domingo, 24 de abril de 2016

ANDAR POR CASTILLA ( I ) ALARCÓN (Cuenca)


“Ciudades delicadísimas son éstas que un día fueron ciudades del genio Español. Son como venerables ancianas a quienes puede matar un soplo de mal entendido o mal llevado aire. Nos engaña la cantidad de los problemas, de ciertos problemas, y en cambio no nos paramos en la consideración de la calidad. Nueva York arruinado podría reconstruirse. Alarcón, por ejemplo, en ruinas, es una pérdida definitiva que ningún presupuesto humano puede levantar.”
                                                                  (CESAR GONZÁLEZ RUANO)

         Con esta villa de Alarcón en la Manchuela, como con tantas más de la dormilona geografía castellana, hemos sido injustos. Poco a poco, comenzando por los propios conquenses y por los habitantes de las provincias colindantes, la gente ha tomado la costumbre de acercarse por allí en grupos reducidos, pero continuados. De tarde en tarde se ve cómo un autocar, ocupado por estudiantes o por turistas, se estaciona a la sombra de cualquiera de sus torres o a la vera de los viejos muros de alguna de sus iglesias.
         Uno de los más sonoros conjuntos monumentales que los castellanos tenemos a nuestro alcance, y como paradoja uno de los menos conocidos de las tierras de Cuenca es, es con sobrado merecimiento la enriscada villa de Alarcón, el pueblo de las Siete Torres, el que luego de su restauración por parte de las instituciones y de los vecinos- lo que le ha permitido sustraerse de la ruina desde hace dos o tres décadas-, se ha convertido en un soberbio escaparate cultural y paisajístico, en el que sobresalen, galanas y severas, victoriosas sobre las lluvias y los vientos de muchos siglos, las almenas de sus viejos torreones, las espadañas de sus iglesias, rizando el azul turquí en los oscuros atardeceres del cielo de la Mancha, mientras que el río, el Júcar de las aguas verdes que baja de la sierra, lo abraza con apasionada contorsión, como un engarce magnífico en torno a una piedra preciosa de inmensas proporciones, que la Naturaleza tuvo a bien sacar a la luz del día en la tarde de la Creación, y la Historia, maestra y artífice, se encargó de ir puliendo poco a poco, pausadamente, al lento ritmo de los tiempos, en una labor callada, perseverante, estupenda.

         Los orígenes de Alarcón, lo mismo que los de tantas villas castellanas marcadas con la pátina de su antigüedad desde tiempos que nadie conoce, desde tiempos en los que la historia y la leyenda se entrecruzan con su serie de argumentos improbables, son cuando menos turbios, a los que hoy una teoría, mañana otra, intentan sacar a la luz.
         Hubo de ser fundada esta villa, según las creencias más recientes, por los árabes, con el nombre de Al Arkon (atalaya), lo que deja sin valor una antigua hipótesis, que aseguraba haber sido un hijo del rey visigodo Alarico, quien lo mandó levantar en honor de su padre, y que su primer nombre fue el de Alaricón, del cual deriva éste por el que hoy lo conocemos.

         Pocas ciudades viejas, y posibles villas en las que se cierne la leyenda por cualquier esquina, merecen tanta atención como ésta que nos ocupa. Sobre el corpudo roquedal que trenza el Júcar se ofrece al viajero, como pegada al horizonte en el romántico contraluz de la tarde manchega, la vieja fortaleza del Marqués de Villena, señor que fue de aquella y de otras villas más en muchas leguas a la redonda; el castillo que pudo reconquistar para el rey su señor, don Alfonso VIII de Castilla, el bravo caballero don Fernán Martínez de Zeballos, escalando -dicen- la torre del homenaje valiéndose de dos puñales, uno en cada mano, que iba introduciendo al subir entre las juntas de las piedras. Una vez que se logró la conquista, y la fortaleza de Alarcón se incorporó a la corona de Castilla, era el año 1180, se pobló con los nobles extremeños y montañeses que habían intervenido en la recuperación, siendo ellos sus primeros habitantes.
         La fortaleza, que si antes sirvió de parapeto de pendencias, o de férreo punto de ataque, según soplara el viento -sangre sobre las peñas de la hoz, a diestro y siniestro-, hoy es una isla de calma y de sosiego, un lujoso Parador de Turismo sobre el arco natural que a sus plantas dibujan las aguas del río, donde todo es hermoso.
         Desde la plaza del Infante don Juan Manuel hasta las puertas del castillo el pueblo se estira sobre una loma a la vera del Júcar. Aquí y allá, junto a las aceras de cualquier calle, aparecen lujosos blasones de familias alistadas en la nómina de la alta hidalguía castellana, torres por doquier y pequeñas fortificaciones estratégicas que antes fueron algo y hoy se yerguen, piedra sobre piedra, solas sobre su adusta peana de riscos, tan solo para singularizar el paisaje.
         Cualquiera de las cinco iglesias que tuvo Alarcón: Santa María del Campo, San Juan Bautista, la Trinidad, Santo Domingo de Silos, y Santiago, ofrecen al recién llegado algún motivo de asombro y alguna otra razón, más que justificada, para detenerse como interesado observador. De lo que tiene delante de los ojos.
     
    En la iglesia de Santo Domingo se conserva una artística portada protogótica y una torre de finales del XVI. La de San Juan Bautista, en la plaza del Infante don Juan Manuel donde está el ayuntamiento, aparece restaurada con meticulosidad, y tiene por asiento el solar de otra anterior románica de la que nada queda; en su interior se está llevando a cabo lo que no hace mucho era tan solo un proyecto ilusorio y hoy una realidad palpable: la pintura mural sobre mil metros cuadrados de superficie, obra del joven pintor conquense Jesús. C. Mateo, según las tendencias de la pintura de finales de siglo, y que es muy posible pueda en lo sucesivo acarrear hasta la villa de Alarcón a partir del año dos mil -tiempo en el que se ha previsto estén terminadas- más turistas e incondicionales del arte, que entre el castillo, la iglesia y el paisaje, todos juntos. La iglesia de la Trinidad ofrece a quienes hasta ella se acercan el impacto de su portada plateresca, con los escudos del obispo Ramírez de Villaescusa y del marqués de Villena. Y luego la de Santa María del Campo, la parroquial de la villa, la más interesante de todas por el momento, la de la portada de piedra en filigrana incomparable bajo arco monumental de Esteban Jamete, y el retablo manierista que luce en su interior, obra magnífica del mismo artista francés, vecino de la ciudad de Cuenca en el siglo XVI, cuyo recuerdo quedó patente en el cercano  lugar de Garcimu­ñoz, en la catedral de Cuenca con el arco que lleva su nombre, y en esta noble villa de Alarcón alzada sobre las aguas del Júcar.

         Fueron el Turismo y el renaciente interés por el arte lo que hicieron el milagro imposible de resucitar Alarcón y ponerlo en marcha para otra nueva andadura, remoto espejismo de aquel de la posguerra que pude admirar cuando era niño, el mismo que en el año 1944 describía el académico don Luis Martínez Kleiser, en crónicas cuyas ajustadas palabras parecían desmoronarse como las piedras de sus siete torres.

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