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lunes, 16 de mayo de 2011

R I A Z A



«El campo de Riaza es bonito. El campo de Riaza cría unos huertecillos verdes y lucidos, y
muchas y frescas praderas para el ganado. El campo de Riaza, amén de la dehesa boyal, de mata de roble, guarda la dehesa del Alcalde, con sus quinientas obradas, y las de Borreguil de Pinarejo, de Pradorredondo, de Hontanares y de Mataserrano.»
(C.J.C. "Judíos, moros y cristianos")
Ahora es invierno. La villa de Riaza, a la que uno ha tenido ocasión de acudir en todo tiempo durante los últimos diez o quince años, es plaza predispuesta para el verano. El invierno en Riaza -lo dicen quienes allí pasan, día tras día, los cuatro o cinco meses que suele durar- es crudo y riguroso; lo han inventado para vivir en otras tierras, que no para éstas. Aunque -lo que son las cosas- durante la última década fracasó de manera estrepitosa la estación invernal de La Pinilla, la que muestra no lejos de allí sus laderas violentas al suroeste; y fracasó sólo por eso, por falta de nieve, por falta de unos inviernos rigurosos como los de antes, por falta de unos inviernos como hubiera cabido esperar.
Riaza está situado a poco más de cuatro o de cinco kilómetros de distancia de la provincia de Guadalajara, al otro lado del puerto de La Quesera, por donde figuran en el mapa las elevaciones más importantes de todo el macizo, por donde parece que restallan los oídos del caminante al subir, a causa de la altura, y luego le fuera volviendo la audición poco a poco.
-Oiga; pues yo también noto eso algunas veces. Parece como si uno se quedara sordo.
Cuando don Camilo pisó tierras de Riaza en aquel su ya lejano viaje por los campos de Castilla la Vieja, Riaza era otro pueblo. Las pinceladas acerca del paisaje a las que se refiere siguen siendo exactas, si bien, las praderas y la dehesa boyal de matas de roble, andan salpicadas por colonias enteras de chalés que han ido levantando los de Madrid, y por callejuelas de asfalto o de cemento entre unos y otros que recuerdan las vías de una antigua ciudad romana. Por entonces debió de ser como un proyecto en ciernes de ciudad residencial al amparo de los aires sanos de la sierra; hoy, lo es ya de manera consumada. Los cientos de chalés entornan al primitivo pueblo de jaboneros, de ganaderos y tejedores que tuvo fama; el de las robustas casonas solariegas de artístico balconaje, algunas de ellas con su escudo de armas esbelto en la fachada; el de las viviendas de una o de dos plantas como mucho; el de la Plaza Mayor soportalada que, para bien suyo, todavía existe.
No hace mucho que estuve en Riaza la última vez; aún no era invierno; habían comenzado a sentirse los primeros fríos y los veraneantes estaban ausentes; se habían marchado a Madrid y en el interior de algunos chalés se veían perros guardianes atados con cadenas.
Las sombras de la tarde iban cayendo sobre el pueblo. En el albero de la Plaza Mayor se dibujaba estirada a lo largo la silueta del ayuntamiento. En las diez, o veinte, o treinta tiendas que hay como fondo a los soportales que rodean la plaza, habían encendido ya las luces eléctricas. Los asadores, las pastelerías y los restaurantes abundan en la plaza. El reloj del ayuntamiento avisaba las seis en sonoros toques de campana.
Uno siente profundo respeto por estas plazas castellanas de tan marcada raíz, de tan refinado estilo, aunque ésta de Riaza no haya de soportar con tanta angustia el peso de la Historia, como sus vecinas y siempre admiradas de Ayllón o de Pedraza, ambas con recuerdos personales tan señalados -y tan olvidados también- como la del condestable don Alvaro de Luna, San Vicente Ferrer o el pintor Zuloaga.

Pocos pueblos castellanos podrían compararse con esta villa de Riaza en cantidad y en elegancia de balconajes, en suntuosidad de aleros sobre las recias casonas de hace uno o dos siglos, y que debieron de ser -todavía hay quienes lo recuerdan- la casa solar, no de acaparadores prestamistas ni terratenientes, sino de los dueños de inmensos rebaños de ovejas que le dieron fama, y que en tiempos no lejanos pastaban en las praderas serranas durante la primavera y el verano, y en los llanos extremeños de pastizal cuando por estas latitudes comenzaban a apuntar los primeros hielos de finales de octubre.
-Pues aún quedan algunos viejos en el pueblo que les tocó pasar el invierno con el ganado en Extremadura. Yo me libré por poco; pero mi padre fue pastor trashumante más de veinte años.
Se llamaba Juan el señor con el que hablé en Riaza. Volvía de la pradera del Rasero donde dijo que había pasado la tarde. Es ésta una amplia explanada de hierba que viene a caer entre la estación de servicio y las primeras casas, a la vera de las pistas donde están los hoteles y que llevan a la urbanización. En el Rasero hay un bonito Vía Crucis, con estaciones labradas en piedra alrededor y un Calvario de tres cruces, donde la gente suele acudir a sentarse cuando la bonanza de la mañana o de la tarde lo permiten.
-Aquí todo esto de los chalés lo empezó a mover un señor que le decían el doctor García Tapia. Y ahora ya lo ve, apuesto que hay más chalés que casas.
La población de Riaza apenas salta de las 1500 almas. En la época floreciente de los rebaños y de las pañerías, es decir, a finales del siglo XVIII, llegó hasta las 3000. Cuando viene el mes de julio y la colonia veraniega ocupa todas las viviendas de la urbanización, es posible que sobrepase de hecho la cifra de cinco mil personas, al reclamo de la excelente temperatura, de lo saludable del ambiente y de la relativa proximidad a Madrid.
-Oiga, ¿cómo se llama aquel cerro?
-¿Qué cerro?
-Aquel de las rocas y los marojos.
-Aquello no es un cerro. Aquello es una montaña. Se llama La Buitrera. Poco más a la derecha está el Alto de las Mesas, que es el que separa a las dos Castillas. Y a la caída, por esta parte, la ermita de la Virgen de Hontanares, nuestra Patrona.
Pero volvamos a la Plaza Mayor. Es aquí donde se hacen las corridas de toros. En mitad queda durante todo el año lo que pudiéramos llamar el ruedo, que no es redondo, sino ovalado, y en una de sus caras tiene tres o cuatro gradas de piedra donde sentarse y un escalón en la parte opuesta. La arena en la amplia zona central la conservan durante todo el año. En uno de los laterales queda solitario, sencillamente monumental, el edificio del ayuntamiento, con sus escudos, su balcón corrido y su carillón para dar la hora, en competencia con el campanillo de la torre chata de la iglesia que queda justamente detrás.
El tiempo ha ido pasando en Riaza. Tomo una taza de café con leche en un bar-restaurante que se llama "El Patio"; tiene una estructura castellana ejemplar. Pese a lo adelantado de la fecha, la de hoy ha sido una tarde apacible. La noche que ya se nos echa encima, y el frío de la noche que comienza a dejarse sentir, invitan a emprender el viaje de regreso. Entre dos luces, ya a la salida del pueblo, he sentido sonar unos cencerros por las praderas y los cercados que hay junto a la carretera.

1 comentario:

  1. Estimado amigo como siempre un gran post, y darte las gracias por darnos a conocer todas estas poblaciones tan hermosas.
    Pasear por tu blog, es como hacerlo por todas esas poblaciones que de normal no figuran en los planes de visita pero que sin lugar a dudas cuando lo haces otorgan un gran placer.
    Un abrazo desde Valencia.

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