La pequeña Mesopotamia a que dan lugar las tierras de la Alcarria situadas entre los arroyos Ungría y Matayeguas, a no mucha distancia de la capital por los caminos de Iriepal, tuvieron desde siempre para el coleccionista de paisajes y buscador de impresiones viajeras a campo abierto un encanto simpar.
Mira por dónde, amigo lector, en tarde soleada de un verano acabado de estrenar, me encuentro a la entrada de uno de estos pueblos míticos. Los chiquillos que han venido con su familia a pasar el fin de semana, gritan como condenados por la primera bocacalle jugando a esconderse. Un abejaruco atraviesa la carretera en vuelo bajo, dejando en el aire una estela de espuma y de arco iris que se desvanece con la velocidad del rayo. Por el ventanuco de la ermita de la Concepción sólo se ven sombras. Los campos a estas alturas están cubiertos por un áspero peludo de mieses a punto de hoz. Allá lejos, al final de unas hazas, se deja ver el rollo, la picota jurisdiccional que en siglos pasados otorgó al pueblo la categoría de villa. Entro en Atanzón.
Es la hora de los calores insoportables de a final de junio. La torre del pueblo recibe con fuerza el sol de las cinco. Atanzón bosteza adormilado a la espera de que decaiga, al cabo de un rato, el peso de la canícula.
Hace años que caí -creo que por estas mismas fechas y, seguro que también a esta misma hora- por las calles que piso. Si entonces me pareció Atanzón un pueblo hermoso, un burguillo de la Alcarria lleno de vitalidad, ahora no me lo ha parecido menos. Llama la atención la limpísima plaza, pavimentada de loseta en cuadraditos rojos y amarillos. En mitad la característica fuente de piedra y poco más arriba la estupenda fábrica de la parroquia de Nuestra Señora de la Zarza, una iglesia recién restaurada que muestra como pocas, tanto en su exterior como en sus naves interiores y capillas, el distinguido empaque de lo que en otro tiempo debió ser, no sólo la iglesia, sino el pueblo en su conjunto. El recuerdo, y sobre todo la influencia de los Gómez de Ciudad Real que fueron sus señores, todavía no se ha borrado.
Unas niñas se asoman a la plaza desde la barbacana de la iglesia, mientras tanto, un par de chavalines se mecen por riguroso turno en los columpios que hay perdidos en la hierba, entre la plaza del pueblo y el sombrío jardinillo de San Blas. Una placa en lugar bien visible deja escrito: «Parque San Blas. Como homenaje a nuestros mayores que lo construyeron para generaciones venideras. Atanzón, 3.2.1992». Escondidos por el sombraje del parque cantan los pájaros de dos, de tres, de cinco clases diferentes. A la caída el ancho valle del Matayeguas que baja desde Aldeanueva, y que en cuestión de minutos volveremos a contemplar todavía más al descubierto aguas arriba.
Y vamos viajando por tierras llanas, caminando entre campos de segunda clase rebosantes de fruto. Las lluvias abundantes de mayo convirtieron estas hazas ásperas en un soberbio tapiz de mieses dispuesto para la siega. La carreterilla cruza dibujando altibajos. A un lado y a otro los ruines olivares de la Alcarria, los encendidos pinavetes de la repoblación, las nogueras de espeso sombraje. Andamos salvando curvas y precipicios, ahora a contraluz, hasta el siguiente valle, el de Centenera.
El pueblo de Centenera toma el sol de la tarde que le viene por la espalda. Es éste un pueblo mimado por sus alrededores. Centenera, situado al fondo de la mansa vega que los antiguos enriquecieron de hortaliza, saluda y despide a un tiempo a quien por allí camina con la fronda siempreviva de la chopera, con el afilado chapitel en bandolera de su afilada torre; la torre de la parroquial de la Asunción, sí, aquella en la que se lució su señor de señores don Carlos de Ibarra, comendador que fue de Villahermosa, caballero de Santiago, y de cuya obra y personalidad hoy nadie se acuerda; sit transit gloria mundi.
Campos desangelados y fieles, campos de sudor. Un leve ramal, que nos entretiene durante cinco o seis minutos casi en dirección opuesta, da con nosotros al fin en la villa de Aldeanueva. A la entrada del pueblo me cruzo con un hombre y una mujer de edad cumplida montados en bicicleta. Se ve que son inexpertos y que lo hacen por practicar deporte. La mujer llanea lentamente, no puede con su alma; el hombre, esa es la verdad, anda a ramal y media manta, sudando la gota gorda.
Los de Aldeanueva de Guadalajara suelen decir que su pueblo natal tiene mucha historia. No saben exactamente por qué, pero lo dicen y se sienten complacidos y honrados en su afirmación.
- Como nuestra iglesia hay pocas por aquí. La arreglaron estos años de atrás y quedó muy bien.
Solamente alcanzo a ver en la remozada plaza del pueblo a dos o tres hombres que reposas sentados a la sombra, junto a la puerta de un bar.
Aldeanueva tiene por sus calles un Vía Crucis muy bonito; un Camino del Calvario con catorce cruces de piedra en tamaño no menor al de una persona, que parte de los aledaños de la iglesia y sigue sin perderse hasta la ermita de la Soledad, junto al romántico camino del cementerio. A la calle -nada más natural- se la rotulo con el nombre de "Calle de las Cruces". La ermita, dice en clara leyenda, se construyó para "honra y gloria de Dios Nuestro Señor y de su bendita Madre. Año de 1690"
Desde el tambor románico del ábside, al respaldo de la iglesia, la visión hacia la vega es de verdadero ensueño a estas horas de la tarde tomada con el sol poniente. Aquí el tronco muerto de una olma; allá lejos, por encima de la vaguada, las ruinas de una iglesia o fortaleza que para los de la comarca es El Santo, un pueblo que se comieron las hormigas, y para los eruditos que no pisan la piel de la tierra, sino que palpan de tarde en tarde las polvorientas tapas de cartón de los legajos, pudieran ser los despojos del poblado de Santa Fe, que hace casi doscientos años se quedó sin gente.
Pero veamos la iglesia por dentro. Nos proporciona la llave y la ocasión Sagrario, y nos acompaña su marido, Víctor. Esta de Aldeanueva es una iglesia tardorrománica. La influencia mudéjar se advierte en su estructura. Se construyó en el siglo XIII, y fue restaurada -trabajo meritorio- en 1973. El interior es de nave única. Los materiales que aquellos hábiles constructores del Medievo emplearon para levantarla son el ladrillo y la piedra caliza. La techumbre descansa sobre fortísimas pilastras a través de tres arcos apuntados. Un arco triunfal separa el presbiterio de la nave. En el centro casi geométrico del ábside se abren tres ventanucas de escasa luz, que mantienen en penumbra el interior del templo. En la sacristía, uno vuelve a lamentar como ya lo hizo la primera vez que lo vio, el aspecto desastroso que por ignorancia o menosprecio ofrecen las pinturas al fresco, del siglo XVI, que hay sobre la pared; enseña de uno más de los injustificables desatinos que, so pretexto de la restauración, con frecuencia se cometen.
Aún hace calor en estos altos de la Alcarria. Aldeanueva de Guadalajara, con su valle inolvidable, sus cruces de piedra, y su magnífica iglesia medieval, quedan aquí viendo correr el tiempo. Testigo fiel de una época que -uno supone- no debe ser la más mala, ni tampoco la mejor, en la vida del pueblo.
(En la imagen, Calle de la Cruces en Aldeanueva de Guadalajara)
Guadalajara, verano de 1994