Recuerdo cómo hace bastantes años, siendo todavía un adolescente, tuve ocasión de conocer por primera vez la vieja villa de Alarcón en la provincia de Cuenca, por entonces más vieja que nunca. Casi todos sus monumentos se sostenían en pie con la ruina como amenaza, y su futuro se vislumbraba oscurecido a corto plazo. Fue por entonces cuando César González Ruano, tan conocedor y tan amigo de estas tierras, publicó un artículo conmovedor en defensa de esta estrella del Renacimiento llamada a desaparecer, si antes no se le ponía remedio. “Nueva York arruinado -argumentaba en su artículo- podría reconstruirse; Alarcón, por ejemplo, en ruinas, es una pérdida definitiva que ningún presupuesto humano puede levantar.”
El artículo del recordado periodista, pudo tener su importancia en aquel momento crítico para el futuro del pueblo; pues muy pronto se comenzó a restaurar su castillo con un fin muy concreto: convertirlo en Parador Nacional de Turismo. Y una vez comenzada la cadena, con uno u otro propósito se fueron arreglando iglesias, pavimentando calles, y aportando un importante soplo de vida nueva al pueblo de labradores, que cambió de aspecto y de porvenir en un espacio de tiempo relativamente corto; hoy, aquel pueblo de la Manchuela conquense ha visto centrado su futuro en el turismo de manera exclusiva, con el apoyo de los muchos residuos de su pasado y por la belleza natural de su entorno, ambos con un interés excepcional.
A pesar de todo, y aunque la sangre arterial que trajo nueva vida libró al pueblo de una ruina más o menos previsible, con esta villa de Alarcón , como con tantas más de la dormilona geografía castellana, hemos sido injustos. Poco a poco, comenzando por los propios conquenses y por los habitantes de las provincias vecinas, la gente va tomando la costumbre de acercarse por allí en grupos reducidos, pero continuos. De tarde en tarde, los lugareños ven cómo un autobús, ocupado por estudiantes o por turistas, se estaciona a la sombra de cualquiera de sus torres o junto a los viejos muros de alguna de sus iglesias.
Uno de los más sonoros conjuntos monumentales que los castellanos tenemos a nuestro alcance, y por extraña paradoja uno de los lugares menos conocidos de las tierras de Cuenca, es por derecho y merecimiento la enriscada villa de Alarcón, el de las “Siete Torres”, el que después de su posterior adecentamiento por el que se sustrajo de la ruina hace medio siglo, se ha convertido en un soberbio escaparate cultural y paisajístico, en donde sobresalen, galanas y severas, victoriosas sobre las lluvias y los vientos de varios siglos, las almenas de sus torreones, las espadañas de sus iglesias rizando el azul turquí en los serenos atardeceres del cielo de la última Mancha, mientras que el Júcar, el río de las aguas verdes que baja desde la sierra, lo abraza en apasionada contorsión, como un engarce magnífico en torno a una piedra preciosa de proporciones extraordinarias, que la Naturaleza tuvo a bien sacar a la claridad del día en la tarde de la creación del mundo, y que la Historia se encargó de ir puliendo en una labor callada, perseverante, estupenda.
Hubo de ser fundada esta villa por los árabes con el nombre de Al-Arkon (atalaya), lo que deja sin valor aquella otra antigua teoría que aseguraba haber sido un hijo de Alarico, el rey visigodo, quien la mandó levantar en honor de su padre, y que su denominación primera fue la de Alaricón, del cual derivaría el nombre que ahora tiene.
Pocas ciudades viejas, y pocas villas con su pasado envuelto en la leyenda, merecen tanta atención y tanto respeto como esta que ahora nos ocupa. Sobre el tremendo roquedal que trenza el Júcar en su cauce medio, se ofrece al viajero en lo más alto la antigua fortaleza del marqués de Villena, el castillo que consiguió reconquistar para el rey Alfonso VIII el bravo caballero don Fernán Martínez de Zeballos, escalando -dicen- la torre del homenaje, valiéndose de dos puñales que iba introduciendo para avanzar entre las juntas de la piedra. La fortaleza, que si antes sirvió de parapeto y de punto de mira cuando las luchas entre cristianos y moros, hoy es un remanso de calma y de sosiego, convertida en lujos parador sobre el arco natural de las aguas del río donde todo es hermoso.
Alarcón se estira como a caballo sobre la loma a la vera del Júcar, desde la Plaza del Infante don Juan Manuel, que es la plaza del pueblo, hasta los muros del castillo. Aquí y allá, siguiendo las aceras de las calles, aparecen los lujosos blasones de familias alistadas en la nómina de la alta nobleza castellana, torres y pequeñas fortificaciones estratégicas que fueron algo y hoy se yerguen, piedra sobre piedra, para hacer más singular el paisaje.
Cualquiera de las cinco iglesias que tuvo Alarcón: Santa María del Campo, San Juan Bautista, la Trinidad, Santo Domingo de Silos, y Santiago, regalan al recién llegado con algún detalle especial que las distingue, con algún motivo de asombro que siempre será razón para detenerse al menos delante de sus fachadas. En la de Santo Domingo se conserva una bella portada tardorrománica y una torre de finales del XVI. La iglesia de San Juan Bautista, que ocupa todo un lateral de la plaza del Infante don Juan Manuel, está restaurada con meticulosidad y tiene por asiento el mismo solar que en tiempo anterior a ella ocupó otra románica de la que nada queda; en su interior se consumó hace algunos años un proyecto en apariencia increíble: la pintura mural de mil metros cuadros de superficie (incluidos todos los muros laterales y la techumbre) obra del joven pintor conquense Jesús C. Mateo, según las tendencias pictóricas de finales del siglo XX, y que sin duda es uno más de los alicientes con los que cuenta cualquier turista para visitar la villa. La iglesia de la Trinidad ofrece a quienes a ella se acercan el impacto primero de su portada plateresca, en donde aparecen, bastante desgastados por cierto, los escudos del obispo Ramírez de Villaescusa y del marqués de Villena. Y luego la de Santa María del Campo, la parroquial, la más interesante de todas por el momento, la de la portada de piedra en filigrana bajo arco de Esteban Jamete, y el retablo manierista que luce en su interior, obra del mismo artista, vecino de la ciudad del Júcar en el siglo XVI, cuyo recuerdo queda patente en Garcimuñoz, en la catedral de Cuenca con su famoso “arco”, y en esta noble villa de las riberas del Júcar.
Han sido el turismo y el renaciente interés por el arte los que hicieron el milagro imposible de resucitar Alarcón y ponerlo en marcha para otra nueva andadura, remoto espejismo de aquel de la posguerra que pude conocer cuando todavía era un niño, y que en 1944 describía el académico don Luis Martínez Kleiser, en crónicas cuyas ajustadas palabras parecían desmoronarse como las piedras de Alarcón, como la vieja sillería de sus siete torres.
No cuenta esta villa como una más de las históricas por conocer en los planes de viaje para las gentes de nuestra provincia, y que son varias; pero es otra perlita -lo puedo asegurar- de las muchas que adornan la región en la que vivimos y que, por tanto, también son nuestras. La invitación a nuestros lectores para conocer Alarcón queda hecha. Sólo es cuestión de un poco de ánimo, de fijar una fecha, y de emprender el viaje. Así de sencillo.
El artículo del recordado periodista, pudo tener su importancia en aquel momento crítico para el futuro del pueblo; pues muy pronto se comenzó a restaurar su castillo con un fin muy concreto: convertirlo en Parador Nacional de Turismo. Y una vez comenzada la cadena, con uno u otro propósito se fueron arreglando iglesias, pavimentando calles, y aportando un importante soplo de vida nueva al pueblo de labradores, que cambió de aspecto y de porvenir en un espacio de tiempo relativamente corto; hoy, aquel pueblo de la Manchuela conquense ha visto centrado su futuro en el turismo de manera exclusiva, con el apoyo de los muchos residuos de su pasado y por la belleza natural de su entorno, ambos con un interés excepcional.
A pesar de todo, y aunque la sangre arterial que trajo nueva vida libró al pueblo de una ruina más o menos previsible, con esta villa de Alarcón , como con tantas más de la dormilona geografía castellana, hemos sido injustos. Poco a poco, comenzando por los propios conquenses y por los habitantes de las provincias vecinas, la gente va tomando la costumbre de acercarse por allí en grupos reducidos, pero continuos. De tarde en tarde, los lugareños ven cómo un autobús, ocupado por estudiantes o por turistas, se estaciona a la sombra de cualquiera de sus torres o junto a los viejos muros de alguna de sus iglesias.
Uno de los más sonoros conjuntos monumentales que los castellanos tenemos a nuestro alcance, y por extraña paradoja uno de los lugares menos conocidos de las tierras de Cuenca, es por derecho y merecimiento la enriscada villa de Alarcón, el de las “Siete Torres”, el que después de su posterior adecentamiento por el que se sustrajo de la ruina hace medio siglo, se ha convertido en un soberbio escaparate cultural y paisajístico, en donde sobresalen, galanas y severas, victoriosas sobre las lluvias y los vientos de varios siglos, las almenas de sus torreones, las espadañas de sus iglesias rizando el azul turquí en los serenos atardeceres del cielo de la última Mancha, mientras que el Júcar, el río de las aguas verdes que baja desde la sierra, lo abraza en apasionada contorsión, como un engarce magnífico en torno a una piedra preciosa de proporciones extraordinarias, que la Naturaleza tuvo a bien sacar a la claridad del día en la tarde de la creación del mundo, y que la Historia se encargó de ir puliendo en una labor callada, perseverante, estupenda.
Hubo de ser fundada esta villa por los árabes con el nombre de Al-Arkon (atalaya), lo que deja sin valor aquella otra antigua teoría que aseguraba haber sido un hijo de Alarico, el rey visigodo, quien la mandó levantar en honor de su padre, y que su denominación primera fue la de Alaricón, del cual derivaría el nombre que ahora tiene.
Pocas ciudades viejas, y pocas villas con su pasado envuelto en la leyenda, merecen tanta atención y tanto respeto como esta que ahora nos ocupa. Sobre el tremendo roquedal que trenza el Júcar en su cauce medio, se ofrece al viajero en lo más alto la antigua fortaleza del marqués de Villena, el castillo que consiguió reconquistar para el rey Alfonso VIII el bravo caballero don Fernán Martínez de Zeballos, escalando -dicen- la torre del homenaje, valiéndose de dos puñales que iba introduciendo para avanzar entre las juntas de la piedra. La fortaleza, que si antes sirvió de parapeto y de punto de mira cuando las luchas entre cristianos y moros, hoy es un remanso de calma y de sosiego, convertida en lujos parador sobre el arco natural de las aguas del río donde todo es hermoso.
Alarcón se estira como a caballo sobre la loma a la vera del Júcar, desde la Plaza del Infante don Juan Manuel, que es la plaza del pueblo, hasta los muros del castillo. Aquí y allá, siguiendo las aceras de las calles, aparecen los lujosos blasones de familias alistadas en la nómina de la alta nobleza castellana, torres y pequeñas fortificaciones estratégicas que fueron algo y hoy se yerguen, piedra sobre piedra, para hacer más singular el paisaje.
Cualquiera de las cinco iglesias que tuvo Alarcón: Santa María del Campo, San Juan Bautista, la Trinidad, Santo Domingo de Silos, y Santiago, regalan al recién llegado con algún detalle especial que las distingue, con algún motivo de asombro que siempre será razón para detenerse al menos delante de sus fachadas. En la de Santo Domingo se conserva una bella portada tardorrománica y una torre de finales del XVI. La iglesia de San Juan Bautista, que ocupa todo un lateral de la plaza del Infante don Juan Manuel, está restaurada con meticulosidad y tiene por asiento el mismo solar que en tiempo anterior a ella ocupó otra románica de la que nada queda; en su interior se consumó hace algunos años un proyecto en apariencia increíble: la pintura mural de mil metros cuadros de superficie (incluidos todos los muros laterales y la techumbre) obra del joven pintor conquense Jesús C. Mateo, según las tendencias pictóricas de finales del siglo XX, y que sin duda es uno más de los alicientes con los que cuenta cualquier turista para visitar la villa. La iglesia de la Trinidad ofrece a quienes a ella se acercan el impacto primero de su portada plateresca, en donde aparecen, bastante desgastados por cierto, los escudos del obispo Ramírez de Villaescusa y del marqués de Villena. Y luego la de Santa María del Campo, la parroquial, la más interesante de todas por el momento, la de la portada de piedra en filigrana bajo arco de Esteban Jamete, y el retablo manierista que luce en su interior, obra del mismo artista, vecino de la ciudad del Júcar en el siglo XVI, cuyo recuerdo queda patente en Garcimuñoz, en la catedral de Cuenca con su famoso “arco”, y en esta noble villa de las riberas del Júcar.
Han sido el turismo y el renaciente interés por el arte los que hicieron el milagro imposible de resucitar Alarcón y ponerlo en marcha para otra nueva andadura, remoto espejismo de aquel de la posguerra que pude conocer cuando todavía era un niño, y que en 1944 describía el académico don Luis Martínez Kleiser, en crónicas cuyas ajustadas palabras parecían desmoronarse como las piedras de Alarcón, como la vieja sillería de sus siete torres.
No cuenta esta villa como una más de las históricas por conocer en los planes de viaje para las gentes de nuestra provincia, y que son varias; pero es otra perlita -lo puedo asegurar- de las muchas que adornan la región en la que vivimos y que, por tanto, también son nuestras. La invitación a nuestros lectores para conocer Alarcón queda hecha. Sólo es cuestión de un poco de ánimo, de fijar una fecha, y de emprender el viaje. Así de sencillo.
Hola, Jose
ResponderEliminarYo también estuve en Alarcón e hice la visita guiada. La verdad es que me quedé impresionada por toda la villa y como tú dices, el gran desconocimiento que se tiene de Alarcón, pues en otro tiempo, fue muy importante. En el recorrido que hice, que dura unas 2 horas, se visitan 3 de las 4 iglesias que quedan en pie. Santa Trinidad, con esa torre impresionante respetando la calle con un arco y su portada plateresca. Santa Maria, con ese excelente trabajo del renacimiento y del plateresco, su coro, su pila bautismal, sus columnas rematadas en palmera para alcanzar la bóveda. San Juan, qué decir de San Juan Bautista, que hoy alberga una de las pocas obras protegidas y patrocinadas por la UNESCO, como Bien de Interés Artístico Mundial, gracias a la obra de Jesús Mateo. Además, en el recorrido, también visitamos el Castillo de Alarcón, su patio interior, su paseo de ronda, desde donde se puede interpretar toda la fortaleza y las hoces que prácticamente rodean Alarcón. Comparto tu gusto y además te invito a volver y conocer el entorno natural, su sendero de pequeño recorrido y la Ruta de la Fortaleza, que también es posible hacerla guiada. Yo me sumo contigo a invitar a todo el mundo que no conozca Alarcón a descubrir toda su riqueza patrimonial, cultural, artística y natural que ofrece esta villa y para que así sea, os dejo un enlace donde encontrarás información completa y detallada: www.descubrealarcon.es
Muchas gracias por tu artículo, de verdad que me ha gustado mucho leerlo.
Tienestoda la razón del mundo. Gracias por tu comentario. Saludos.
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