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martes, 5 de enero de 2010

DESDE EL MAMBRÚ A LA ERMITA DE LA BIENVENIDA


Cada vez que, como conse­cuencia de tanto viajar, uno va teniendo una idea bastante com­pleta de la tierra que pisa, ocurre que cuanto de ella en­cuentra escrito le ofrece un extraordinario interés. Y así, hurgando en el pasado del pue­blecito serrano hacia el que ahora voy, me encuentro con una serie de datos que desconocía, tales como que tuvo al norte del caserío una fábrica de vi­drio; que sus vecinos solían padecer dolores reumáticos y fiebres inflamatorias; que las ciento cuarenta casas que lo integraban eran bajas y mal distribuidas, y que el empedra­do de la plaza y calles era el natural de su propio suelo. Lo cuenta en su Diccionario Geo­gráfico-Estadísti­co don Pascual Madoz, haciendo referencia al pueblo de Arbeteta en el año 1848. Lo de que la villa, como todos los demás pueblo de su entorno, pertene­cía a la dióce­sis de Cuenca, es asunto más conocido, pues bien sabemos que lo fue hasta mediados de nues­tro siglo, tiempo en el que la distribución territorial de las diócesis españolas se procuró ajustar a la que ya tenían las respectivas provincias desde 1833, de manera que la de Si­güenza entonces fue una de las que más hubo de modificarse.
Voy de camino por los bajos de Arbeteta. La ca­rretera y el arroyo corren parale­los al pie de la peña sobre la que se yergue lo que todavía queda de su antiguo castillo de los Condes de Medinaceli. Me detengo un instante para obte­ner una fotografía del castillo con esta perspectiva. Los cam­pesinos de Arbeteta siguen aún trabajando, con sabiduría y paciencia, en los huerte­ci­llos que hay junto al arroyo, al pie de la enorme roca que sostiene las ruinas de la fortaleza. Arriba, situadas como en línea a lo largo de la loma, las ca­sas del pueblo que comanda la estupenda torre de la iglesia parro­quial de San Nicolás, sobre cuyo chapitel metálico se mece a impulsos del viento la figura del nuevo Mambrú.
Le han dado la vuelta a la villa de Arbeteta durante la última década. El pueblo, cómo­do, limpio, seguro, nada tiene que ver con el que nos reseña Madoz, y muy poco con aquel otro que yo conocí hace una docena de años. Voy con direc­ción a la plaza. Algunos de los ancianos que hay sentados a la sombra en las esquinas, o junto a las portadas de redondos ar­cos, me miran con curiosidad. La de Arbeteta es una plaza hermosa. Todavía se pueden ver en su entorno las viviendas de los poderosos del pueblo cuando los hubo. Una de ellas conserva la galería corredi­za sobre co­lumnas de madera vieja. Frente a mí el moderno y funcional edificio del ayuntamiento, reh­abilitado en 1991; una casona antigua con tejadillo en ángulo sobre el balcón de la primera planta, y la torre barroca de la iglesia. En medio de la pla­za, solitaria, elegante, moder­na y rumorosa, la fuente surti­dor arrojando agua por cinco chorros que suben y bajan.
- Señoras, por favor ¿Me permitirían entrar un par de minutos a ver la iglesia?
- Sí señor, todo el tiempo que quiera. Hemos estado lim­pian­do y ya nos íbamos a casa.
La iglesia en su interior es de nave única, con crucero del que salen como dos capillas más, una a cada lado del pres­biterio. Tras el altar mayor, desnudo y sin retablo, preside la nave central una imagen de San Nicolás de Bari, obispo titular de la parroquia. Es una iglesia confortable, recién pintada. En una capilla ínfima que se abre a uno de los late­rales de la nave, hay una ima­gen de La Dolorosa.
Sobre la torre de la igle­sia se alza el nuevo Mambrú, interesante trabajo en metal del artesano de Alcolea, Antonio García Perdices. El anterior Mambrú, el que conocí hace años, aquel que dicen las leyendas tuvo amores con la Giralda de Escamilla, lo des­truyó un rayo. Escrito sobre una placa, a la puerta de la iglesia, se puede leer en rela­ción con la nueva veleta: "El Mambrú fue reimplantado por la Excma. Diputación Provincial siendo su presidente el Excmo. Sr. don Francisco Tomey, y al­calde don Agapito Martínez. 1-10-1988". Cando me voy dejo tras de mí una de las pla­zas más meritorias de la pro­vincia, por su lumino­sidad, por los edificios que la rodean, y por el gusto con el que los vecinos procuran cuidarla.
El pueblo de El Recuenco está situado por aquellas mismas sierras, a quince kilómetros de distancia al sur de Arbeteta. Ya estoy próximo a él. Un indicador de carretera anuncia que estoy tan sólo a 6 km. y a 27 de la villa de Priego. Uno se precia de conocer estos valle­juelos complicados y legenda­rios de las vertientes del arr­oyo Alcantud, incluso en su tramo mayor, ya en la provincia de Cuenca.
Hasta llegar al pueblo la carretera es difícil. Curvas y más curvas que, a veces, se cortan al derecho por desvíos de tierra y cantos apenas tran­sitables. Los monstruosos mura­llones de caliza quedan a tre­chos bordeando el camino; for­maciones rocosas, oscurecidas al puro contacto con la atmós­fera, dan carácter al pueblo que ya divisamos en la distan­cia; un pueblo escondido en los rayanos donde las tradiciones y las costumbres, la artesanía y otras prerrogativas, le dan una personalidad que ya quisieran para sí otras villas y ciudade­las de renombre. El pueblo que­da como desparramado en el va­lle, precedido de choperas y bajo la severa vigilancia del cerro de la Rastra, aquel que los romeros suelen hollar en procesión cada año para llegar a la er­mita patronal de Nuestra Señora de la Bienvenida.
Se adorna El Recuenco con un buen número de chalés en las orillas; viviendas cómodas para los veraneantes y para los ori­undos, que un día se marcharon y luego decidieron volver, con­scientes de que ninguna tierra como la propia cuna les brinda­ría la paz y el descanso que reclama la vida moderna.
Pienso que en pleno in­vierno el pueblo no cuenta con más de cincuenta almas como población de hecho. Tuvo mil antes de la emigración de los años sesenta. Fueron famosos los objetos de vidrio que sa­lían de cualquiera de sus tres fábri­cas. En El Recuenco se llegaron a fabricar las piezas más codiciadas del periodo pa­laciego de nuestra historia. Sabido es que algún rey de Es­paña se llegó a interesar per­sonalmente por los objetos de cristal salidos a la luz en esta villa, y que una gran par­te del instrumental conque fue equipada la Real Botica tuvo este origen. Todavía, las anti­guas redomas, los matraces y jarrones de El Recuenco, suelen viajar hasta el otro lado del mar como piezas de incalculable valor en las maletas de los coleccionistas. Los paisanos aseguran que sus abuelos solían salir con caballerías a vender el vidrio hasta la provincia de León.
Nada queda ya de todo aqu­ello. La última de las fábricas cerró sus puertas a principios del presente siglo, hace más de noventa años. Cuando estuve en el Recuenco la primera vez, los hombres y mujeres se dedicaban a cultivar el mimbre en su fe­raz veguilla del arroyo Alcan­tud. Tuvieron que dejarlo. Una especta­cu­lar bajada en los pre­cios aconsejó no trabajar en balde. Ahora el pueblo está ocupado por la gente mayor, un mínimo residuo de su antigua población. A pesar de todo, y gracias, creo yo, a los que acuden a él por temporadas, es un pueblo digno, elegante, y envidiable, más ahora en tiempo de verano cuando casi todas las casas se llenan de público.
Guadalajara,1995

1 comentario:

  1. Felicidades por su blog, del que me voy a hacer fiel seguidor.

    Estas navidades tuve el placer de visitar Arbeteta y conocer su famoso mambrú y de hecho estaba dispueto a escribir sobre él algo en mi humilde blog, buscando información en internet sobre el mismo, he encontrado su blog.

    Un saludo cordial desde Valencia.

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