Por último entro en el claustro, donde ya reina una oscuridad profunda. La llama del fósforo que enciendo para atravesarlo vacila, agitada por el aire, y los círculos de luz que después luchan trabajosamente con las tinieblas. Sin embargo, a su incierto resplandor pueden distinguirse las largas series de ojivas festoneadas de hojas de trébol, por entre las que asoman con una mueca muda y horrible esas mil fantásticas y caprichosas creaciones de la imaginación que el arte misterioso de la Edad Media dejó grabadas en el granito de sus basílicas.
(G.A.Bécquer. "Desde mi celda", Carta Segunda)
No sé si es hoy el día de los poetas. Si no lo es debería serlo. El calendario corre de manera imparable y, en ocasiones como ésta, regalando un tiempo de promesa. Hace sólo unas horas que ha entrado la primavera. No hace mucho tiempo que, pensando en este día, me busqué lejos de nuestras fronteras provinciales un lugar emblemático donde la poesía y la primavera tuvieran por derecho propio un sitio inamovible, sin acceso a los estragos del tiempo ni a la fugaz memoria de los hombres; un lugar donde la piedra fuera poesía, donde el viento fuera poesía, donde el rumor del regato fuera poesía, donde hasta su nombre, en fin, fuera poesía.
Tuve que madrugar para aparecer en la ciudad de Soria de buena mañana. En Tarazona al filo del medio día, y en el monasterio de Veruela apenas despuntaba -luminosa y abierta en los llanos y vallejuelos que rodean al Moncayo- la tarde de una primavera adelantada.
Los ocupantes de un autocar estaban terminado de comer en la mesa común de un restaurante de barato que, por el momento y según me contaron, tan sólo abre los fines de semana. Tomé café en la barra del bar. A cuatro pasos la portona almenada que da paso al monasterio.
Desde que el poeta anduvo por aquí, en un intento inútil de recobrar la salud perdida, al monasterio de Veruela se viene buscando la sombra de Bécquer. Su espíritu enfermizo y sutil, delicado y doliente, se adivina flotando al viento como un cendal de finísimos tules por entre los arbustos y la maleza, por los senderos angostos y por las bruscas barranqueras que bajan del Moncayo, envuelto aún con el cierzo que lamió su piel blanquecina en aquellas horas de andar oteándolo todo, gozándolo todo, sufriéndolo todo, a una distancia prudencial por los alrededores de la abadía.
Al hablar del venerable monasterio aragonés, en el que hace poco tiempo me encontré y ahora nos ocupa, el poeta de las "Rimas" dejó escrito que su fama tenía como sillar de apoyatura el hecho de hallarse enterrados dentro de sus muros los restos mortales del fundador del mismo, el príncipe don Pedro Atarés, tronco de la ilustre familia de los Borja, y los de su mujer, dama piadosa y pudiente que edificó a sus expensas la catedral de Tarazona, y los de tantos descendientes directos que dieron fama al apellido peleando bravamente en Valencia al lado del rey don Jaime. Hoy, todos aquellos personajes son en Veruela remota mitología; un dato documental importantísimo, pero ni mucho menos la razón primera que acarrea cada sábado y cada domingo a cientos de visitantes, en busca de la sagrada paz y del sosiego que destila en tantas de sus páginas la obra escrita de Gustavo Adolfo.
Fue el fruto inmediato de una promesa la fundación en estos llanos del famoso monasterio de Santa María de Veruela. Cuenta la tradición que don Pedro Atarés, señor de Borja, se vio sorprendido en noche de caza por una terrible tormenta que le hizo temer por su vida en las faldas boscosas del Moncayo; y que fue la Virgen, luego de haberse encomendado devotamente a ella, quien lo sacó sano y salvo de tan comprometida situación, pidiéndole después que se erigiese en aquel mismo lugar un monasterio para recordar el milagro.
Los trabajos de la abadía comenzaron en 1146 y quedaron concluidos cinco años más tarde. La parte antigua marca el periodo de transición entre el románico decadente y el gótico que comenzaba a estirar con no poco pudor el punto medio en los haces de archivoltas de sus arcos. Los adarves recortados a pico y las murallas que entornan al monasterio, fueron colocados cuatro siglos después por el abad Lupo Marco, el verdadero renovador e impulsor de Santa María de Veruela.
La portada de la iglesia muestra al exterior todo el encanto de sus seis archivoltas con decoración comedida sobre sus arcos, limpia y diversa en la docena de capiteles que sostienen otras tantas columnas, obra de perfecto equilibrio, muy acorde con la época en la que se ejecutó y con el buen gusto de los expertos canteros aragoneses de aquella segunda mitad del siglo XII. El interior es una bella muestra del arte cisterciense. Se abre en tres naves, crucero y grandiosa cabecera con capillas absidales y girola. La bóveda, sobre arcos fajones y cruzada por nervadura, es todavía una estampa elocuente del momento justo de la Historia de la Arquitectura, donde el arte románico y el gótico se funden y confunden, dando lugar a un canto solemne en piedra elaborada que habrá de repetirse con mayor claridad aún en la estructura del claustro.
Pero volvamos a recuperar de nuevo la imagen perdida del poeta de los sueños. Allí, en las silenciosas celdas de Veruela, Bécquer dio a luz, una por una, las ocho cartas literarias que aparecen en sus obras completas, poniendo en orden las consejas y las viejas historias recogidas a la casualidad en sus habituales paseos a Trasmoz, a Añón, a Vera y a Litago, en tantas ocasiones acompañado de su hermano Valeriano, el pintor, cuya imagen se deja traslucir unida a la del poeta por aquellos ásperos recovecos que dibujan a su caída en la ladera Este las faldas del Moncayo.
De Trasmoz fue la Tía Casca y allí vivieron y murieron todas las brujas de las que nos habló Bécquer. La Tía Casca era para las gentes de Trasmoz la más cruel y la más desentrañada de todas las brujas que pudo dar aquella mala estirpe. La que despeñaron entre insultos y pedradas las gentes del pueblo por el precipicio que se abre a la subida al castillo, y de la cuál, el alma anda todavía penando por aquellos picachos abruptos e inaccesibles, persiguiendo a los infelices pastores que pasan por allí en los inviernos crudos y haciendo un ruido infernal entre las matas como si fuera un lobo, porque, después de dejar el cuerpo, ni Dios ni el diablo la quisieron por suya.
El Escorial de Aragón llaman las gentes por aquellas tierras al monasterio de Veruela. Se trata de uno de los antiguos cenobios cistercienses que el genio promotor de aquellos antepasados fue levantando por la difícil geografía española de tierra adentro, y que aún siguen ahí, esperando, quién sabe si la mano amiga o el suspiro sin esperanzas de un iluminado que tornó en poesía la tierra que pisaron sus pies.
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