Si algún día, amigo lector, alguien te exigiera opinar acerca de los pueblos más pintorescos de esta tierra en que vives; pueblos que el gran público desconoce, pero que ahí están como una realidad viva, puedes decir sin miedo a equivocarte que, escondidos en las solanas, en el fondo de los valles o en la cumbre misma de montículos y altiplanos de cualquier comarca, estos se pueden contar por centenares.
Hoy, aprovechando el aspecto óptimo del día a la hora de la sobremesa, he decidido viajar hacia una de esas comarcas escondidas y sorprendentes que oculta como oro en paño la geografía guadalajareña. Vamos, pues, hacia las altas corrientes del Jarama buscando el halo bajomedieval de un monasterio derruido, el de Bonaval en las serrezuelas de Tamajón, a cuatro pasos camino adelante del pueblecito de Retiendas, un lugarejo de sufridos pastores y de honrados campesinos, bello como pocos antes y después de las obras de pavimentación de sus calles. La imagen del puente de tres ojos sobre el arroyo, con las casas escalonadas al fondo, recibiendo sobre las lomas de matorral los últimos tornasoles del sol de febrero, es una estampa que al fino observador le suele quedar impresa en la retina para siempre.
Estamos en las orillas de Retiendas, al lado del puente. El camino que nos ha de llevar hasta el monasterio es un camino de herradura, un buen sendero para viajar a pie aunque nos obstinemos en atravesarlo sobre el vehículo. Al final todo es posible. Robles, chopos, álamos enfermizos, encinas de tupido plumaje color de plomo, algún que otro nogal todavía desnudo en el fondo de la inmensa caldera por donde están las ruinas del monasterio, nos van acompañando mientras pisamos la piel descarnada del camino.
Abajo, por las praderas que limitan con el tapial del monasterio, entre los matojos, se sienten las esquilas de un rebaño de ovejas. El pastor lleva terciada al hombro una manta que se ata a la espalda con un cordel, y las manos las tiene ocupadas por un bastón de madera de olmo y un aparato de radio. Cuando alguna res se pierde entre los brezos, el mastín se encarga de llevarla al orden a fuerza de mordiscos en el calcañal de las patas traseras. El pastor contempla la escena con pasividad.
- Buenas tardes -le digo.
- Qué, a ver el convento -me responde.
- Sí señor. Por el aspecto de las piedras debió ser muy bonito. Da pena verlo hecho una ruina.
- Siempre lo hemos visto así. Cuando lo moros dicen que vivían frailes ahí dentro, y todo esto era huerta.
Por la explanada en la que pasta el rebaño hay grupos de piedras en círculo, encerrando montones de cenizas y de troncos a medio quemar. Los sillares, perfectos, todavía en pie de la fachada, se ven a estas horas de la tarde como teñidos de oro viejo con los rayos del último sol que los alumbra en oblicuo. Sorprenden los artísticos capiteles que se alinean sobre las columnillas en haz de la portada. El arco principal, como todos los demás arcos que se ven sobre las ventanas del monasterio, cierra en punta, guardando por lo demás todos los detalles del arte románico de finales del siglo XII en que se construyó con la ayuda incondicional del rey Alfonso VIII de Castilla.
Unas cuantas higueras larguiruchas de tanto estirarse para buscar el sol que apenas se deja ver por encima de los muros, es lo único que hay en la seria oquedad del monasterio. Por el suelo humedecido andan los cascotes de escombro, las latas de refresco, los palitroques que alguien tiró, y alguna que otra mata de zarzamora y de jaramago, las especies más comunes de los lugares en ruina. La yedra, el apretado chal de la yedra, se cuela de fuera a dentro por los rasgados ventanales en ojiva que dan al norte, luego se pega de raíz en la nervada cúpula de un ábside.
- En verano vienen muchos turistas por aquí -grita el pastor desde lejos-. Se zambullen en cualquier poza del río, igual que los cochinos. Casi todos son de Madrid, por lo que se explican.
El río al que se refiere el pastor es el Jarama, limpio aún, que arrastra su caudal a un tiro de piedra del monasterio.
Estar en Bonaval y pasar de largo por su historia es poco menos que una irreverencia. Queda escrito que fueron unos monjes cistercienses venidos de Palencia en 1170 sus primeros moradores, acompañados de un tal Nuño que sirvió como su primer abad. Y allí estuvieron hasta el año 1821 en que lo abandonaron definitivamente, comenzando en aquel momento lo que, poco a poco, habría de convertirse en este montón de piedras malamente ordenadas, que aplana el espíritu y conmueve los sentimientos de quien, por propio deseo o dejado llevar de la corriente, se acerca por aquí.
Me he atrevido, al fin, a subir hasta lo más elevado de los muros. El juego de los escalones de caracol es una fina obra de ingeniería, pese a los precarios medios con los que debieron contar los artesanos que le dieron forma.
Encima del ábside central de lo que fue la iglesia, uno se deleita oteándolo todo. Las agujas afiladas de los ventanales ponen sobre el abandonado recinto una nota de lejana solemnidad. Ni qué decir que los cantos de los monjes que allí vivieron se escapan por entre las rendijas de la sillería, a poco que uno se concentre en escucharlos. Aquí una columna roida por el peso de los siglos, allá un hermoso capitel desportillado por el soplo de la barbarie, en la húmeda pared de la sacristía el nicho donde doscientos siglos antes guardaron los frailes sus útiles diarios para la ceremonia. Por el ventanuco en ajimez que se alza sobre la fachada, se cuela el sol de las cinco estrellándose al momento contra los sillarejos de la bóveda que cubre el presbiterio.
Al cabo de mirarlo todo, de subir y luego bajar las escaleras de caracol, el silencio se ha hecho completo. La tarde enmudeció sin que apenas se distingan en la distancia los campanillos del rebaño, el chocar del viento contra las jambas de piedra moviendo débilmente las hojas de yedra, el rumor del río, la paz del campo.
En Bonaval, los atardeceres del mes de febrero toman, sin que nadie sepa el porqué, un cariz distinto, se tornan en todo un símbolo. El frío es cada vez más intenso a la espera de una noche sin esperanza; silencio sepulcral que hiela la sangre en un escalofrío largo, sin principio ni fin; sopor de muerte en medio de una naturaleza que invita a la vida. Esto, sobre todo lo demás, es el augusto valle de Bonaval, donde quedan las ruinas de un monasterio que hace casi dos siglos abandonaron los últimos monjes de la Orden del Císter.
(Guadalajara, 1995)
Hoy, aprovechando el aspecto óptimo del día a la hora de la sobremesa, he decidido viajar hacia una de esas comarcas escondidas y sorprendentes que oculta como oro en paño la geografía guadalajareña. Vamos, pues, hacia las altas corrientes del Jarama buscando el halo bajomedieval de un monasterio derruido, el de Bonaval en las serrezuelas de Tamajón, a cuatro pasos camino adelante del pueblecito de Retiendas, un lugarejo de sufridos pastores y de honrados campesinos, bello como pocos antes y después de las obras de pavimentación de sus calles. La imagen del puente de tres ojos sobre el arroyo, con las casas escalonadas al fondo, recibiendo sobre las lomas de matorral los últimos tornasoles del sol de febrero, es una estampa que al fino observador le suele quedar impresa en la retina para siempre.
Estamos en las orillas de Retiendas, al lado del puente. El camino que nos ha de llevar hasta el monasterio es un camino de herradura, un buen sendero para viajar a pie aunque nos obstinemos en atravesarlo sobre el vehículo. Al final todo es posible. Robles, chopos, álamos enfermizos, encinas de tupido plumaje color de plomo, algún que otro nogal todavía desnudo en el fondo de la inmensa caldera por donde están las ruinas del monasterio, nos van acompañando mientras pisamos la piel descarnada del camino.
Abajo, por las praderas que limitan con el tapial del monasterio, entre los matojos, se sienten las esquilas de un rebaño de ovejas. El pastor lleva terciada al hombro una manta que se ata a la espalda con un cordel, y las manos las tiene ocupadas por un bastón de madera de olmo y un aparato de radio. Cuando alguna res se pierde entre los brezos, el mastín se encarga de llevarla al orden a fuerza de mordiscos en el calcañal de las patas traseras. El pastor contempla la escena con pasividad.
- Buenas tardes -le digo.
- Qué, a ver el convento -me responde.
- Sí señor. Por el aspecto de las piedras debió ser muy bonito. Da pena verlo hecho una ruina.
- Siempre lo hemos visto así. Cuando lo moros dicen que vivían frailes ahí dentro, y todo esto era huerta.
Por la explanada en la que pasta el rebaño hay grupos de piedras en círculo, encerrando montones de cenizas y de troncos a medio quemar. Los sillares, perfectos, todavía en pie de la fachada, se ven a estas horas de la tarde como teñidos de oro viejo con los rayos del último sol que los alumbra en oblicuo. Sorprenden los artísticos capiteles que se alinean sobre las columnillas en haz de la portada. El arco principal, como todos los demás arcos que se ven sobre las ventanas del monasterio, cierra en punta, guardando por lo demás todos los detalles del arte románico de finales del siglo XII en que se construyó con la ayuda incondicional del rey Alfonso VIII de Castilla.
Unas cuantas higueras larguiruchas de tanto estirarse para buscar el sol que apenas se deja ver por encima de los muros, es lo único que hay en la seria oquedad del monasterio. Por el suelo humedecido andan los cascotes de escombro, las latas de refresco, los palitroques que alguien tiró, y alguna que otra mata de zarzamora y de jaramago, las especies más comunes de los lugares en ruina. La yedra, el apretado chal de la yedra, se cuela de fuera a dentro por los rasgados ventanales en ojiva que dan al norte, luego se pega de raíz en la nervada cúpula de un ábside.
- En verano vienen muchos turistas por aquí -grita el pastor desde lejos-. Se zambullen en cualquier poza del río, igual que los cochinos. Casi todos son de Madrid, por lo que se explican.
El río al que se refiere el pastor es el Jarama, limpio aún, que arrastra su caudal a un tiro de piedra del monasterio.
Estar en Bonaval y pasar de largo por su historia es poco menos que una irreverencia. Queda escrito que fueron unos monjes cistercienses venidos de Palencia en 1170 sus primeros moradores, acompañados de un tal Nuño que sirvió como su primer abad. Y allí estuvieron hasta el año 1821 en que lo abandonaron definitivamente, comenzando en aquel momento lo que, poco a poco, habría de convertirse en este montón de piedras malamente ordenadas, que aplana el espíritu y conmueve los sentimientos de quien, por propio deseo o dejado llevar de la corriente, se acerca por aquí.
Me he atrevido, al fin, a subir hasta lo más elevado de los muros. El juego de los escalones de caracol es una fina obra de ingeniería, pese a los precarios medios con los que debieron contar los artesanos que le dieron forma.
Encima del ábside central de lo que fue la iglesia, uno se deleita oteándolo todo. Las agujas afiladas de los ventanales ponen sobre el abandonado recinto una nota de lejana solemnidad. Ni qué decir que los cantos de los monjes que allí vivieron se escapan por entre las rendijas de la sillería, a poco que uno se concentre en escucharlos. Aquí una columna roida por el peso de los siglos, allá un hermoso capitel desportillado por el soplo de la barbarie, en la húmeda pared de la sacristía el nicho donde doscientos siglos antes guardaron los frailes sus útiles diarios para la ceremonia. Por el ventanuco en ajimez que se alza sobre la fachada, se cuela el sol de las cinco estrellándose al momento contra los sillarejos de la bóveda que cubre el presbiterio.
Al cabo de mirarlo todo, de subir y luego bajar las escaleras de caracol, el silencio se ha hecho completo. La tarde enmudeció sin que apenas se distingan en la distancia los campanillos del rebaño, el chocar del viento contra las jambas de piedra moviendo débilmente las hojas de yedra, el rumor del río, la paz del campo.
En Bonaval, los atardeceres del mes de febrero toman, sin que nadie sepa el porqué, un cariz distinto, se tornan en todo un símbolo. El frío es cada vez más intenso a la espera de una noche sin esperanza; silencio sepulcral que hiela la sangre en un escalofrío largo, sin principio ni fin; sopor de muerte en medio de una naturaleza que invita a la vida. Esto, sobre todo lo demás, es el augusto valle de Bonaval, donde quedan las ruinas de un monasterio que hace casi dos siglos abandonaron los últimos monjes de la Orden del Císter.
(Guadalajara, 1995)
Como viajero me ha encantado tu blog, y ya lo he añadido al mio. Si no surge un contratiempo en el puente próximo pienso visitar parte de la provincia de Guadalajara.
ResponderEliminarSaludos