Por Los Santos, la nieve en los cantos, dicen por aquí como en tantos pueblos de montaña perdidos en la rugosa piel de Castilla. El viejo refrán no siempre se ha cumplido. Me confieso, por afinidad y por recuerdos de juventud, un enamorado de aquellas serranías, de aquellos paisajes, de aquellos pueblecitos derramados sobre las vertientes grises de las sierras del Ocejón. Los conocí antes de la cruel sacudida y del despoblamiento; antes de que las nuevas modas hicieran mella en la pureza de pueblos de montaña, con todas sus singularidades y todos sus encantos, como víctimas inocentes de la tremenda reforma rural acaecida durante el último medio siglo. Las cosas han cambiado mucho en favor de la comodidad, que buena falta hacía para aquellos pueblos; pero a costa de su imagen bucólica; de la pureza de costumbres; de la limpieza de su paisaje bravío, amenazado hoy por tantos enemigos más o menos encubiertos de la madre Naturaleza.
A pesar de todo, aún resulta emotivo echarse ante los ojos el espectáculo gratuito de aquella serranía, sea cual fuere la época del año en la que uno desee andar por ella.
En la presente ocasión, quien esto dice se ha sentido un mero espectador; se ha limitado a contemplar, casi a vista de pájaro o de ave rapaz, las soberbias cumbres y las barranqueras de cuyo fondo comienzan a rampar, como obedeciendo a un misterioso encanto, aquellos pueblecitos.
La carretera sube bordeando laderas de tierra y de piedra oscura. Desde las afueras de Cogolludo hasta los pinares de Galve el espectáculo natural viaja con nosotros de manera progresiva. El regalo que a los ojos ofrece el campo va acrecentando en interés a medida que el tiempo transcurre. En un determinado momento, metidos en plena sierra, se alcanza a ver a lo lejos el oscuro caparazón del pueblo de Valverde, el más afortunado de cuantos pueblecitos salpican el Macizo, con el soberbio anfiteatro rocoso de la Chorrera poco más allá, bordeando la cumbre del padre Ocejón. Luego, la carretera se sostiene como una cinta alrededor, dibujando la forma de las montañas: aquí a la vera de una vertiente de jaras; allá sirviendo de cortante al páramo; más adelante sirviendo de peana a los elevados riscos, puntiagudos y del color plomo brillante que parieron los cerros, actuando siempre de mirador sobre las tierras vírgenes envueltas en el impecable celofán de la tarde.
Un indicador de carreteras señala algo más allá el desvío hacia Valverde, Zarzuelilla y Umbralejo, que vienen a caer hacia el poniente. Umbralejo es el pequeño lugar que ahora tenemos más próximo; no se alcanza a ver, queda agazapado en el fondo del barranco. Umbralejo es el pueblo que hace años compró el Estado, después de que sus vecinos hubieran decidido emigrar. Se restauró a base de dinero y de sentido común, y durante varias temporadas se viene utilizando como residencia juvenil destinada a actividades lúdicas al aire libre. Con sus vecinos, Valdepinillos y La Huerce, Umbralejo completaba aquel tríptico de pueblos negros, rurales hasta el extremo y encantadoramente bucólicos, que por esta parte abría entre los pinos las puertas de la Transierra.
La Huerce, cabecera municipal, nos sale al paso poco después derramado en la espesura por debajo de la carretera. Sobre las copas del plantío, el pueblo de La Huerce se ofrece al fondo como una pequeña ciudadela de leyenda arrancada de los bravos parajes del Pirineo, de la estepa Andina o de los lejanos y perdidos paraísos del Himalaya. Durante los últimos años ha sido mucho el esfuerzo que La Huerce ha hecho por sobrevivir a los zarpazos sin piedad de los nuevos tiempos, por dignificar sus calles, por llevar el confort y la comodidad a sus hogares; lástima que en el empeño hayan podido perjudicar la antigua imagen de sus casas negras -las paredes y los tejados lo atestiguan-, aquellos tonos plúmbeos de cuando lo vi la primera vez y que dio carácter desde su fundación a los pueblos y a las aldeas de la comarca.
Entre La Huerce y Valdepinillos, un pequeño hato de vacas pace en los rebrotes que hay junto al camino. Las calvas desoladoras de los incendios forestales se dejan notar sobre las cotas más altas de los montes. Valdepinillos queda perdido a mitad del barranco, diseminado en la solana y rodeado de huertos. En Valdepinillos han procurado mantener con mayor rigor hasta el momento la imagen de aquel primitivo pueblecito de pastores, de gentes honestas y laboriosas, hechas a una con el ser y el sentir caprichoso del medio natural. Un montón de casas oscuras, no muchas más de una docena incluyendo el rústico edificio de su iglesia, forman el pueblo. Como en La Huerce, el vecindario se ha preocupado por mejorar en lo posible su condición de vida. El esfuerzo de los veraneantes ha sido decisivo. Valdepinillos, contemplado ahora desde lejos y al margen de los rigores que preludian el invierno, se nos antoja un lugar dichoso, extraordinariamente pacífico, libre de toda clase de complicaciones y de ataduras, donde pasar un verano memorable en contacto directo con la naturaleza.
Al cabo de una cuesta se entra en terreno boscoso. Los ejemplares magníficos del pinar nos siguen a un lado y al otro del camino. Hemos visto andar entre los pinos a los últimos buscadores de níscalos. La carretera desciende con dirección a Galve de Sorbe dibujando curvas y salvando recovecos. Más adelante, aprovechando el leve claro que se recorta por entre las copas de los pinos, se deja ver por un momento la silueta inconfundible del castillo de los Estúñigas con su duro torreón alzado sobre la muela. Los tejados ocre de la villa de Galve se comienzan a distinguir al otro lado de la ermita de la Virgen del Pinar. Como por arte de encantamiento, o simplemente como muestra a campo abierto de la extraordinaria variedad de la sierra, los tonos del horizonte ahora cambian de color. Las montañas oscuras de arcilla y de piedra de pizarra que hemos dejado atrás, ahora se tornan blancas y calizas. Si no fuese porque uno conoce demasiado bien el terreno que pisa, llegaría a pensar que se encuentra en un país diferente. En la pradera rumian tranquilas, pacientes, mansas como el viejo corazón de los serranos, las reses del recrío.
Guadalajara, diciembre de 1996
A pesar de todo, aún resulta emotivo echarse ante los ojos el espectáculo gratuito de aquella serranía, sea cual fuere la época del año en la que uno desee andar por ella.
En la presente ocasión, quien esto dice se ha sentido un mero espectador; se ha limitado a contemplar, casi a vista de pájaro o de ave rapaz, las soberbias cumbres y las barranqueras de cuyo fondo comienzan a rampar, como obedeciendo a un misterioso encanto, aquellos pueblecitos.
La carretera sube bordeando laderas de tierra y de piedra oscura. Desde las afueras de Cogolludo hasta los pinares de Galve el espectáculo natural viaja con nosotros de manera progresiva. El regalo que a los ojos ofrece el campo va acrecentando en interés a medida que el tiempo transcurre. En un determinado momento, metidos en plena sierra, se alcanza a ver a lo lejos el oscuro caparazón del pueblo de Valverde, el más afortunado de cuantos pueblecitos salpican el Macizo, con el soberbio anfiteatro rocoso de la Chorrera poco más allá, bordeando la cumbre del padre Ocejón. Luego, la carretera se sostiene como una cinta alrededor, dibujando la forma de las montañas: aquí a la vera de una vertiente de jaras; allá sirviendo de cortante al páramo; más adelante sirviendo de peana a los elevados riscos, puntiagudos y del color plomo brillante que parieron los cerros, actuando siempre de mirador sobre las tierras vírgenes envueltas en el impecable celofán de la tarde.
Un indicador de carreteras señala algo más allá el desvío hacia Valverde, Zarzuelilla y Umbralejo, que vienen a caer hacia el poniente. Umbralejo es el pequeño lugar que ahora tenemos más próximo; no se alcanza a ver, queda agazapado en el fondo del barranco. Umbralejo es el pueblo que hace años compró el Estado, después de que sus vecinos hubieran decidido emigrar. Se restauró a base de dinero y de sentido común, y durante varias temporadas se viene utilizando como residencia juvenil destinada a actividades lúdicas al aire libre. Con sus vecinos, Valdepinillos y La Huerce, Umbralejo completaba aquel tríptico de pueblos negros, rurales hasta el extremo y encantadoramente bucólicos, que por esta parte abría entre los pinos las puertas de la Transierra.
La Huerce, cabecera municipal, nos sale al paso poco después derramado en la espesura por debajo de la carretera. Sobre las copas del plantío, el pueblo de La Huerce se ofrece al fondo como una pequeña ciudadela de leyenda arrancada de los bravos parajes del Pirineo, de la estepa Andina o de los lejanos y perdidos paraísos del Himalaya. Durante los últimos años ha sido mucho el esfuerzo que La Huerce ha hecho por sobrevivir a los zarpazos sin piedad de los nuevos tiempos, por dignificar sus calles, por llevar el confort y la comodidad a sus hogares; lástima que en el empeño hayan podido perjudicar la antigua imagen de sus casas negras -las paredes y los tejados lo atestiguan-, aquellos tonos plúmbeos de cuando lo vi la primera vez y que dio carácter desde su fundación a los pueblos y a las aldeas de la comarca.
Entre La Huerce y Valdepinillos, un pequeño hato de vacas pace en los rebrotes que hay junto al camino. Las calvas desoladoras de los incendios forestales se dejan notar sobre las cotas más altas de los montes. Valdepinillos queda perdido a mitad del barranco, diseminado en la solana y rodeado de huertos. En Valdepinillos han procurado mantener con mayor rigor hasta el momento la imagen de aquel primitivo pueblecito de pastores, de gentes honestas y laboriosas, hechas a una con el ser y el sentir caprichoso del medio natural. Un montón de casas oscuras, no muchas más de una docena incluyendo el rústico edificio de su iglesia, forman el pueblo. Como en La Huerce, el vecindario se ha preocupado por mejorar en lo posible su condición de vida. El esfuerzo de los veraneantes ha sido decisivo. Valdepinillos, contemplado ahora desde lejos y al margen de los rigores que preludian el invierno, se nos antoja un lugar dichoso, extraordinariamente pacífico, libre de toda clase de complicaciones y de ataduras, donde pasar un verano memorable en contacto directo con la naturaleza.
Al cabo de una cuesta se entra en terreno boscoso. Los ejemplares magníficos del pinar nos siguen a un lado y al otro del camino. Hemos visto andar entre los pinos a los últimos buscadores de níscalos. La carretera desciende con dirección a Galve de Sorbe dibujando curvas y salvando recovecos. Más adelante, aprovechando el leve claro que se recorta por entre las copas de los pinos, se deja ver por un momento la silueta inconfundible del castillo de los Estúñigas con su duro torreón alzado sobre la muela. Los tejados ocre de la villa de Galve se comienzan a distinguir al otro lado de la ermita de la Virgen del Pinar. Como por arte de encantamiento, o simplemente como muestra a campo abierto de la extraordinaria variedad de la sierra, los tonos del horizonte ahora cambian de color. Las montañas oscuras de arcilla y de piedra de pizarra que hemos dejado atrás, ahora se tornan blancas y calizas. Si no fuese porque uno conoce demasiado bien el terreno que pisa, llegaría a pensar que se encuentra en un país diferente. En la pradera rumian tranquilas, pacientes, mansas como el viejo corazón de los serranos, las reses del recrío.
Guadalajara, diciembre de 1996
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