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jueves, 25 de marzo de 2010

UCLÉS, CAPUT ÓRDINIS


No hace todavía demasiado tiempo que anduve por Uclés. Al atravesar las tierras de Cuenca por aquellos rápidos llanos de la autovía, la silueta estilizada del elegante monasterio invita a acercarse hasta sus muros. No sabría decir si la última en que lo hice, fue la tercera o la cuarta vez que he subido al leve altiplano que sirve de peana a tan severo edifi­cio. En esta ocasión no he necesita­do guía. Uclés se hizo para ser visto, pero más todavía para sentirlo una vez que se conocen medianamente las principales vicisitudes del monaste­rio y de su entorno a lo largo de la Historia. Piedra callada a las puestas del sol, en unas horas en las que el arte acre­cienta su dulzura, en un instante en el que el pasado vuelve a la vida con toda su balumba de impresiones, de nostalgias, de recuerdos.
El elegante cenobio de a orillas del arroyo Bedija, aquel que alzado sobre un leve roquedal sirvió de cárcel a Quevedo y de sala de espera hacia la eternidad al más profundo de nues­tros poetas del Renacimiento, Jorge Manrique, es uno de esos paraísos en los que el tiempo se detuvo y se durmió la Histo­ria. Uclés, cabecera de la Orden de Santiago y sede de sus comendadores y maestres durante décadas y siglos, se tuesta bajo el clemente sol de la primera Mancha a una hora escasa de automóvil desde el corazón de Madrid.
No es el de Uclés, por mucho que los conquenses nos empeñemos en catalogarlo para nuestro uso como "El Escorial de la Mancha", uno de esos monasterios castellanos de raigambre, por lo menos como pieza destacada dentro del catálogo de los monumentos españoles en el mundo de la popularidad. Y no será ello porque le reste interés la calma de los campos de trigal que envuelven su paisaje; ni porque su pasado carezca de raíz asida con fuerza en el meollo de los grandes acontecimien­tos de la Historia de España; ni porque al monumento como tal, le falten motivos para agradar por sí mismo, o por el mérito de tantos enseres y ornamentos de singular factura que acoge en sus patios, en sus celdas, en sus salones... El monasterio de Uclés, amigo lector, lo tiene todo, hasta el amoratado color de sus piedras al caer de la tarde como enseña y memorial de un pasado sangran­te, luctuoso, violento, que malamente consi­guen disimular las bellas formas arquitectónicas del XVI y de siglos posterio­res, que hacen de él una de las más sonoras maravillas de esta región.
En el siglo XVI se comenzó a construir el monasterio sobre las ruinas de una vieja fortaleza medieval que en tiempo pasado fuera testigo de batallas memorables, como aquella que se dio durante el invierno del año 1108 en la que perdió la vida el joven infante don Sancho, hijo predilecto del rey Alfonso VI y de la princesa Zaida, en la que murieron además siete condes castellanos, y que los moros triunfadores dieron en llamar por esa misma razón de los "Siete Puercos", nombre que los comendado­res santiaguistas tornaron por el de la "Batalla de los Siete Condes", con el que habría de atravesar los umbrales de la Historia.
Las formas recargadas que adornan con suntuosidad las portada principal del monasterio son una imagen antológica de lo que fue capaz de alcanzar el arte barroco por tierras de Castilla. En el patio interior, obra del siglo XVII, todo se ajusta en torno a su soberbio brocal de un pozo principesco con el escudo real como enseña. Treinta y seis son los arcos que cierran el patio interior, y otros tantos los ventanales que lo engalanan por encima de los arcos, uno por cada maestre de la Orden que pasaron por allí y de los que se tiene memo­ria.
Hay quien dice que lo más valioso, o por lo menos lo más original que guarda en su interior el edificio, es la escalera regia, que sube desde la primera planta hasta el claustro alto en donde se alinean las aulas del Seminario y algunas depen­den­cias administrativas del mismo. La escalera es todo un aconteci­miento que bien merece ocupar un sitio de honor en los anales de la arquitectura clásica, destacando los arcos late­rales y la bifurcación tan peculiar que presenta a partir del segundo tramo.
El refectorio lo emplean de comedor los seminaristas durante el curso. Se cubre con uno de los más bellos artesona­dos del siglo XVI que se conocen en España. Entornando el sublime juego de arabescos, aparecen a modo de cenefa lateral una serie de medallones con magníficos relieves en madera noble; son en total treinta y seis, y en ellos se adivinan los bustos de otros tantos maestres y priores santiaguistas entre los que se cuentan el Emperador Carlos I y el Condestable de Castilla don Alvaro de Luna, aquel que en vida se burló de la muerte, aparece aquí solo en su osamenta revestido con manto y corona propia de su condición.
La iglesia -ignoro si acabada de restaurar- es la pieza más noble de todo el monasterio. Es obra de un conquense algo dejado al olvido, Francisco de Mora, discípulo predilecto de Herrera y hombre de confianza de su maestro durante las obras de El Escorial. Mide la iglesia, así consta, doscientos vein­tinueve pies de larga por cuarenta y dos de ancha. La cúpula que se alza sobre la vertical del crucero es obra magnífica de Antonio de Segura, de la que sale al exterior un orondo chapi­tel con vistoso bolón de cobre. Por debajo de las capillas laterales se da por seguro que yacen enterrados los restos del maestre don Rodrigo de Manrique, y los de su hijo Jorge, el autor de las Coplas, sin que se sepa el sitio exacto donde reposan sus huesos, lo que rodea su delicada personalidad de un mayor misterio. En una celda próxima al panteón de persona­lidades, ya casi en la sórdida cripta de los enterramientos de priores, obispos y otras dignidades de la Orden, estuvo preso durante medio año el más inspirado y ocurrente de los escrito­res barrocos de nuestra Literatura, don Francisco de Quevedo y Villegas, quien dio allí durante larga temporada con su carne mortal por haber dirigido, al parecer de una manera impía y desconsiderada, los dardos de su ingenio contra don Francisco de Acevedo, a la sazón arzobispo de Burgos. Esto ocurrió en la primera mitad del año 1621.

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