La Villa Realenga se retuesta al pie de las peñas del castillo a eso de las doce. Se ve cómo los tithios, al decidir su enclave sobre la ladera del cerro, pensaron con profundidad de miras en los bruscos devaneos de la climatología. El ambiente fogoso de Las mañanas de verano sobre las iglesias, sobre las plazuelas, y sobre los cuerpos y las almas de las buenas gentes de Atienza, no es sino una reserva -quizás en esta ocasión un tanto desajustada- de energías que conviene guardar para cuando, en los crudos amaneceres que avecinan a la fiesta de la Navidad, se hielen las fuentes.
Atienza es villa antigua y señorial como Toledo y Salamanca, como lo son todas las villas y ciudades de la vieja y señorial tierra de Castilla que quedaron registradas en el Libro de la Historia, o tal vez mucho más que casi todas ellas. El escritor ha caído sobre Atienza por enésima vez. En la presente ocasión lo ha hecho en compañía de nadie y con un fin inconcreto, con el simple fin de volverla a ver, de andar por sus calles, de respirar los aires limpios de la serranía, de disfrutar de ella con solo mirarla y tenerla cerca, como se disfruta de una novia o de un paisaje hermoso que nadie ha llegado a profanar y del que, por aquellas del último fleco de la ilusión, uno suele considerar sin demasiado motivo como algo propio.
Los fuertes calores de este verano que atravesamos tienen a los atencinos desconcertados. En las tiendas de regalos de bajo el arco de Arrebatacapas, en el antiguo caserón que ahora ocupa la farmacia, en las oficinas de la caja de ahorros y a la sombra de los soportales de la Plaza del Trigo no se habla de otra cosa.
- ¡Santísimo Cristo de los Cuatro Clavos, qué va a ser de nosotros!
La señora que sirve en el bar de la plaza de abajo se ha subido a la parra y ha cobrado el quinto de cerveza a precio de oro. El escritor -que tan sólo guarda de Atienza amistad y agradables recuerdos- lamenta que le hayan tomado por un aparecido, que mientras unos, a los que en realidad ni les va ni les viene llevar a carretadas los turistas a la noble y leal villa del pequeño rey Alfonso, contándoles siempre que tiene ocasión los mil y un encantos que la Historia allí quiso dejar como señal, otros, que bien se le antoja se juegan en ello el pan de su familia, se obstinan por medio de abusos y de malas artes en tirarlos de allí, en ponerlos de patitas al otro lado de la muralla como quien arroja de su feudo a los tercos y molestos abejorros que liban de su sudor. Sirva como contraste la escueta reseña de prensa aparecida tiempo atrás y referente a la propia villa, en la que se decía que un grupo de universitarios de Guadalajara y Madrid, se habían jugado el tipo encima de los andamios y una larga semana de sus vacaciones, restaurando el soberbio artesonado de la iglesia de San Bartolomé, en campo de trabajo y sin pedir remuneración alguna por su quehacer. Son los eternos contrapuntos por los que el vivir de cada día se desenvuelve, la hiel y la miel que nos ayudan a cruzar por este mundo en perfecto equilibrio; contraste y equilibrio, sí; locura y gravedad, despojo y maravilla como la propia Atienza.
La torre del castillo se levanta inmensa sobre el roquedal ante el blanco nubarrón que, con un poco de suerte, acabará en tormenta antes que el día concluya. Cuando ello suceda, el escritor se encontrará lejos de aquí, se habrá despedido de las torres, de los escudos de piedra, de sus amigos los atencinos, para regresar bajo cualquier pretexto en día no lejano.
Por la pina callejuela que va desde San Gil a la Plaza de España, pasando a mitad por la evocadora fontanilla del Tío Victoriano, aquella que se adorna con el que dicen ser el verdadero escudo de Atienza sellando la pared, suben media docena de forasteros con el folleto explicativo que les acaban de dar en el museo. Pocos años ha cumplido desde el día de su inauguración el Museo de Arte Religioso de la villa de Atienza. La obra magnífica de don Agustín se ha convertido desde hace un lustro en una de las más serias para mantener vivos los indiscutibles valores de la villa, precisamente ahora, cuando cualquier reminiscencia del pasado, ligada más o menos a las ciencias humanas, no encuentran, ni mucho menos, en la moderna sociedad el respaldo que merecen. Atienza en este sentido es toda ella una cantera sin fondo previsible, que merece la pena acondicionar y colocar en sitio bien visible para que el mundo -empezando, naturalmente, por el más próximo- se entere.
San Gil, Santa María del Rey, la Virgen del Val, San Bartolomé, La Trinidad... Atienza, por cualquier ala que se le mire, es toda ella una explosión del arte románico, del buen hacer de la Edad Media. De aquella época, y aun más antiguas, son las murallas primitivas y los sonoros restos de su castillo sobre la roca; y los rincones, y las callejas, y los arcos, que en la cuesta siempre con dirección al cerro, se entretienen en jugar unos con otros al más increíble de los juegos: al juego del silencio, de la soledad y de la noche. Son esas viejas calles atencinas a las que Pérez Galdós, en frase escueta y acertada, trató de irregulares y de que invitan al sonambulismo. Nada más cierto y nada más actual. Atienza, por fortuna, parece vislumbrar en plazo no demasiado lejano un revivir al servicio del hombre de hoy. La villa parece que comienza a despertar, a resurgir de sus cenizas como una nueva ave fénix en las sierras norteñas. el público se está interesando por venir a verla. Suena el nombre de Atienza en el mercadillo turístico donde se exponen a escala nacional aquellas piezas de la vieja España que van más allá de los meros artículos de bisutería.
Ahí, derramada desde hace siglos, al saliente, sobre la falda de un cerro cargado de historia, queda, en un postrero esfuerzo por sobrevivir después de los últimos reveses que le propinó el pasado, la sin par villa de Atienza; una parada en el tiempo que intenta a toda costa asegurar su pasaje en el vuelo charter de la modernidad. Una reliquia de aquella España de leyenda, para soñar y para ser soñada.
Estimado amigo; sin lugar a dudas Guadalajara una de las provincias más desconocidas de nuestro país, y a su vez una de las más bellas, ciudades como Atienza así lo atestiguan.
ResponderEliminarFelicidades por esta gran labor de difusión de los bellos pueblos de España y de nuestra provincia guadalajareña.
Un saludo