No lo incluye Torbado entre los pueblos más bellos de España, y sí que lo es. La villa de Trujillo es historia, es paisaje, es monumento, y es recuerdo cuando hace tiempo que uno no pasa por allí. Lo recuerdo tórrido. Fue un martes del mes de agosto del año noventa y cuatro cuando lo vi por última vez y a pesar de los años aún permanece en mi memoria como el primer día. Eso ocurre a veces, pero siempre cuando uno se da de bruces con lugares o con ciudades que se salen del patrón al que por lo general se ajusta toda ciudad moderna. He vuelto después en tiempo distinto, incluso en una mañana despacible del mese de enero, día al que pertenece la fotografía que ilustra la presente página.
Trujillo está situado al este de la provincia de Cáceres, digamos que entre las Sierras de Montánchez y el Valle del Tajo; su altitud sobre el nivel del mar es de 564 metros, y actualmente cuenta con 9.000 habitantes como población de hecho, tal vez un poco escasos. Una gran ciudad si la comparamos con estos pueblos nuestros.
Calles irregulares y empinadas son las de Trujillo, hermosas y crueles como una aparición. Pasado el medio día, que fue la hora en caí por allí, la sombra de las aceras era un tormento; pero tan escandalosamente agraciada me pareció la villa, que ha merecido hoy, también en día caluroso sobre los cueros de la Alcarria, que eche mano de los apuntes que tomé y de lo mucho o poco que aún guardo en la memoria, y me ponga a escribir convencido de sacar algo práctico.
Trujillo es plaza, es palacio, es castillo, y es cuna de grandes hombres, de aquellos osados que, seguido al descubrimiento de Colón, se dieron a la conquista y evangelización del Nuevo Mundo.
La Plaza Mayor de Trujillo (Plaza de la Constitución en lo oficial) es de las más grandes e irregulares que conozco, también un poco en cuesta, si no recuerdo mal. Al fondo, según se ha abierto a ti la plaza al volver la esquina de una de sus calles, los soportales bajo arco por encima de una larga fila de escaleras, de muchas escaleras que la gente emplea para sentarse en las capeas y en los bailes populares de la Virgen de la Victoria. Más arriba las piedras de sillar quemadas por el sol, las torres y los adarves del castillo.
Alguien me explicó que los soportales de la plaza, vistos a través de los arcos, tienen cada uno su propio nombre en recuerdo de las mercaderías medievales que anduvieron por allí: arco del pan, arco de la verdura, de la carne, del ajo, arco de los paños... Y en lugar preferente la estatua ecuestre del más notable de los hijos de Trujillo, que fueron muchos: Francisco Pizarro; nacido según cuentan en la calle de Tintoreros, e hijo bastardo de Gonzalo Pizarro. La tradición, y un poco también las malas lenguas, aseguran que apenas nacer fue abandonado por sus padres en la iglesia de Santa María y una cerda se encargó de amamantarlo.
Fue cierto, eso sí, que de niño se dedicó a cuidar una piara de cerdos para ganarse el sustento, y que llegada la hora se embarcó hacia las nuevas tierras, donde conquistó el Perú y ejecutó al Inca Atahualpa. Todo esto, y mucho más con respecto a Pizarro, son cosas bien sabidas. Lo que no lo es tanto, es que la estatua a caballo del Conquistador que preside desde uno de los ángulos la plaza de su pueblo es obra de Charles Rumsey, un norteamericano que la esculpió en bronce para colocarla en una plaza de la ciudad de México, pero los mexicanos la rechazaron, por lo que el autor, indignado y dolido, la regaló a Trujillo en el año 1927.
Francisco de Orellana, descubridor del Amazonas; María Escobar, la primera mujer que llevó a Perú la semilla del trigo; Fray Jerónimo de Loaisa, primer arzobispo de Lima, y Diego García de Paredes, "el Sansón de Extremadura", también tuvieron aquí su origen. Sí, García de Paredes, aquel que siendo niño de once años levantó la pila bautismal de granito de la iglesia de Santa María, donde aún reposan sus restos, y se la acercó a su madre paralítica para que se santiguase con el agua bendita. Esta iglesia de Santa María la Mayor es la más importante que hay en Trujillo; dicen que su torre acusó con destacables daños el terremoto que a finales del siglo XVIII sacudió a la ciudad de Lisboa.
En la Plaza Mayor, además de lo ya dicho, concurren casi todos los monumentos que conviene visitar en un viaje a Trujillo: la iglesia de San Martín, la casona de los Piedras Alba, el viejo edificio del Ayuntamiento, el palacio de los Varga Carvajal, y el impresionante palacio plateresco del Marqués de la Conquista, construido por Hernando Pizarro, hermano del Conquistador, a mediados del siglo XVI; tiene cuatro plantas y está rematado con figuras que representan los meses del año; un lujoso balcón esquinado que se adorna con blasones, cuenta como uno de los detalles más llamativos del palacio de la Conquista, al que añadieron entre otros motivos los bustos en piedra de Francisco Pizarro y de su mujer.
Conviene, una vez allí, hacer un último esfuerzo y subir hasta el castillo caminando por el breve laberinto de callejuelas empedradas. En la torre del homenaje está el altar de la Virgen de la Victoria, una talla del siglo XVI que Trujillo eligió para representar a su patrona, como acto de gratitud por haber abierto milagrosamente las puertas del Arco cuando Fernando III el Santo cercaba a los moros el 25 de enero del año 1232.
Desde lo alto del castillo es posible contar una por una, si no todas, sí una buena parte de las 32 torres que aún se levantan en pie por los distintos barrios, y que como habitáculo ideal ocupan cada año a su regreso de otros mundos un ciento de cigüeñas, otra más de las enseñas de aquella villa en la que tanto hay para ver, y para no desmayarse después de haberla recorrido a pie de un lado para otro; pues los buenos tintos de Montánchez y los claretes de Cañamero, como acompañantes insustituíbles de los cuchifritos trujillanos y de las calderetas de cordero, se encargan de dejar al visitante en condiciones óptimas de seguir adelante, de rematar detalles con los ojos y con el corazón, descansando a la sombra sentado en cualquier velador de la plaza mientras que la villa de Trujillo, la Turgalium de los romanos, sus piedras y sus recuerdos, siguen escribiendo páginas lentamente en el grueso cronicón donde quedaron guardadas a perpetuidad las glorias del pasado.
Trujillo está situado al este de la provincia de Cáceres, digamos que entre las Sierras de Montánchez y el Valle del Tajo; su altitud sobre el nivel del mar es de 564 metros, y actualmente cuenta con 9.000 habitantes como población de hecho, tal vez un poco escasos. Una gran ciudad si la comparamos con estos pueblos nuestros.
Calles irregulares y empinadas son las de Trujillo, hermosas y crueles como una aparición. Pasado el medio día, que fue la hora en caí por allí, la sombra de las aceras era un tormento; pero tan escandalosamente agraciada me pareció la villa, que ha merecido hoy, también en día caluroso sobre los cueros de la Alcarria, que eche mano de los apuntes que tomé y de lo mucho o poco que aún guardo en la memoria, y me ponga a escribir convencido de sacar algo práctico.
Trujillo es plaza, es palacio, es castillo, y es cuna de grandes hombres, de aquellos osados que, seguido al descubrimiento de Colón, se dieron a la conquista y evangelización del Nuevo Mundo.
La Plaza Mayor de Trujillo (Plaza de la Constitución en lo oficial) es de las más grandes e irregulares que conozco, también un poco en cuesta, si no recuerdo mal. Al fondo, según se ha abierto a ti la plaza al volver la esquina de una de sus calles, los soportales bajo arco por encima de una larga fila de escaleras, de muchas escaleras que la gente emplea para sentarse en las capeas y en los bailes populares de la Virgen de la Victoria. Más arriba las piedras de sillar quemadas por el sol, las torres y los adarves del castillo.
Alguien me explicó que los soportales de la plaza, vistos a través de los arcos, tienen cada uno su propio nombre en recuerdo de las mercaderías medievales que anduvieron por allí: arco del pan, arco de la verdura, de la carne, del ajo, arco de los paños... Y en lugar preferente la estatua ecuestre del más notable de los hijos de Trujillo, que fueron muchos: Francisco Pizarro; nacido según cuentan en la calle de Tintoreros, e hijo bastardo de Gonzalo Pizarro. La tradición, y un poco también las malas lenguas, aseguran que apenas nacer fue abandonado por sus padres en la iglesia de Santa María y una cerda se encargó de amamantarlo.
Fue cierto, eso sí, que de niño se dedicó a cuidar una piara de cerdos para ganarse el sustento, y que llegada la hora se embarcó hacia las nuevas tierras, donde conquistó el Perú y ejecutó al Inca Atahualpa. Todo esto, y mucho más con respecto a Pizarro, son cosas bien sabidas. Lo que no lo es tanto, es que la estatua a caballo del Conquistador que preside desde uno de los ángulos la plaza de su pueblo es obra de Charles Rumsey, un norteamericano que la esculpió en bronce para colocarla en una plaza de la ciudad de México, pero los mexicanos la rechazaron, por lo que el autor, indignado y dolido, la regaló a Trujillo en el año 1927.
Francisco de Orellana, descubridor del Amazonas; María Escobar, la primera mujer que llevó a Perú la semilla del trigo; Fray Jerónimo de Loaisa, primer arzobispo de Lima, y Diego García de Paredes, "el Sansón de Extremadura", también tuvieron aquí su origen. Sí, García de Paredes, aquel que siendo niño de once años levantó la pila bautismal de granito de la iglesia de Santa María, donde aún reposan sus restos, y se la acercó a su madre paralítica para que se santiguase con el agua bendita. Esta iglesia de Santa María la Mayor es la más importante que hay en Trujillo; dicen que su torre acusó con destacables daños el terremoto que a finales del siglo XVIII sacudió a la ciudad de Lisboa.
En la Plaza Mayor, además de lo ya dicho, concurren casi todos los monumentos que conviene visitar en un viaje a Trujillo: la iglesia de San Martín, la casona de los Piedras Alba, el viejo edificio del Ayuntamiento, el palacio de los Varga Carvajal, y el impresionante palacio plateresco del Marqués de la Conquista, construido por Hernando Pizarro, hermano del Conquistador, a mediados del siglo XVI; tiene cuatro plantas y está rematado con figuras que representan los meses del año; un lujoso balcón esquinado que se adorna con blasones, cuenta como uno de los detalles más llamativos del palacio de la Conquista, al que añadieron entre otros motivos los bustos en piedra de Francisco Pizarro y de su mujer.
Conviene, una vez allí, hacer un último esfuerzo y subir hasta el castillo caminando por el breve laberinto de callejuelas empedradas. En la torre del homenaje está el altar de la Virgen de la Victoria, una talla del siglo XVI que Trujillo eligió para representar a su patrona, como acto de gratitud por haber abierto milagrosamente las puertas del Arco cuando Fernando III el Santo cercaba a los moros el 25 de enero del año 1232.
Desde lo alto del castillo es posible contar una por una, si no todas, sí una buena parte de las 32 torres que aún se levantan en pie por los distintos barrios, y que como habitáculo ideal ocupan cada año a su regreso de otros mundos un ciento de cigüeñas, otra más de las enseñas de aquella villa en la que tanto hay para ver, y para no desmayarse después de haberla recorrido a pie de un lado para otro; pues los buenos tintos de Montánchez y los claretes de Cañamero, como acompañantes insustituíbles de los cuchifritos trujillanos y de las calderetas de cordero, se encargan de dejar al visitante en condiciones óptimas de seguir adelante, de rematar detalles con los ojos y con el corazón, descansando a la sombra sentado en cualquier velador de la plaza mientras que la villa de Trujillo, la Turgalium de los romanos, sus piedras y sus recuerdos, siguen escribiendo páginas lentamente en el grueso cronicón donde quedaron guardadas a perpetuidad las glorias del pasado.
(En la fotografía: "mañana de niebla en la Plaza de Trujillo)
Un buen reportaje de una de las villas más preciosas de Extremadura, donde uno tiene la sensación de volver a la Edad Media
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