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domingo, 21 de marzo de 2010

VIAJE A LAS RUINAS DE TERMANCIA


Nuestra tierra parece estar sembrada de hitos a todo su largo y ancho donde la Historia parece volver a vivir. Con sólo moverse en cualquier dirección, el caminante se encuentra a cada paso con huellas del pasado, como corresponde a una tierra habitada por el hombre desde la más remota antigüedad. La piedra, a falta de otro tipo de documentos, es al cabo de los siglos el libro abierto de nuestro propio pasado.
Las tierras de Castilla guardan gran parte de su historia más remota escondida bajo una capa de tierra, cuando no pinta­da en los muros de cualquier refugio o en las paredes de una cueva; hilos de los que conviene tirar con cuidado para dar forma al puzle de nuestro origen, al de esta Castilla de nuestros pecados que durante siglos fue el órgano vital -por no decir el corazón- de toda la Historia de España.
Los días de verano tienen, entre otras más, la virtud de dar tiempo para todo. Era casi la media tarde cuando desde la villa de Atienza, pasando por Miedes, salimos hacia las ruinas de la vieja Termancia. En un espacio de terreno insignificante se da por aquellas latitudes la conjunción de tres provincias castella­nas de profunda raíz: Segovia, Guadalajara y Soria. La ciudad romana de Termancia queda en tierras de Soria, ocupando el altiplano y las laderas suaves de un campo variadísimo donde juega papeles de protagonismo la piedra arenisca de un fuerte color rojizo. De hecho, en la parte romana de la antigua Termes, la piedra de arena lo fue casi todo, como todavía puede verse.

Retortillo es un pueblo interesantísimo que nos sale al paso apenas entrar en la provincia de Soria. El soplo de su pasada grandeza se deja adivinar en los fragmentos de muralla, en los arcos que dicen de San Pedro y de Sollera, en sus viviendas blasonadas que concurren en la Plaza Mayor que en otro tiempo fue mercado. Sorprende al viajar la estampa anti­gua, el soplo de castellanía que al cabo de los siglos sacude sobre las aristas de la piedra labrada en estos pueblos que, bajo el impío sol de las cinco, nos recuerda las andanzas de Rodrigo el de Vivar, primero de los personajes célebres que por aquí pasaron.
Tarancueña y Montejo de Tiermes son otros de los pueblos que asientan por allí, entre parameras sorianas ocupando los altos, y tierras frías de labor en los vallejuelos y veguillas que los modernos agricultores cultivan convenientemente. Uno camina con la impresión de haber puesto los pies en la Casti­lla pura -no sé si dura también- de la que nos hablan las viejas crónicas, que tanto dio y que tan poco recibió a cam­bio.
La ciudad de Termes, Tiermes o Termancia, queda poco más adelante. Nos la anuncian una serie de edificios nuevos que hay en sus inmediaciones, como infraestructura de lo que todo aquello algún día llegará a ser: hoteles, restaurantes, casas rurales..., pensando en el turismo que algún día llegará cuando lo que falta en Termancia por descubrir sea un hecho al cabo de los años. En cualquier caso, se ve que están prepara­dos para lo que pueda venir, no así como en nuestras excava­ciones regionales, que las hay abundantes y varias de ellas de mayor importancia (Segóbriga, Valeria, Ercávica, Recópolis), donde, por el momento, no hay turista en exceso que vayan a visitarlas, y los pocos que van se encuentran sin una hospede­ría suficiente -por lo menos de la categoría de éstas que hemos visto en las afueras de Tiermes- en varios kilómetros a la redonda.

Merece la pena una vista a las ruinas de una de las ciudades más antiguas de las que se tiene noticia. Su historia sigue paralela de algún modo a la historia de Numancia, aque­lla más conocida en la historia por el comportamiento heroico o suicida de sus habitantes, los arévacos, que anduvieron por allá y por acá creando serios problemas a los conquistadores romanos, que los consiguieron dominar al fin, pero dejándose a una buena parte de sus soldados y generales en el empeño. Tiermes, concretamente, no fue sometida por los romanos hasta el año 98 antes de Cristo, tiempo en el que el cónsul Tito Didio, obligó a bajar a sus pobladores desde la ciudad al llano. Los restos arqueológicos más antiguos, hasta el momen­to, hallados en su campo pertenecen a la época celtíbera, siglo VI a.C., si bien se da por supuesto que el origen de Termancia como lugar habitado es mucho más antiguo.
Períodos celtíbero, romano y medieval, se distinguen perfectamente al otear por aquellos campos. Los hallazgos más antiguos consisten en enterramientos, en tumbas con restos de ajuar funerario rodeado a veces de piedras haciendo círculo.
De la época romana es mucho lo que ya se puede ver. La condición especial de la piedra arenisca, como ya se ha dicho, permitió a los invasores construir a su gusto una ciudad con todo lujo de comodidades. Los canales por los que discurría desde los aljibes el agua hasta los baños aparecen, digamos, tal cual como el primer día: acueducto, castellum aquae, foro imperial y muralla, han salido a la superficie después de las todavía recientes excavaciones, como servicios de carácter público; como restos de edificio privado han salido a la luz los restos de la que llaman Casa del Acueducto, primera man­sión de Tiermes cuyas ruinas han sido sacadas a la superficie en toda su extensión, hasta 1.800 metros cuadrados de superfi­cie.
Desaparecida la ocupación romana (ateniéndose siempre a lo que allí se ve), uno saca en conclusión que los herederos de aquellos arévacos expulsados de allí por razón de la fuer­za, volvieron a ocupar el alto y a edificar según las nuevas mane­ras. Es la época medieval de la ciudad de Tiermes. Como botón de muestra más importante, allí está la iglesia románi­ca, restaurada, pero en pleno uso, con la que uno se encuentra apenas llegar. Se venera en su interior la imagen de la Virgen de Tiermes, con fiesta mayor y romería el tercer domingo del mes de mayo, a la que acuden por tradición gentes de las tres provincias: de tierras de Ayllón, de la sierra de Atienza, y de la propia comarca soriana más o menos próxima a la villa de Tiermes. A destacar, las seis arcadas del atrio, donde se luce un estupendo juego de capiteles, por lo general bien conserva­dos, con motivos en relieve la mar de diversos: vegetales, entrelazados, escenas religiosas, justas, o cacería de jabalí con perros, que nos recuerdan el friso de la iglesia de Campi­sábalos, coetánea y relativamente próxima.
Sirva como conclusión, el siguiente detalle humano, muy al margen de lo dicho hasta ahora. Un hombre de Retortillo, uno de esos amables ancianos que pasan las horas muertas sentados a la sombra de una pared junto a las eras en las tardes de verano, fue por un instante mi interlocutor:
- ¿Es usted de tierra de Guadalajara? -pregunta.
- Sí señor; de por allí vengo -respondo.
- Antiguamente venía a cazar por estos pueblos el conde de Romanones. Sería yo un chavalote por entonces.
- ¿Lo llegó usted a conocer?
- No, yo creo que no lo conocí. La cosa es que el cura que había en uno de estos pueblos cazaba mucho más que él. Aquello ponía enfermo a Romanones. Como quería quitárselo de encima, influyó para que nombraran al cura canónigo de Sigüen­za y se fuera del pueblo.
- Seguro que lo consiguió.
- Sí; pero los demás canónigos no lo quisieron admitir, y se volvió otra vez de cura al pueblo. Cuando vino Romanones y lo encon­tró en el mismo sitio, dijo: ¡Ah, sí!, ¿conque no lo quie­ren de canónigo? Pues lo nombraremos obispo.
- ¿Y lo hicieron obispo?
- Eso es lo que se dijo por aquí.
Anécdotas aparte, con este trabajo queda hecha la invita­ción a nuestros lectores para que, aprovechando la bonanza del tiempo que n os espera, se acerquen a contemplar in situ aquel poso castellano de nuestra historia más remota.

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