Como una consecuencia del turismo por aquellas sierras, el pueblo de Manzanares el Real en tierras de Madrid, antes Real de Manzanares, es hoy muy diferente al que pintan las estadísticas y los tratados de geografía humana anteriores a la década de los años sesenta: «un pueblecito pobre a la sombra de un castillo suntuoso, que nos devuelve a la memoria el ilustre nombre medieval de los Mendoza». Como una consecuencia del turismo, habrá que repetir, el pueblo de Manzanares, a la vera del río del que tomó nombre, se ha convertido -más aún durante las jornadas calurosas del verano que obligan al público a huir de la ciudad- en un hervidero de gentes que suben hasta las peñas graníticas del alto cauce para gozar por muy poco dinero del regalo natural de aquellos contornos, gentes de humilde condición muchas de ellas, a las que su economía apenas les permite desplazarse unos cuantos kilómetros de la capital para regresar a casa cuando pinta la anochecida. Yo he visto, en una de esas tardes soleadas del mes de agosto, a los bañistas ocupar las sendas de tierra que se abren como serpentinas entre los berruecos; esconderse a la sombra de los árboles que hay a la orilla del alto Manzanares; librase del sol de las seis zambullidos en las aguas claras del río; hacer una escapada de cuando en cuando hasta los chiringuitos en sombra a tomar un refresco revitalizador con la espalda pelada por el sol. Arriba, los peñascos abruptos, desgastados por la erosión -todo el cerro son peñas-, de la Pedriza, el regalo providencial y único de aquellos alrededores, con los altos del Yelmo y del Mirador dibujando la cumbre; una montaña de granito albo que pone ante los ojos del viajero uno de los paisajes más originales y bravíos que haya podido dar al suelo de España la madre Naturaleza, tan dispar y variopinta en tierras de Castilla.
Son muy antiguos en su origen todos estos pueblos del antiguo condado. Lo dicen los restos arqueológicos encontrados en algunas de sus cuevas (Los Alcores, La Lobera, Peña Rubia). Manzanares, el pueblo, se remonta como lugar habitado con entidad propia a los turbios años de la repoblación, al período medieval del que tanto se ha dicho y del que tan poco se sabe de manera fidedigna y documentada. Parece ser que fueron gentes de distintas procedencias sus primeros pobladores: segovianos, familias enteras de las sierras de Soria, navarros y musulmanes de las riberas del Darro entre otros, los que se instalaron por primera vez bajo aquellos impresionantes roquedales de junto al río de manera permanente. Alfonso X, el rey Sabio de Castilla, incorporó aquellas tierras a la corona; y, tras haber sido objeto de largos pleitos entre segovianos y madrileños, en los que hubo de mediar la realeza, el rey Juan I las donó en 1383 a don Pedro González de Mendoza, aquel que años más tarde le salvaría la vida en Aljubarrota a costa de la suya, y cuyo comportamiento heroico recogió el romance:
El caballo vos han muerto;
sobid, Rey, en mi caballo...
El advenimiento de los Mendoza supuso una consideración de privilegio para esta villa cabecera. En ella se instalaron durante largas temporadas el Almirante de Castilla don Diego Hurtado de Mendoza y su hijo don Iñigo, primera Marqués de Santillana y primer Conde del Real de Manzanares, quienes habitaron en el antiguo castillo, o Castillo Viejo, nombre con el que el pueblo reconoce las ruinas que todavía quedan al otro lado del río, cuyas piedras en buena parte se emplearon más tarde en la construcción del nuevo, del Castillo de Manzanares que ahora vemos, de la augusta fortaleza y palacio que engalana aquellas vertientes del paisaje serrano, y que mandó levantar de nueva planta otro don Diego, el primer duque del Infantado, hijo del autor de las Serranillas, y que se encargaría de concluir su hijo don Iñigo. Como el Palacio del Infantado de Guadalajara y la iglesia convento de San Juan de los Reyes de Toledo, el castillo de Manzanares es obra de Juan Guas, y está labrado igual que aquellos en el llamado "estilo Isabel", una variante con sello mendocino del arte renacentista, del que aquella noble familia fue mecenas e impulsora.
Hasta hoy, y de un modo muy especial durante los últimos años, el castillo de Manzanares ha sido objeto de profundas transformaciones; la última es de hace poco más de veinte años, dirigida por el arquitecto González Valcárcel, que separó con vistas a su posterior utilización el patio interior y algunas de sus torres. En los salones, cuidando escrupulosamente el estilo original del edificio, se desarrollan actos culturales del más variado cariz; dentro de él tienen lugar congresos, y están dotados de los más modernos adelantos de la tecnología, como pudieran ser los equipos de traducción simultanea, por sólo poner un ejemplo. Varios de sus muros aparecen revestidos con artísticos tapices del siglo XVII, que el viajero puede visitar libremente en horarios al efecto, tanto de mañana como de tarde. En la moderna historia del pueblo cuentan como fecha memorable la del 25 de junio de 1981, día en el que dentro de los muros del castillo se dio comienzo al proceso autonómico de la Comunidad de Madrid.
Pero en Manzanares el Real hay muchos más motivos que reclaman una visita. Aparte del paisaje pétreo, incomparable, de La Pedriza, y del señorial castillo de los Mendoza, merecen ser considerados según su valor e interés la iglesia de Nuestra Señora de las Nieves, obra de las primeras décadas del XVI con detalles anteriores, en donde concurren los tres estilos más característicos de la antigüedad clásica posmedieval: una nave románica, gótico el presbiterio, y renacentista el pórtico acolumnado.
El pantano Marqués de Santillana, azulado y limpio como corresponde a las aguas destinadas al consumo humano, ocupa a la entrada del pueblo las tierras llanas que en otro tiempo pudieron ser huerta o pastizal. En torno al castillo y a la iglesia de Las Nieves puede verse, creo que tan sólo una muestra, del Manzanares de hace más de medio siglo, del pueblo de pastores y gentes del campo que lo habitaron tras la desaparición definitiva del influjo mendocino, hasta le impulso turístico de los últimos treinta años. Al recorrer las calles del nuevo Manzanares, uno se encuentra con nombres acordes con su interés cultural; calles dedicadas a pintores famosos: Calle Goya, Velázquez, Zurbarán, El Greco, Fortuny; a investigadores y hombres de ciencia: Calle Ramón y Cajal, Juan de la cierva, Severo Ochoa, Leonardo da Vinci; de fauna familiar por aquellas sierras: Calle del Aguila, del Ruiseñor, de la Golondrina, Avenida del Gato...; una muestra, al fin, de esta ciudadela amarrada con fuerza a la raíz de Castilla, y que ha sabido girar -circunstancia obliga- en ángulo abierto según vinieron soplando por aquellos lugares los vientos de la modernidad.
"Nueva Alcarria", 28 de noviembre de 1997
(En la imagen, vista lateral del castillo de Manzanares)
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