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sábado, 9 de enero de 2010

VIAJE POR LA ALCARRIA DE ERNEST HEMINGWAY


Han transcurrido muchos años, casi sesenta, desde que suce­die­ron los hechos que en este trabajo estamos dispues­tos a traer a la memoria; no con intención crítica y, desde luego, eludiendo cualquier tipo de impresión peronal que se salga de lo mera y puramente literario, o si se quiere documental, por lo que supone el que haya sido uno de los más célebres escrito­res de nuestro siglo, Premio Nobel de Literatu­ra en 1954, quien se ocupó, no sin riesgo, de patear a pie los campos de batalla para enviar en el momento oportuno la correspondiente crónica a su periódico newyorquino, The New Republic, que lo sacaría a la luz en la edición del día 5 de mayo de 1937, es decir, casi dos meses después de haber ocurrido los hechos que en ella se cuentan.

Hemingway mantuvo en pie la atención de sus compatriotas durante una larga temporada, dándoles cumplida noticia del acontecer bélico de las tierras de España que, según todo parecía en prin­ci­pio, habría de durar mucho menos de lo que en realidad duró, precisamente por el rumbo que tomaron los acontecimientos guerre­ros aquí, en nues­tro suelo, a cuatro pasos de donde hoy de manera calmosa y pacífica intentamos convivir en orden y en mutuo enten­di­miento, aun dentro de las más diversas ideologías, fruto de la libertad encauzada que los españoles de final de siglo nos hemos impues­to para nuestro uso como traje a la medida.
La Batalla de Guadalajara, que tuvo como campo una buena porción de las tierras de la Alcarria, se libró durante los días del 8 al 14 de marzo de 1937, y según el párrafo que transcribo de la crónica de guerra de Hemingway, ha debido subir al podio -ignoro en qué posición respecto a otras- de los más sonoros enfrentamientos bélicos registrados en la Historia del Mundo. Escribe el honorable cronista:
«El autor de estos despachos ha pasado cuatro días estudian­do la batalla de Brihuega, recorriendo el terreno con los jefes que la dirigieron, con los oficiales combatientes que tomaron parte en ella, verificando las posiciones, siguiendo las huellas de los blindados, y afirma sin reservas que Brihue­ga tendrá un lugar entre las batallas decisivas de la historia militar del mundo».
Hemingway llegó a España el 16 de marzo de 1937. Vino con la intención de contar al mundo el final de la Guerra Civil que por aquellos días se vislum­braba. Salió hacia Madrid en automóvil pasando por Valencia a primeras horas del 22 de marzo. Hacía varias fechas que habían tenido lugar los tremen­dos sucesos ocurri­dos en el campo de Brihuega, pero todavía llegó a tiempo de contemplar con ojos de asombro escenas como las que él mismo refirió para los lectores de su periódico: «se apilan ametralla­do­ras abandonadas, cañones antiaéreos, morteros ligeros, granadas y cajas de munición para ame­tralladoras, y camiones empantanados, tanques ligeros y tractores se acumula­ban al costado de la carre­tera bordeada de árboles. En el campo de batalla situado en las alturas que dominan Brihuega, estaban diseminadas cartas y pape­les, mochilas, palas de cavar trinche­ras y, por doquier, los muertos».La redacción definitiva de los apuntes tomados a vuelapluma en el propio escenario de los acontecimientos, se haría días más tarde en la habitación de su hotel en Madrid, oyendo desde más lejos o desde más cerca los estallidos des­tructores de la avia­ción que por aquellas fechas actuaba en la capital de España. En otro párrafo distinto a los anteriores, el cronista escribe: «Los bosques de encinas situados al nor­deste del palacio de Ibarra, muy cerca de un brusco recodo de la carretera de Brihuega y Utande, toda­vía están llenos de muertos italianos que no han sido recogidos por los sepulture­ros; las huellas de los carros de asalto llevan al lugar en que murieron, no cobardemente, sino defendiendo posiciones hábil­mente preparadas para ametralladoris­tas y fusileros, en las que fueron descu­biertos por los carros de asalto y donde aún ya­cen»,Escribo estas líneas en el día justo en que se cum­plen los cincuenta y siete años del final de aquella batalla cruel, peno­sa, intolerable; fruto como en todas las batallas de todas las guerras de la ambición de unos pocos que descono­cen el valor de una vida distinta a la suya, del odio hasta el extremo de unos cuantos más, y del egoísmo diabólico de quienes tienen al alcance de sus manos el botón de poner las guerras en funcionamiento o la potestad de evitarlas. En aquella oca­sión no se evitó la tragedia.
Pero terminemos. Que la lección permanente del libro de la historia nos sirva para algo, nos sirva para mucho. Precisamente en el día de hoy, pero del año 1937, a cuatro o cinco leguas del cómodo escritorio en donde me hallo en este instante tan a gusto, teniendo como fondo la música gratifican­te de una sonata de Mozart, sucedían cosas tan terribles como éstas que apuntó al final de su crónica de guerra por los caminos de la Alcarria Ernest Hemingway: «Fue una batalla de siete días, duramente disputada, con la lluvia y la nieve inutilizando la mayor parte del tiempo los transportes motori­zados. El último día, durante el ataque final que rompe el frente de las tropas italianas y las pone en fuga, las condi­ciones atmosféricas apenas permiten a los aviones levantar vuelo; y ciento veinte aparatos, sesenta blinda­dos y alrededor de diez mil soldados gubernamentales derrotan a tres divisiones italianas de cinco mil hombres cada una. Es esta coordinación entre aviones, blindados e infantería lo que lleva hoy a la guerra a una nueva fase. Es posible que esto no les guste, y quizás quieran ver en ello propaganda, pero yo he visto el campo de batalla, los prisioneros y los muertos».No era la intención de quien esto escribe sacar a la luz recuerdos amargos, esa es la verdad; pero el momento ha sido oportuno, y siempre -aunque lo aquí dicho sea parte de una histo­ria ya no tan reciente- es tiempo de meditar sobre los propios errores para no caer en las mismas trampas que a menudo tiende la vida sin que nosotros se las pidamos.

Guadalajara, abril 1994

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