jueves, 26 de noviembre de 2009

PASTRANA, UNA VISITA AL MUSEO FRANCISCANO


La visita al Museo Franciscano la había prometido al padre Víctor y la promesa la acabo de cumplir en fechas todavía recientes. Tenía que ver despacio, muy despacio, los bellísimos tesoros del Museo y la ocasión se presentó en la tarde gris de un domingo del mes de Enero, cuando la Natura­leza toda, y también los huertos de la vega del Arlés, esperan adormilados que la graciosa primavera de la Alcarria se acerque cargada de vida cuando llegue su tiempo. Las vegas del Arlés, vegas de granados y de hojas de laurel, revientan como revientan los claveles cuando el invierno se va. Para mí que los versos más hermosos de su "Cántico Espiri­tual" los escribió San Juan de la Cruz precisamente aquí, desde estos solitarios mirado­res que dan hacia los campos tras las tapias del convento, y en un manso atardecer de primave­ra.
Ocupa la que muy bien pudiéramos llamar "Exposición permanen­te de arte sacro conventual de la villa de Pastrana" las estancias de lo que antes fue iglesia del convento, así como los cuatro pasillos del viejo claustro carmelita, ahora cerrados en un cuadro casi perfecto, iluminados convenientemente y ambienta­dos con un canalillo sutil de música barroca, muy en consonancia con el ciento o más de obras de arte que cuelgan de los muros. El perso­naje principal de una gran parte de las pinturas expuestas es Santa Teresa de Jesús, con bellísimas referen­cias a su estancia en la ciudadela alcarreña, e imágenes de primera mano correspon­dientes a persona­jes memorables de su tiempo, relacionados con la doble fundación carmelita por parte de la Santa en esta Pastra­na de sus dolores, donde, naturalmen­te, no pueden faltar doña Ana de Mendoza y su esposo Ruy Gómez de Silva, príncipes de Éboli y duques de Pastrana, con detalles de sus rostros, tal vez los más reales y auténticos que se conocen.
Las obras que allí se conservan -casi todas ellas restaura­das e impeca­bles-, aparte de ser un muestrario simpar de pintura religiosa de los siglos XVII al XIX, llevan consigo en buena medida el estimable sobrevalor de la nota documental o histórica, verdaderos puntos de apoyatura que informan, luego de los siglos, tanto o mejor que los documentos escritos, acerca de los primeros pasos de la actividad carmelitana por estos lares, tan unidos, como bien sabemos, a la historia de la Orden reformada.
Cuenta el padre Víctor con su gracejo franciscano, que a él le gusta iniciar el recorrido por el museo siguiendo la dirección que Santa Teresa parece indicar a los visitantes desde un cuadro, de la Escuela Madrileña del XVII, que aparece colgado al fondo del primer pasillo en el antiguo claustro. La estupenda pintura representa al Príncipe de Éboli entregando a la santa Fundadora la ermita de San Pedro, primer edificio que los religiosos poseye­ron en la colina donde ahora está el convento, en presencia de dos monjes de la Orden; fray Juan de la Miseria y fray Ambrosio Mariano, con varias religiosas en comitiva.
En los cuatro pasillos es mucho lo que hay que admi­rar, ordenado y perfectamente iluminado a derecha e izquierda, donde van apareciendo algunas firmas conocidas -italianas sobre todo y otros trabajos anónimos- tales como la del propio fray Juan de la Miseria, Alonso del Arco, Juan Carreño, Paulus de Matthei, Fran­cis­co Rizi, y algunas imágenes en talla o piezas de valiosa orfebre­ría como pudiera ser una escultura, menudita en tamaño, de Luis Salvador Carmona, en la que se representa a San Pedro de Alcánta­ra. De la obra pictórica expuesta en los muros del claus­tro, son muy de destacar la serie dedicada a Santa Teresa y Pastrana, anónima del siglo XVII; la bellísima colección de santos (San Cirilo, San Dionisio, San Espiri­dión...), como los anteriores de la Escuela Madrileña y del mismo siglo; la entrañable reliquia que sobre viejos lienzos dejó por allí fray Juan de la Miseria, fraile cofundador, contemporáneo y pintor de la Madre Teresa; un Cristo atado a la columna, regalo personal de la Fundadora; un retrato antoló­gico de "Santa Teresa escrito­ra", y, en fin, una joyita en lienzo del XVII, obra de Francisco Rizi, en donde aparece representada la escena histórica, bien conocida por todos, en la que el duque de Gandía -luego San Francisco de Borja- prome­tió solemnemente, ante el cuerpo muerto y corrompi­do de la infanta Isabel, que jamás serviría a señor alguno que pudiera morir. Muchas de estas obras, como tantas más que se guardan en el museo, llevan escritos al pie textos explicativos que son, a la vez, auténticos documentos del ya lejano siglo de la fundación, al tiempo que verdaderas obras de arte ante las cuales bien merece la pena detenerse.
La iglesia del convento -ya se ha dicho- fue converti­da en sala de exposición, pieza fundamental del Museo Francisca­no. En ella los temas son más variados y diferentes. Aquí aparecen pinturas de escuelas más dispares, y algunos de los cuadros hacen referencia a temática franciscana, como pueden ser el "San Fran­cisco de Asís en oración" de autor anónimo del siglo XVIII, la "Crucifixión de los primeros mártires del Japón", anónimo también del siglo XVIII, o los "Niños Mártires" de José Nogué, pintado en Roma el año 1913. Pero destacan sobremanera las pinturas de Luca Giordano, las de Regino Páramo y algunas piezas curiosas, tales como "La Santa Faz" del siglo XVII, pintada al óleo sobre alabastro, y un magnífico "Cristo Yacente" en talla tres veces centenaria salida de los talleres de Gregorio Fernández.
Luca Giordano, pintor napolitano a quien sus contempo­ráneos conocían por "Luca fa presto", debido a la rapidez con la que terminaba sus obras, cuelga aquí un par de trabajos sencillamente admirables: uno de ellos representa a San Pedro en la noche tremenda de las negaciones; el otro nos muestra al Cireneo, ayudan­do a Cristo a levantarse en una de las tres caídas. Se trata, sin duda, de una réplica de otro similar pintado por Tiziano.
Regino Páramo, pintor del siglo XIX, tiene en la interesante pinacoteca del Convento Franciscano un "Via Crucis" incomparable. Cada una de las escenas del Camino del Calvario ocupa, como mínimo, la superficie total de un metro cuadrado, y está completo, es decir, catorce cuadros, que vienen a repre­sentar en su conjunto otro más de los importantes tesoros del museo. Del mismo autor se luce una bella representación de "La Santa Cena", en tamaño 2,35 x 1,64 metros, pintada en 1872 por encargo de este convento para presidir el salón del refectorio.
En fin, relatar con detalles la importancia y el interés de esta visita, a fin de cuentas y como siempre fugaz, llevaría un tiempo, y sobre todo un espacio del que no se dispone. Sirva la escueta referencia como crónica de apremio sobre este remanso de bienestar, estanque de gozos y de sorpre­sas increíbles, abierto a la admiración de quienes deseen disfrutar cualquier fin de semana probando el riquísimo cóctel que, en los espacios del antiguo convento, se ha conseguido al fin, mezclando la Historia y el Arte, la evocación y la religio­sidad en su medida justa, precisamente en aquel lugar, en uno de los rincones más emotivos de la Alcarria.
(Guadalajara, Febrero de 1994)

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