jueves, 31 de marzo de 2011

BELMONTE, EN LA CUNA DEL GRAN FRAY LUÍS


No entra la villa de Belmonte en ese florido abanico de lugares castellanos a los que el tiempo le ha venido recono­ciendo su valía. Los esfuerzos en su favor que hasta el momen­to han debido dedicar los eruditos manchegos, se ve que no han sido suficientes a la hora de colocar, sobre el escalón que le corresponde en el podium de los merecimientos, al pueblo que cuenta nada menos que con el honor de haber sido cuna del dulce Fray Luis y solar de uno de los linajes más célebres y contradic­torios de la España del Renacimiento: el de los Pacheco. Belmonte, el pueblo, extendido al pie del cerro que dicen de San Cristóbal, sobre el que se alza el magnífico castillo del marqués de Villena, da para mucho. Pero no es éste uno de esos enclaves que atraigan por tradición el interés de la gente, participando con ello en esa deficiencia endémica que bajo mi punto de vista padece de manera real todo el campo de la Mancha, paradójicamente el más conocido a escala universal de toda España, gracias a la obra de Cervantes. Cualquier momento puede ser bueno para ir a Belmonte.

El pueblo se ofrece a los ojos del viajero de un blanco encendi­do. Antes de llegar, un molino de viento sobre el otero pone en aviso a quienes van acerca de la condición manchega de aquellas tierras. Luego, la impecable fortaleza sobre el altillo y el soberbio corpachón de la colegiata, destacan por encima del caserío donde la luz se estrella en la media maña­na; se carga de serenos matices, verdes y ocres, el atardecer; y se tornasola la hora del crepúsculo, dorando las piedras de sillería en los viejos edificios, contrastando los relieves de los escudos que adornan las fachadas antes de dar paso a la dormición de la villa bajo el estrellado celaje de la noche, el mismo que fue testigo de la vela de armas en el patio de cualquier mesón por parte de un ilustre loco manchego.

A Belmonte, como a Medinaceli o a Sigüenza, se debe entrar ante todo con pudoroso respeto, con una sutil delicade­za. El pueblo responderá largamente. Andar por Belmonte es caminar por el pasado, a caballo por esas cuatro décadas que la Historia suele fijar en los postreros coletazos de la Edad Media, en tanto que el mundo de la Filosofía y del Arte apunta como tiempo de cauteloso tránsito entre las formas góticas y el primer Renaci­miento, coincidiendo con los años de su es­plendor que antes había iniciado en persona el infante don Juan Manuel y redondearía más tarde el marqués de Villena. Dicen que Belmonte no pasó en un principio de ser más allá que un poblado de carboneros dependiente del señorío de Alarcón y que se llamó Las Chozas. Aseguran que fue el propio Infante de Castilla quien, inspirado por el bosque de encinas que por entonces debió cubrir el cerro de San Cristóbal, cambió su nombre por el de Bello Monte, del que habría de derivar su denominación definitiva. El título de villa inde­pendiente le vino en 1361, por real privilegio de don Pedro de Castilla. Pero habría de ser a partir de la cuarta década del siglo XV, cuando comenzaron a sonar en el carillón de la historia las campanadas de gloria para Belmonte; momento aquel en el que haciendo uso de sus poderes y de sus riquezas, el principal de todos sus benefactores y mecenas, don Juan de Pacheco, marqués de Villena, conde de Medellín y de otras villas, maestre de Santiago, valido del rey y señor de Belmon­te, dedicó su esfuerzo a engrandecerlo.

Seguro que al andar por cualquiera de las calles del pueblo, blasonadas o no, van quedando atrás algunas de las casas solar en las que nacieron muchos de los hijos ilustres de los que Belmonte se enorgullece, y de los que conviene entresacar a Fray Luis de León como el primero de todos; a doña María Valera Osorio, a quien Fray Luis dedicó su libro "La perfecta casada" como regalo de bodas; a San Juan del castillo, mártir de las misiones en Paraguay el año 1628; a don Pedro Girón, poderoso caballero a quien se le había otor­gado la mano de Isabel la Católica antes de su matrimonio con el rey Fernando; y a don Juan de Pacheco, en fin, marqués de Villena, que nació en el alcázar viejo en 1419, murió en Santa Cruz de la sierra, cerca de Trujillo, en 1474, y está enterra­do en el monasterio segoviano del Parral, bajo un lujoso mausoleo de alabastro. Algunas de las arcadas y de las puertas en la muralla que todavía existen, van dejando en el urbanismo de la villa la nota personal que sólo poseen las viejas ciudades de alcurnia. Las puertas de Chinchilla y de la Estrella, o el arco que dicen del Cristo de los Milagros, son una prueba de la impor­tancia que procuraron regalar a la villa sus antiguos señores. Pero tomemos por extramuros el camino que sube hasta el castillo.

El castillo de Belmonte, en mitad de la inmensa llanura manchega, es la principal enseña de la villa. Lo mandó levantar para su acomodo y defensa don Juan Pacheco, sobre la suave cima del otero desde donde se domina el caserío y las tierras de su entorno en varias millas a la redonda. Tiene forma de estrella o de exágono irregular, al que limitan seis torres además de la principal o del homenaje. El espacio interior se va distribuyendo en galerías, salones, corredores, alcobas, capilla, escalinata, y un patio de armas triangular con el pozo característico de los castillos. Habría que detenerse dentro de la elegante fortaleza frente a dos ventanales repujados que miran al campo, y en los bellos artesonados mudéjares de las galerías o del salón regio; también en el artesonado octogonal, a manera de cúpula giratoria, de la habitación de los señores, adornada con campanillas que hacían sonar al poner el techo en movimiento. Hubo dos mujeres relacionadas de manera directa con la historia del castillo: doña Juana la Beltraneja y la empera­triz Eugenia de Montijo. La primera por haber sufrido prisión dentro de él; y la emperatriz Eugenia, esposa de Napoleón III y descendiente directa de los Pacheco, por haber emprendido durante la segunda mitad del siglo XIX la importante reforma interior que todavía puede verse, sobre todo en la reestructu­ración del patio de armas fuera de todo estilo. A ella, que vivió allí después de haber sido destronado el emperador francés, su marido, se debe el buen estado de conservación que aún ofrece el castillo. Pero al decir de los habitantes de la villa, no es el castillo la joya principal del arte belmonteño, sino la igle­sia colegial de San Bartolomé, a manera de museo testimonial en el que pueden verse piezas de arte de gran valor relaciona­das de manera directa con los señores y con las fami­lias distin­guidas que vivieron allí.

La colegiata está situada en uno de los barrios más altos de la villa, junto al Alcázar Viejo o casa del Infante don Juan Manuel, hoy en estado de ruina. Sólo unos cuantos deta­lles pueden dar idea de su contenido y grandiosidad, a saber: el retablo mayor del siglo XVII, obra de Lázaro Ruiz, con tallas de Hernando de Espinosa; las estatuas orantes en ala­bastro sobre su propio sepulcro de los abuelos de don Juan Pacheco; el enterramiento de los abuelos paternos de Fray Luis de León en la capilla de la Asunción; el Cristo amarrado a la columna de Francisco Salzillo en la capilla de la Inmaculada; la sillería del coro, llevada desde la catedral de Cuenca en 1757, obra maestra en madera de nogal esculpida por Egas Cueman y Annequín de Bruselas, en donde se ven representados veintiún episodios de la Historia Sagrada, desde la Creación del mundo hasta la Resurrección de Cristo; un lienzo de Mora­les con la preciosa imagen de "La Piedad", en el que se ad­vierte toda la ternura y el patetismo que caracteriza la pintura de aquel a quien sus contemporáneos dieron en llamar El Divino. Y la lista de motivos podría ser interminable.

Ni el tiempo ni el espacio dan para más. En plena Mancha conquense queda, a la espera de quienes deseen descubrirla, la villa de Belmonte, destacado rubí de la corona de Castilla y nombre a inscribir con letras mayúsculas en el nomenclatror de los más importantes pueblos de España.

(En la fotografía, detalle interior de la iglesia colegiata)

domingo, 20 de marzo de 2011

C U É L L A R


La villa de Cuéllar, allá en los rayanos de las tierras de Segovia, llamando a tiro de piedra en el picaporte a los campos de Valladolid por las riberas del Cega, es uno de los enclaves castellanos de renombre con mayor contenido. Quiere ello decir que el tiempo y el espacio a tratarla debieran ser extraordina­rios, lo que en esta serie de trabajos dedicados a prensa no es posible por razones obvias. No obstante, nunca es peor que la tal advertencia quede marcada en su lugar y a su debido tiempo; más si el lector da en advertir que las refe­rencias a esta completí­sima villa llegan a él de manera conci­sa, comprimida, a modo de torrente en cuyos contenidos sería conveniente entrar con mayor detalle. En todo caso, y pensando en el lector más interesado, queda el remedio de acercarse por allí, de emplear un día de su vida a mirar por el nítido celofán de los siglos el alma de Castilla, puesta al día, eso sí, pero que en pocos lugares de nuestro entorno se vislumbra con la autenticidad y la pureza conque puede palparse, y hasta vivirse al amparo de la imagina­ción, en la villa de Cuéllar.
Es ésta una de las más reconocidas y más visitadas de las viejas ciudades castellanas. Sus vecinos, y sus autoridades sobre todo, se preocupan porque así los sea. Los acertados folletos anuales que publican para darla a conocer, y las atenciones que el forastero encuentra al tratar con sus gen­tes, colaboran de modo eficaz en la popularidad de Cuéllar. Para su uso, y también para el uso de quienes a menudo caen por allí, los cuellaranos dividen los intereses más notables de la villa de cara al visitante en una serie de apartados diferentes, pero que son a manera de escaparate en el que se expone todo cuanto en el pueblo puede verse; a saber: el Castillo, el arte Mudéjar, las tres culturas, el pinar, los encierros, el Henar y la Gastronomía. Todo ello es interesan­te, todo ello completa la oferta que la villa posee para dar de cara al público.
Como "Isla Mudéjar" y "Mar de Pinares" gusta a la gente de allí mostrarse de cara al mundo. Uno no entra ni sale en los eslóganes que la gente considera como más convenientes para darse a conocer. Cuéllar es, efectivamente, tierra de pinares; y es también un muestrario variadísimo del arte musulmán de los sometidos, del arte pobre, presente nada menos que en once de sus iglesias; pero es mucho más; es historia, es costum­brismo, es castellanía pura sobre todo, que el visitante descubre apenas se introduce en los entresijos del casco urbano y respira los aires viejos que llegan del campo, con olor a mies, a resina, a tierra húmeda según la época del año.
El castillo queda en lo más alto del pueblo. A partir del siglo XII al castillo de Cuéllar lo han ido completando, poco a poco, con detalles propios de cada momento: mudéjar, renacimien­to, barroco, neoclásico, casi todos los estilos que cuentan en nuestra cultura occidental desde entonces aparecen en él. El dato más importante de toda su historia es, sin duda, la concesión por parte de Enrique IV a Beltrán de la Cueva, primer duque de Alburquerque, de aquella recia fortale­za a finales del XV, con lo que comienza su crecimiento, desarrollo y madurez. Pocos edificios españoles, por muy cargados de siglos y de avatares, fueron lugar de estancia a lo largo de la historia, de tantos personajes de renombre como lo fue esta inmensa casona solar de los Alburquerque: María de Molina, el infante Don Juan Manuel, Fernando IV, Pedro I el Cruel, Juan II, Espronceda, Wellington y el general Hugo, Beltrán de la Cueva, Enrique IV, Doña Mencía, Doña María de Velasco, Doña Isabel de Girón, entre una lista interminable de nombres a los que hay que unir acontecimientos tan importantes como la boda del rey Pedro I con Doña Juana de Castro, o la defensa por parte de Doña María de Molina de los derechos de su hijo Sancho IV a la corona de Castilla. Es original, y extrañísimo en su forma según lo dicho, el castillo de Cué­llar.
Estamos en el parque de San Francisco; tal vez lo más actual y saludable de la villa en donde todo es antiguo. Atrás queda, desmantelada sobre su propio esqueleto, la iglesia convento del Santo de Asís; a mano derecha el de Santa Isabel, y a nuestra izquierda el de la Concepción; todo en la parte baja de la villa. La gente camina, conversa y descansa a placer por el Paseo de San Francisco, junto al la fuente redonda y al monumento en bronce a los encierros.
Los encierros de Cuéllar son los más antiguos de España, por lo menos de los que se tiene noticia; no son los más sonoros ni los más universales, que para eso están los pamplo­nicas de San Fermín, pero sí los más antiguos. Datan del siglo XV, y bajo documento que lo acredite desde el año 1546, edi­ción aquella en la que los regidores de la villa hicieron constar el evento en las ordenanzas municipales. Los cuellara­nos, a los que se suele unir por aquellas fechas una buena parte de la juventud de la comarca, tienen para sí sus encie­rros como una liturgia sobre la que descansa con fuerza el peso de la tradición. El monumento a los encierros, sobre pedestal elevado y en sitio bien visible, muestra la figura en tamaño natural de un toro de lidia y la de un mozo que corre delante de él, casi al alcance de las afiladas astas. Las gentes de Cuéllar se sienten honradas con la escena inamovible y, sobre todo, con lo que es y con lo que representa.
Como pueblo castellano de añosa tradición y de activo pasado, es éste cuna de hombres que durante su vida se hicie­ron notar, y mal que mal el tiempo va borrando su memoria. Ignoro si en el pueblo se les honra con el nombre de alguna calle o plaza que haga perpetuo su recuerdo, y sirva de enseña para los que ahora son y para las generaciones que habrán de venir más tarde; supongo que sí. Diego Velázquez de Cuéllar nació en este lugar el año 1465. Fue desde 1511 gobernador de la isla de Cuba, y en 1514 fundó la ciudad de La Habana. Otro personaje, coetáneo del anterior y sobrino de aquel por vía directa, fue Juan de Grijalva, nacido en Cuéllar en 1488, capitán de la segunda expedición que exploró los litorales del golfo de México, después de haber participado activamente en la conquista de Cuba. Murió a mano de los indios en la villa de Olancho en 1527.
Nombres y situaciones que bien atestiguan por sus calles las piedras de los palacetes e iglesias, como el que hoy ocupa el ayuntamiento en la Plaza Mayor, o la iglesia de San Miguel en la misma plaza, simple botón de muestra de cuanto se ha dicho.
Pero habremos de acabar, y jamás debiéramos hacerlo pasando por alto su gastronomía. Cuéllar es la tierra de la achicoria -se llegaron a contar en tiempo pasado hasta diez fábricas de aquel popular sustituto del café por toda la villa-, de las endibias, y del lechazo churro asado al horno. Sus embutidos caseros gozan de justa fama, y los bollos (duros y blandos) se siguen ofrecien­do al visitante como estrella de su repostería. A partir de ahí, ya sabe el caminante, el viajero o el turista, a qué atenerse.
A tope dicen que raya la fuerza de la costumbre y la piedad popular en la romería a la ermita de El Henar a media­dos de septiembre. La imagen morena, románica del XII, de la celestial patrona de los resineros y de la ciudad de Cuéllar, protagoniza cada año aquella fiesta masiva desde su santuario a una legua del pueblo. Sostén para unos, memorial para otros, de vieja castella­nía.

sábado, 5 de marzo de 2011

PEDRAZA DE LA SIERRA

-¿Sabrá usted lo de la americana aquella; la amiga de don Ignacio?
-Sí; alguien me lo contó la primera vez que vine por aquí.
El pintor Zuloaga, que vivió largas temporadas en el castillo de Pedraza, había advertido a su admiradora Mrs. Lydig, que Pedraza era el único pueblo del mundo al que no se podía entrar pasadas de las diez de la noche. La hacendada norteameri­cana vino a tierras de Segovia con el fin de comprobarlo. Llegó al pueblo bien entrada la noche, y el pintor, que sabía de aquel viaje, hubo de acudir en persona a abrir el portón de la muralla, paso único de entrada y de salida que tienen quienes van allí.
Pedraza se balancea movida por todos los vientos sobre la muela pétrea en que la colocaron sus primeros moradores. Se trata de un pueblo antiguo, con su primera raíz clavada seguramente en la cultura de los arévacos cuya capitalidad fue Numancia. Se llamó Petracia durante la dominación romana, y en ella parece ser que vivieron su madre Aurelia y varios familiares de Trajano; allí sufrió martirio San Entridio, sobrino del emperador romano, y hay quienes aseguran -Alfonso el Sabio entre ellos- que Trajano nació en Pedraza y no en Itálica como la gente ha llegado a creer.
Pueblo rico en el siglo XVII debido a las carnes y, sobre todo, a la buena calidad de la lana de sus merinas, reclamada con insistencia por los telares de Segovia y por otros más lejanos de Brujas y de Florencia. Varios de los escudos heráldicos que aún vemos lucir sus relieves mate sobre las fachadas de las antiguas casonas de Pedraza, proceden de aquella época, y no son otros que los de algunas de aquellas familias de hidalgos y ricoshombres. La rejería que adorna tantas de aquellas añosas mansiones, es otra más de las características propias de la villa.
La Plaza Mayor, como siempre ocurre a quienes desconocen un pueblo, es el destino primero de los viajeros que llegan a Pedraza. Pero antes hay que pasar, entre aquel revoltillo de calles estrechas y sombrías, por la "Casa de Pilatos", con su balcón esquinero recortado en ojiva que de algún modo nos recuerda -quizá éste aún sea más llamativo- aquel otro de la Plaza del Mercado en la villa de Atienza. Más adelante las casonas solariegas que fueron de los Bernaldo de Quirós, de los señores marqueses de la Floresta y de Lozoya, de los Ladrón de Contreras, todas con sus escudos de piedra sobre el dintel, y alguna de ellas, ¡vaya por Dios!, convertida en restaurante como parachoques al fortísimo boom turístico que se volcó sobre la villa en los últimos veinte años. Y al cabo la Plaza Mayor.
La Plaza Mayor de Pedraza, rodeada casi toda ella de antiquísimas columnas de soportal, de galerías y balcones oscurecidos por el sol y por las lluvias, de escudos y de leyendas por cualquier rincón, intenta conservar aquel sabor multicintenario que guardó hasta hace media docena de años o poco más, y que hoy entorpecen los anuncios y las puertas de los establecimientos abiertos a su sombra. Tras uno de los ángulos destaca altiva la torre de la iglesia de San Juan, con sus parejas de arcadas románicas a la altura del campanario, situadas en cada frente. Debió de conservar su estilo medieval la iglesia de Pedraza hasta finales del siglo XVII, tiempo de renovación -y de posibilidades económicas para el pueblo- que prefirió adaptar su decoración a los nuevos tiempos, con el gusto barroco como enseña:«Mi casa es casa de oración», recuerdan las desgastadas letras de molde sobre la piedra. Y justo al pie mismo de la torre, mirando a la plaza, todavía existe el que las gentes del lugar conocen por "el balcón verde", con su correspondiente escudo heráldico en el muro interior, y una leyenda sobre el dintel de la puerta de acceso en donde está escrito: «Este sytio y Balcón es de Don Juan Pérez de la Torre deste Orden caballero». Lo mandó instalar su dueño -santiaguista por la cruz inscrita a mitad de leyenda- para tener un palco en lugar de privilegio desde donde poder ver las corridas de toros, en otro tiempo tan famosas en aquella plaza.
Y sobre la triple grada de la plaza del Ganado el tronco muerto de la olma concejil; la vieja olma bajo cuya sombra se cerraron miles de tratos en días de mercado y expusieron su mercancía de barro y de cristal a vista del público los ferian­tes. Y no muy lejos la Calle Mayor que lleva hacia el castillo, al fondo de la explanada. Cuentan que hace un siglo eran todo casonas hidalgas en ambas aceras. Restos quedan aún de todo aquello que uno se esfuerza en imaginar. Al fondo, alzado en el mismo canto que asoma al precipicio, el castillo que rescató el pintor Zuloaga. Del castillo dicen que se reconstruyó a mediados del siglo XVI, sobre los terrenos en donde había existido un castro romano. La portada de gruesa sillería esta trazada en ojiva, y las hojas que la cierran son de álamo negro, claveteadas con pinchos de hierro en mitad de dos garitones sobre peanas escalonadas. El escudo que aparece sobre la piedra clave es el de don Pedro Fernández de Velasco, cuarto condestable de Castilla. La fortaleza estuvo al servicio del rey cuando la guerra de las Comunidades. La torre del homenaje fue restaurada y convertida en vivienda -creo que muy elegante y acogedora- por don Ignacio Zuloaga, y todavía se encuentran en su interior, no sólo recuerdos y utensilios personales, sino algunas estupendas telas del pintor vasco. Ni qué decir que hubiera deseado verlo por dentro; pero, al menos en la hora que yo estuve allí, y creo que siempre, las puertas permanecen cerradas a calicanto, con la impenetrable seguridad de un castillo.
Unamuno, sensible siempre ante toda imagen o novedad de las tierras de la Meseta, lo llamó "castillo castellano, no alcázar morisco". Una de sus dos torres, considerada por muchos como la más inexpugnable de España -seguro que ni uno sólo de esos muchos llegó a ver la molinesa del castillo de Zafra- fue cárcel de Francisco de Valois, delfín de Francia, y de su hermano el duque de Orleans, don Enrique, que sería rey más tarde.
Aparte de la de San Juan, la iglesia de altiva torre que hay junto a la plaza y que domina con su esbeltez al resto de los edificios pedraceños, hubo en el pueblo seis iglesias más. Casi todas han desaparecido. Queda de entre ellas como templo con leyenda la de las Vegas, advocación mariana de la Patrona de la villa. Prevalece en el sentir de las gentes con respecto a la iglesia de la Virgen de las Vegas, románica del siglo XII, la creencia como dogma de fe de que en ella fueron bautizados los siete infantes de Lara. En el atrio tiene siete arcos laterales sobre dobles columnas sosteniendo los capiteles. Aseguran que bajo cada uno de esos arcos ingresaron los infantes en los brazos de sus respectivas nodrizas. La leyenda resulta hermosa como tal leyenda, y muy en la línea del creer medieval que ha llegado a nosotros roído e increíble como la piedra de los viejos templos.
-Oiga. No ha dicho nada de los asados que preparan por aquí. Ni de don Jaime de Armiñán; ni del señor don Torcuato Luca de Tena, ni de otros famosos que hicieron casa en nuestro pueblo.
-Es verdad. Usted lo ha dicho. Pedraza es mucho Pedraza para resumir en tan poco espacio. Otra vez será.