Me gusta viajar hasta
Sigüenza. Lo hago siempre que tengo que resolver algún asunto, real o provocado
ex profeso, y procuro que no sea demasiado el tiempo transcurrido entre una y
otra vista; pues Sigüenza, lo mismo que Pastrana, se han convertido al cabo de
los años para quien esto dice en una necesidad. Sigüenza, amigo lector, es una
ciudad vieja con un enorme contenido, con demasiada historia adormilada en sus
piedras oscuras, y con demasiado arte en sus capillas y conventos como para
dejarla olvidar. Una ciudad antigua, sí, pero como tantas antiguas ciudades
castellanas más, ha procurado no perder el ritmo de los nuevos tiempos, y a fe
que ha conseguido su propósito con largueza. Sigüenza, por su historia, por su
monumentalidad y por su atractivo, es una de las ciudades más interesantes de
España; de ahí que, con un motivo concreto, o sin él, a uno se le ocurra
deleitarse escribiendo sobre Sigüenza, como es el caso de hoy.
Pocas
experiencias debe de haber tan placenteras y sedantes, tan gratificantes y
aleccionadoras, como un paseo a pie en día de otoño, en tarde de verano o en
mañana de invierno, por las calles de la vieja ciudad de Sigüenza; por ese
trozo de ciudad que se extiende entre la Catedral y el Castillo, desde la Casa
del Doncel hasta el arquillo romántico del Portal Mayor en la muralla, donde
uno ha de esforzarse cada vez que sube en atar corta la imaginación para que no
vuele hacia épocas lejanas teniendo tan allí, siempre en su sitio, la realidad
palpable, no sé si viva, pero en ningún caso muerta o moribunda, de lo que
tiempos pasados nos dejaron a perpetuidad como regalo. Pisar sus piedras, vagar
por la sombra de los añosos edificios que delimitan sus calles, es algo así
como viajar por no sé que extrañas artes al corazón mismo de la Castilla de
nuestros bisabuelos, a la Castilla de nuestros clásicos poblada de malandrines,
de artesanos y clérigos de cara blanca, hechos a vivir en la penumbra de
cualquier esquina, en el obrador de un convento o en la sacristías de alguna
catedral.
Una
anciana sube la calle jadeante con la cesta de la compra que llenó en el
mercadillo de la Puerta
del Toril. Es sábado y los aledaños de la Plaza Mayor son
durante la mañana un mercado abierto para los seguntinos y para los forasteros
que acuden puntuales desde los pueblos vecinos.
Ahí,
más arriba, luce su arcada románica la iglesia de San Vicente Mártir, la iglesia
de los barrios altos, la que después de su restauración se muestra a quienes
pasan por allí con tanto esplendor como el que tuvo en el glorioso siglo de don
Cerebruno, el obispo que en la Alta Edad Media sembró la ciudad de joyas
arquitectónicas según el estilo al uso: el románico, naturalmente, como la
triple arcada de la Catedral o la no menos artística de la iglesia de Santiago
en plena cuesta.
Uno
se ha dado cuenta al subir por estos laberintos de que la gente de Sigüenza siente
un respeto profundo por las calles que piso, y que el viajero de ocasión
prefiere perderse por estos rincones de piedra desgastada y de silencio, donde
todo tiene algo importante que decir: las torres remozadas del Palacio del los
Obispos convertido en Parador Nacional, la Plazuela de la Cárcel, la Casa del
Doncel, el escueto arquillo del Portal Mayor cargado de misterios, el Hospital
de San Mateo, donde hubo una botica con el más artístico botamen de Talavera
que jamás se haya podido conocer, y que para mal suyo y de toda Sigüenza se
tragó el demonio en tiempos de la Guerra Civil, el primitivo Ayuntamiento, la
Posada del Sol de la que se habla en El
Quijote apócrifo de Avellaneda, los cubos maltrechos de la muralla, las
portadas de las iglesias adornadas con florituras y con bellísimos entrelazados
de piedra, el silencio anodino de sus rincones adornados con farolas a
imitación de aquellas que iluminaron las noches con el aromático crepitar de la
resina, luego con el acetileno y más tarde con el filamento incandescente de la
lámpara de Edison que acrecienta el silencio, el misterio, y la soledad en cada
esquina.
¿Quién
es capaz de ofrecer a la vista y al corazón algo más atractivo que estas calles
de Sigüenza en un espacio tan pequeño como el suyo? Abajo, como fondo a las
hileras de casas blasonadas y de balcones con magnífico herraje, las torres
almenadas de una catedral que fue iglesia y que fue fortaleza. El maestro
Ortega que hoy encabeza nuestro trabajo, escribió ante la misma visión que
ahora tengo ante las pupilas de la imaginación, frases como estas: «…tuvo que ser a la vez castillo; sus dos
torres cuadradas, anchas, recias, brunas, avanzan hacia el firmamento, pero sin
huir de la tierra, como acontece con las góticas. No se sabe qué preocupaba más
a sus constructores: si ganar el cielo o no perder la tierra.»
Y las calles se alzan de puntillas,
desparramadas sobre la cuesta, a concurrir en la Plaza del Castillo. La Calle Mayor es la
única que no cambia de nombre en toda su longitud, es Calle Mayor desde que
empieza hasta que termina. No ocurre lo mismo con sus paralelas, que aun siendo
la misma calle su nombre se parte en dos, como la de Villegas y la de
Arcedianos, una a continuación de otra; o en tres, como la de Comedias, San
Vicente y Jesús, cortadas en perpendicular a distinta altura por las dos
Travesañas: la Baja
y la Alta. Entre
unas y otras se entrecruzan callejones sombríos, con casonas deshabitadas
algunos de ellos, pero que ponen ante la vista de quienes las quieran mirar la
seriedad de sus piedras ennegrecidas y la filigrana de sus rejas y balcones,
comidos de orín, pero con el sello de las viejas herrerías de Sigüenza.
No
es la primera, ni será la última vez que ando por aquí sin una misión concreta,
sin nada en particular que me atraiga hacia la ciudad medieval aparte de su
vejez tan honrosa como olvidada. Las ciudades, como los seres vivos, nacen,
crecen, tienen su momento de esplendor, su decadencia, y mueren al fin.
Sigüenza, la ciudad, ha pasado por todas ellas menos por la que atañe a su
desaparición. Sigüenza no muere; va renovando sus células cada cuanto tiempo, y
de ahí su admirable variedad según los barrios. Pero, uno no sabe por qué,
venera devotamente sus calles más antiguas, donde vivieron sus hijos ilustres,
los sabios, los artesanos, los guerreros, los labriegos y los hortelanos, los
mendigos que pedían limosna en la puerta de la Catedral, de esta
catedral-castillo que la distingue, que es la verdadera estrella de la ciudad y
la que, como corazón del casco antiguo, aporta el mayor interés y casi toda la
nombradía que bien tiene y que bien merece desde sus inicios como sede
episcopal.