:
«El autor de estos despachos ha pasado cuatro días estudiando la batalla de Brihuega, recorriendo el terreno con los jefes que la dirigieron, con los oficiales combatientes que tomaron parte en ella, verificando las posiciones, siguiendo las huellas de los blindados, y afirma sin reservas que Brihuega tendrá un lugar entre las batallas decisivas de la historia militar del mundo».
Hemingway llegó a España el 16 de marzo de 1937. Vino con la intención de contar al mundo el final de la Guerra Civil que por aquellos días se vislumbraba. Salió hacia Madrid en automóvil pasando por Valencia a primeras horas del 22 de marzo. Hacía varias fechas que habían tenido lugar los tremendos sucesos ocurridos en el campo de Brihuega, pero todavía llegó a tiempo de contemplar con ojos de asombro escenas como las que él mismo refirió para los lectores de su periódico: «se apilan ametralladoras abandonadas, cañones antiaéreos, morteros ligeros, granadas y cajas de munición para ametralladoras, y camiones empantanados, tanques ligeros y tractores se acumulaban al costado de la carretera bordeada de árboles. En el campo de batalla situado en las alturas que dominan Brihuega, estaban diseminadas cartas y papeles, mochilas, palas de cavar trincheras y, por doquier, los muertos».La redacción definitiva de los apuntes tomados a vuelapluma en el propio escenario de los acontecimientos, se haría días más tarde en la habitación de su hotel en Madrid, oyendo desde más lejos o desde más cerca los estallidos destructores de la aviación que por aquellas fechas actuaba en la capital de España. En otro párrafo distinto a los anteriores, el cronista escribe: «Los bosques de encinas situados al nordeste del palacio de Ibarra, muy cerca de un brusco recodo de la carretera de Brihuega y Utande, todavía están llenos de muertos italianos que no han sido recogidos por los sepultureros; las huellas de los carros de asalto llevan al lugar en que murieron, no cobardemente, sino defendiendo posiciones hábilmente preparadas para ametralladoristas y fusileros, en las que fueron descubiertos por los carros de asalto y donde aún yacen»,Escribo estas líneas en el día justo en que se cumplen los cincuenta y siete años del final de aquella batalla cruel, penosa, intolerable; fruto como en todas las batallas de todas las guerras de la ambición de unos pocos que desconocen el valor de una vida distinta a la suya, del odio hasta el extremo de unos cuantos más, y del egoísmo diabólico de quienes tienen al alcance de sus manos el botón de poner las guerras en funcionamiento o la potestad de evitarlas. En aquella ocasión no se evitó la tragedia.
Pero terminemos. Que la lección permanente del libro de la historia nos sirva para algo, nos sirva para mucho. Precisamente en el día de hoy, pero del año 1937, a cuatro o cinco leguas del cómodo escritorio en donde me hallo en este instante tan a gusto, teniendo como fondo la música gratificante de una sonata de Mozart, sucedían cosas tan terribles como éstas que apuntó al final de su crónica de guerra por los caminos de la Alcarria Ernest Hemingway: «Fue una batalla de siete días, duramente disputada, con la lluvia y la nieve inutilizando la mayor parte del tiempo los transportes motorizados. El último día, durante el ataque final que rompe el frente de las tropas italianas y las pone en fuga, las condiciones atmosféricas apenas permiten a los aviones levantar vuelo; y ciento veinte aparatos, sesenta blindados y alrededor de diez mil soldados gubernamentales derrotan a tres divisiones italianas de cinco mil hombres cada una. Es esta coordinación entre aviones, blindados e infantería lo que lleva hoy a la guerra a una nueva fase. Es posible que esto no les guste, y quizás quieran ver en ello propaganda, pero yo he visto el campo de batalla, los prisioneros y los muertos».No era la intención de quien esto escribe sacar a la luz recuerdos amargos, esa es la verdad; pero el momento ha sido oportuno, y siempre -aunque lo aquí dicho sea parte de una historia ya no tan reciente- es tiempo de meditar sobre los propios errores para no caer en las mismas trampas que a menudo tiende la vida sin que nosotros se las pidamos.
Guadalajara, abril 1994
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