«Sepúlveda, mirada desde donde se la mire, tiene un aire vetusto y noble, guerrero y medieval, con algo de Toledo, desde lejos: quizás su situación; algo de Cuenca, desde cerca: es posible que sus casas subiendo la pina ladera como cabras, y algo de Santillana del Mar desde dentro: quién sabe si su profusión heráldica» (C.J.Cela. "Judíos, moros y cristianos")
Desde el pretil de la ladera opuesta, que sirve de mirador al otro lado del barranco por el que se cuela el Duratón entre los huertos y las choperas, Sepúlveda no es, ni mucho menos, el pueblo castellano, salpicado de torres y de palacios, de conventos y viejas casas solar, que uno había pintado en su imaginación antes de conocerlo. No es un pueblo llano en la ancha Castilla este que ahora tengo delante de los ojos; todo él aparece escalonado por encima del soberbio roquedal que tiene por peana, mostrando al espectador, unas sobre otras, sus callejuelas estrechas, sus casonas nobles, sus iglesias románicas, sus hoteles y restaurantes, y el roído muñón de su castillo, con un orden, o un desorden, vaya usted a saber, imposible de definir.
El Duratón es el río de Sepúlveda. El Duratón es un río viejo antiguo como la primera civilización que ocupó sus cuevas, aquella de los cazadores nómadas y de los agricultores que, hartos de patear mundo, optaron por quedarse a vivir en el interior de las cuevas. Gentes de la raza de Cromagnon, como dejó establecido el señor Marqués de Cerralbo, autoridad indiscutible en este tipo de oscuras sabidurías. Por estos valles y hoces del Duratón a la altura de Sepúlveda, pasó el conde Fernán González desde su castillo de Haza hasta la roca de Peñafiel, donde el río se junta con el Duero.
No es la villa de Sepúlveda de hoy aquella otra que refieren las crónicas, ni la que describen los viajeros de este siglo que anduvieron por allí a la caza de impresiones. El pueblo viejo y destartalado, montón de escombros y de recuerdos del que hablan algunos autores al referirse a la villa, muy poco tiene que ver con éste otro al que acabo de llegar; y no es que los observadores del pasado dieran en contar las cosas de manera distinta a como las captaron sus retinas, no; pues Sepúlveda fue así hasta no hace mucho, un pueblo cargado de historia, un despojo de grandezas pretéritas donde el arte medieval apuntaba en cualquier rincón y en cualquier edificio, y abandonado, no sé si de la mano de dios, pero sí, desde luego, de las manos de los hombres.
Afortunadamente, los sepulvedanos se dieron cuenta a tiempo de lo que eran y de lo que podrían llegar a ser, y dieron un giro al pueblo acertado y definitivo. La vieja villa de braceros, de criadores de ganado y de hortelanos, es hoy uno de los centros de atracción turística más importantes de toda la región, con motivos bastantes que ofrecer al viajero, y con comodidades hoteleras suficientes para cubrir la demanda por fuerte e impuntual que ésta sea. Las añosas tiendecitas sombrías, con olor a esparto, a alcanfor y azafrán, dieron paso a los supermercados, a los establecimientos especializados y a las tiendecitas de souvenirs. Por sus calles y plazas son los turistas quienes sustituyen a los tratantes del día de mercado, a las buenas gentes de Urueñas o de Perorrubio que cada fin de semana acudían a la villa con su reata de acémilas a cambiar productos, a proveerse de lo imprescindible en la mercadería.
- La vida, ya lo ve usted; ha cambiado en cuestión de años de manera radical -explica en una esquina de la plaza el dueño de una tienda de regalos-. Vivir para ver, como yo digo.
No existe unanimidad entre los historiadores y eruditos acerca del origen de Sepúlveda como lugar con nombre y entidad propios. Mientras que algunos apuntan que se trata de la antigua Confloente de los arévacos, citada por Ptolomeo, otros ven en ella a la romana Septumpública, a razón de las siete puertas que por aquellos lejanos siglos debió tener.
La nueva imagen de estas villas señeras -álbum de acontecimientos bélicos entre cristianos y moros, cuando unos y otros anduvieron la gresca condenados a vivir juntos sin entenderse por siempre jamás-, obliga al visitante a poner su mente en orden, a esforzarse en situar el escenario a punto con sus actores en el sitio justo en donde deben de estar, con aquellos personajes de renombre que a veces encontramos por las páginas de la historia y que para bien o para mal anduvieron por allí, y que hoy viajan como fantasmas del pasado en boca de los espiquers, o en las páginas en papel couché de las guías de turismo sin saber qué hacer con ellos.
Sepúlveda -así lo anuncia un cartel a la entrada del pueblo- es monumento nacional en todo su conjunto. Sus calles son estrechas, sombrías y cuestudas; algunas de ellas albergan bajo los oscuros aleros de sus tejados riquísimos palacios de piedra oscura, fachadas heráldicas donde parecen yacer tras la quietud de los escudos y de la vieja sillería las almas en pena de sus señores, como ésta, por ejemplo, de la calle del Conde de Sepúlveda, que entre arcos y escalinatas, recodos y escondrijos pintorescos, nos suben con esfuerzo hasta la iglesia del Salvador en lo más alto, la más espectacular y con mejor estampa de las cuatro iglesias de Sepúlveda, en cuyo atrio y ábside románicos, uno vuelve a admirar por enésima vez con motivos bien fundados, la habilidad, el tesón, y el exquisito gusto de los hombres del medievo, que tuvieron a bien sembrar media España con lo mejor del arte de su tiempo. La iglesia de la Virgen de la Peña anuncia a distancia formas parecidas, y la de San Bartolomé, y no tanto la de San Justo, más céntrica que las otras, que guarda como templo distinguido los enterramientos de toda una nómina de hidalgos que vivieron en la villa.
Tras la fachada del ayuntamiento en la Plaza Mayor, en llamativo contraste con las viviendas restauradas de tres y de cuatro plantas que sostienen sobre sí artísticos soportales, se dejan ver los lienzos derruidos del Castillo. Es muy antiguo el castillo de Sepúlveda; data de los primeros tiempos de Castilla como condado independiente. En el interior de esos muros, cuando era sólida y segura fortaleza, estuvo encerrado el condestable don Alvaro de Luna, otro de los personajes insignes del pasado que, más para mal que para bien, como aseguran las crónicas, sorbieron las hieles y no la mieles de este Sepúlveda tan diferente a como lo pinta la Historia.
Y en lo festivo -dato nada desdeñable en las viejas villas castellanas- ahí está Sepúlveda para darse a conocer bajo otro ángulo. El diablillo, Santiago y San Miguel, son los motivos a celebrar, con sus fechas correspondientes (23 de agosto, 25 de julio y 29 de septiembre) que arrastra la tradición. El cordero asado, no mejor ni peor, diferente sí, del de Cuellar y Pedraza, la estrella de su gastronomía.
Desde el pretil de la ladera opuesta, que sirve de mirador al otro lado del barranco por el que se cuela el Duratón entre los huertos y las choperas, Sepúlveda no es, ni mucho menos, el pueblo castellano, salpicado de torres y de palacios, de conventos y viejas casas solar, que uno había pintado en su imaginación antes de conocerlo. No es un pueblo llano en la ancha Castilla este que ahora tengo delante de los ojos; todo él aparece escalonado por encima del soberbio roquedal que tiene por peana, mostrando al espectador, unas sobre otras, sus callejuelas estrechas, sus casonas nobles, sus iglesias románicas, sus hoteles y restaurantes, y el roído muñón de su castillo, con un orden, o un desorden, vaya usted a saber, imposible de definir.
El Duratón es el río de Sepúlveda. El Duratón es un río viejo antiguo como la primera civilización que ocupó sus cuevas, aquella de los cazadores nómadas y de los agricultores que, hartos de patear mundo, optaron por quedarse a vivir en el interior de las cuevas. Gentes de la raza de Cromagnon, como dejó establecido el señor Marqués de Cerralbo, autoridad indiscutible en este tipo de oscuras sabidurías. Por estos valles y hoces del Duratón a la altura de Sepúlveda, pasó el conde Fernán González desde su castillo de Haza hasta la roca de Peñafiel, donde el río se junta con el Duero.
No es la villa de Sepúlveda de hoy aquella otra que refieren las crónicas, ni la que describen los viajeros de este siglo que anduvieron por allí a la caza de impresiones. El pueblo viejo y destartalado, montón de escombros y de recuerdos del que hablan algunos autores al referirse a la villa, muy poco tiene que ver con éste otro al que acabo de llegar; y no es que los observadores del pasado dieran en contar las cosas de manera distinta a como las captaron sus retinas, no; pues Sepúlveda fue así hasta no hace mucho, un pueblo cargado de historia, un despojo de grandezas pretéritas donde el arte medieval apuntaba en cualquier rincón y en cualquier edificio, y abandonado, no sé si de la mano de dios, pero sí, desde luego, de las manos de los hombres.
Afortunadamente, los sepulvedanos se dieron cuenta a tiempo de lo que eran y de lo que podrían llegar a ser, y dieron un giro al pueblo acertado y definitivo. La vieja villa de braceros, de criadores de ganado y de hortelanos, es hoy uno de los centros de atracción turística más importantes de toda la región, con motivos bastantes que ofrecer al viajero, y con comodidades hoteleras suficientes para cubrir la demanda por fuerte e impuntual que ésta sea. Las añosas tiendecitas sombrías, con olor a esparto, a alcanfor y azafrán, dieron paso a los supermercados, a los establecimientos especializados y a las tiendecitas de souvenirs. Por sus calles y plazas son los turistas quienes sustituyen a los tratantes del día de mercado, a las buenas gentes de Urueñas o de Perorrubio que cada fin de semana acudían a la villa con su reata de acémilas a cambiar productos, a proveerse de lo imprescindible en la mercadería.
- La vida, ya lo ve usted; ha cambiado en cuestión de años de manera radical -explica en una esquina de la plaza el dueño de una tienda de regalos-. Vivir para ver, como yo digo.
No existe unanimidad entre los historiadores y eruditos acerca del origen de Sepúlveda como lugar con nombre y entidad propios. Mientras que algunos apuntan que se trata de la antigua Confloente de los arévacos, citada por Ptolomeo, otros ven en ella a la romana Septumpública, a razón de las siete puertas que por aquellos lejanos siglos debió tener.
La nueva imagen de estas villas señeras -álbum de acontecimientos bélicos entre cristianos y moros, cuando unos y otros anduvieron la gresca condenados a vivir juntos sin entenderse por siempre jamás-, obliga al visitante a poner su mente en orden, a esforzarse en situar el escenario a punto con sus actores en el sitio justo en donde deben de estar, con aquellos personajes de renombre que a veces encontramos por las páginas de la historia y que para bien o para mal anduvieron por allí, y que hoy viajan como fantasmas del pasado en boca de los espiquers, o en las páginas en papel couché de las guías de turismo sin saber qué hacer con ellos.
Sepúlveda -así lo anuncia un cartel a la entrada del pueblo- es monumento nacional en todo su conjunto. Sus calles son estrechas, sombrías y cuestudas; algunas de ellas albergan bajo los oscuros aleros de sus tejados riquísimos palacios de piedra oscura, fachadas heráldicas donde parecen yacer tras la quietud de los escudos y de la vieja sillería las almas en pena de sus señores, como ésta, por ejemplo, de la calle del Conde de Sepúlveda, que entre arcos y escalinatas, recodos y escondrijos pintorescos, nos suben con esfuerzo hasta la iglesia del Salvador en lo más alto, la más espectacular y con mejor estampa de las cuatro iglesias de Sepúlveda, en cuyo atrio y ábside románicos, uno vuelve a admirar por enésima vez con motivos bien fundados, la habilidad, el tesón, y el exquisito gusto de los hombres del medievo, que tuvieron a bien sembrar media España con lo mejor del arte de su tiempo. La iglesia de la Virgen de la Peña anuncia a distancia formas parecidas, y la de San Bartolomé, y no tanto la de San Justo, más céntrica que las otras, que guarda como templo distinguido los enterramientos de toda una nómina de hidalgos que vivieron en la villa.
Tras la fachada del ayuntamiento en la Plaza Mayor, en llamativo contraste con las viviendas restauradas de tres y de cuatro plantas que sostienen sobre sí artísticos soportales, se dejan ver los lienzos derruidos del Castillo. Es muy antiguo el castillo de Sepúlveda; data de los primeros tiempos de Castilla como condado independiente. En el interior de esos muros, cuando era sólida y segura fortaleza, estuvo encerrado el condestable don Alvaro de Luna, otro de los personajes insignes del pasado que, más para mal que para bien, como aseguran las crónicas, sorbieron las hieles y no la mieles de este Sepúlveda tan diferente a como lo pinta la Historia.
Y en lo festivo -dato nada desdeñable en las viejas villas castellanas- ahí está Sepúlveda para darse a conocer bajo otro ángulo. El diablillo, Santiago y San Miguel, son los motivos a celebrar, con sus fechas correspondientes (23 de agosto, 25 de julio y 29 de septiembre) que arrastra la tradición. El cordero asado, no mejor ni peor, diferente sí, del de Cuellar y Pedraza, la estrella de su gastronomía.
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