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lunes, 19 de abril de 2010

EN LA LAGUNA NEGRA


Un amable lector de nuestro periódico, natural de la ciudad de Soria y vecino de Guadalajara desde hace más de un cuarto de siglo, me rogó, creo que con razón, que dedicara este trabajo semanal a descubrir para sus convecinos alcarre­ños cualquiera de los infinitos valores paisajísticos, artís­ticos, culturales o costumbristas que tiene su tierra natal. Que son muchos los sorianos -aclaró- que residen entre noso­tros, y verían con buenos ojos una fugaz referencia a la provincia colindante.
He escrito en varias ocasiones sobre las tierras y las gentes de Soria, y a ello volvemos otra vez atendiendo el ruego de nuestro amable lector. Las tierras de Soria son, para quien esto dice, un paraíso ideal donde perderse en sueños de leyenda. Muchos de los más grandes autores del siglo XX pusie­ron los ojos en ella, algunos con verdadera pasión, como lo hicieron Bécquer, Antonio Machado y Gerardo Diego, por nombrar sólo a tres; otros, al cabo de los años, viajan por la "Soria pura" de páramos y pinares, de roquedales y de campos de cultivo, en busca de la musa inspiradora que por las sierras de Urbión y los valles del Duero dejaron aquellos poetas inolvidables.
Suelo ir a Soria muy de tarde en tarde. Regreso a casa agotado cada vez, por querer abarcar en el corto espacio de cuatro o seis horas toda la Soria de los Poetas, de los viejos hidalgos castellanos, de los inspiradores del arte medieval, lo que resulta imposible por mucho que uno se esfuerce en conseguir­lo. Soria precisa de más tiempo, de mucho más tiempo, para penetrar en el fondo de su entraña hasta enamorarse de ella perdidamente, como a tantos ocurrió, cuyos nombres son hoy felices alusiones para el recuerdo.
En esta ocasión el viaje a Soria tiene un objetivo muy concreto: los Picos de Urbión, y precisando más, aquella laguna de misterio que queda a sus pies, cuya memoria aseguró Machado en una leyenda que no hace mucho he vuelto a leer: "La tierra de Alvargonzález", aquel hidalgo ricachón que asesina­ron sus hijos para heredar de él antes de tiempo, arrojando su cuerpo muerto a la Laguna Negra, en la creencia de que no tenía fondo.

Cuenta la hazaña del campo
el agua clara corriendo,
mientras los dos asesinos
huyen hacia los hayedos.
Hasta la Laguna Negra,
bajo las fuentes del Duero,
llevan al muerto, dejando
detrás un rastro sangriento.
La ciudad de Soria quedó hace rato a nuestra espalda. Hasta llegar a Urbión se asciende por montaraz carretera de asfalto, que se abre entre pinares de exquisito corazón. Los viajeros y los campistas han tomado por suyos los montes de Covaleda y de Vinuesa. Para subir a la Laguna Negra es preciso llegar hasta las mismas puertas de la villa de Vinuesa, y luego seguir con cuidado la indicación que señala la flecha. Al final se llega a una explanada en la que hay una fuente, algunos automóviles, y dos o tres autocares estacionados a la sombra de los pinos. No está permitido subir en vehículo propio hasta la laguna, que viene a caer a dos kilómetros monte arriba por buena carretera de asfalto. Se puede subir a pie o tomando un autocar que va y viene cada media hora por un precio módico.
Estamos a más de dosmil metros de altura sobre el nivel del mar. Faltan todavía doscientos para llegar arriba; distan­cia que a la sombra de los pinos y de las hayas hay que subir a pie. Al cabo aparece, oscura, gélida, impensable, la Laguna Negra. Su forma es ligeramente ovalada, con ciento cincuenta metros de diámetro mayor según los cálculos del recién llega­do. La gente se va situando a la sombra de los pinos a lo largo de su contorno, o se sube a lo alto de las peñas con una caña de pescar. Los más atrevidos se meten en el agua y la cruzan nadando de parte a parte. El agua a esas alturas está exageradamente fría.
En la Laguna Negra nace el arroyo Revinuesa, una de las más importantes melenas que, a los pies del Pico de Urbión, darán lugar más tarde al padre Duero. Los pinos y las hayas que hay alrededor del barranco, regalan sombra y misterio a aquel magnífico rincón. Arriba, la corona rocosa, el circo glacial que cierra con murallas naturales de vértigo el reman­so plomizo de las aguas.
Los árboles se contemplan a distancia por encima de los crestones que marca la tremenda ladera de Urbión. Se ven enormes bloques de piedra oscura al otro lado, de piedra gris que, a consecuencia de algún desprendimiento, vino a parar a los mismos bordes de la laguna. El agua, mansa, pura como el silencio y como los vientos que azotan con suavidad las copas de los pinos, duerme al fondo con su transparencia infinita mirando al cielo, al cielo soriano sobre el que aún -y ha pasado mucho tiempo- se adivina flotando en tules el espíritu del poeta sevillano:

agua clara donde bebe
las águilas de la sierra,
donde el jabalí del monte
y el ciervo y el corzo abrevan;
agua pura y silenciosa
que copia cotas eternas,
agua impasible que guarda
en su seno las estrellas.
Estos parajes de agua y roca, donde la Naturaleza se enseñorea mostrando su descarada prepotencia sobre los demás elementos de la Creación, fueron durante siglos para los leñadores y los campesinos de la tierra, lugares malditos a los que había que temer, minados de simas y de pasadizos que al decir de las gentes conducen hasta las mismas puertas del infierno. Todo es fruto de la imaginación de nuestros bisabue­los, aquellos castellanos de alma limpia a los que apabullara la realidad del campo que tenían por vecino, furtiva leyenda tramada y aderezada en noches de lobos al amor de la lumbre, pero que encaja en el ambiente de estas cumbres cargadas de misterio.
Todo por allí es más que impresionante, increíblemente hermosos y sobrecogedor, romántico y sereno, viejo como la piel de sus orillas que se abre en venas durísimas a flor de tierra, y que no son otra cosa que las raíces de las hayas que añoran las noches crudas de nieve y de cellisca, y de los pinos viejos, curtidos en su tronco y en su ramaje de tanto luchar contra los vientos y las tempestades de la sierra.

Guadalajara, año 2000

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