En línea recta, desde el punto más
meridional de la serrezuela de San Sebastián, entre los términos de Illana por
Guadalajara y de Mazarulleque por Cuenca, la villa de Huete no queda más allá
de quince kilómetros de distancia del límite alcarreño de las dos provincias.
Uno se decide a llenar media docena
de cuartillas hablando de Huete, después de haber leído mucho acerca de la
ciudadela conquense más importante de aquel rincón de la Alcarria; después de
haberse informado de lo más importante de su historia, de sus costumbres, de su
arte múltiple e incomparable, de sus peculiares maneras de vivir y de su
paisaje. Por lo demás, la visita ha sido breve, fugaz, un viaje de tránsito con
el único fin de situar sobre la física realidad de la villa toda esa serie de
conocimientos con los que ya se cuenta.
Presenta Huete hoy todo el aspecto
de un pueblo distinguido, cabecera de comarca, con movimiento especial en hora
punta durante día de mercado. Son muchos menos que antes -pues los modernos
sistemas acabaron con aquella necesidad del tiempo de nuestros antepasados- los
ciudadanos de los pueblos limítrofes que acuden puntuales en la mañana del
sábado a la mercadería. Hay, eso sí, gente en los bares, recogidos a la sombra
como protegiéndose junto a al tubo de cerveza del calor de las doce. Entro a
comprar dos postales en una tiendecilla céntrica. Me gustaría volver a visitar
la exposición de pinturas del Museo Florencio de la Fuente que se guarda de
manera continua en el convento de la Merced. No sé si estarán abiertas al
público las puertas de la Fundación; pero ando con demasiadas prisas, como para
dedicarle el tiempo que merece, y prefiero pasar de largo. En el Museo existe
una estupenda colección de pinturas de autores famosos, como Picasso, Dalí,
Vázquez Díaz, Benjamín Palencia y no sé cuántos más, conseguidos todos ellos -a
base de sacrificios y dejando colgado de un clavo su patrimonio- por don
Florencio de la Fuente, a quien llegué a conocer, un hombre de comedida estatura y de inmenso corazón, entrado
en edad, que ha querido dejar como herencia perpetua a la villa de Huete todo
aquel tesoro. Paso junto a la fachada, larga y de seguidos balcones, del
antiguo convento, archivo de arte por tradición y, según se ha dicho, también
por destino; pues de él procede el magnífico "Cristo con la Cruz" del
Museo Diocesano de Cuenca, en la mejor réplica que plasmó el Greco sobre lienzo, en torno
a un tema por él tantas veces repetido, y que voló hacia los expositores
catedralicios de la capital de provincia, cuando el convento de la Merced comenzó a
manifestar los primeros síntomas del abandono.
Es difícil darse cuenta en estos
tiempos, al menos que se llegue a Huete ex profeso o por casualidad en
cualquiera de sus dos fiestas más representativas, de la dualidad y de la
legendaria rivalidad de sus dos barrios: el de Atienza, sanjuanista de
artesanos, y el de San Gil, de quiterios agricultores. Rivalidades festivas
que marcaron a la villa y, aunque el viento de la modernidad no sople en favor
de las tradiciones, ni siquiera de las más arraigadas como ésta de los
quiterios y sanjuanistas de Huete, por siempre permanecerá en el recuerdo, y en
los escritos también, como una de sus manifestaciones históricas más señeras y
más reconocidas.
La villa de Huete fue en la historia
de fundación romana con el nombre de Opta. Tuvo castillo moro, cuyas llaves
debieron ser una de las piezas de más valor que la princesa Zaida, hija del rey
moro de Sevilla Ben-Abed, aportó en su dote como esposa al rey castellano Alfonso
VI. La reconquistó en 1085 Alvarfáñez de Minaya, el año de su paseo triunfal
por tierras de la Alcarria. De sus conventos e iglesias -diez dicen que tuvo-
son todavía realidad, ruina o simple recuerdo, aparte del espacioso y ya
referido de la Merced, los de San Francisco, de Santo Domingo, de San Benito,
el colegio de la Compañía de Jesús, el de Nuestra Señora de la Misericordia, el
de religiosas de Santa Clara y el de San Lorenzo Justiniano; algunos de ellos,
quizás, bajo otros nombres o advocaciones en tiempos diferentes. Son sus patronas
la Virgen de la Merced y las santas Justa y Rufina, si bien el fuerte de las
devociones lo acapara el milagroso Nazareno, resto de la imagen de "Jesús
el Rico" de la iglesia de San Pedro, salvado en parte de la profanación e
incendio indiscriminado al que en 1936 se vieron sometidos tantas iglesia y
conventos. Hubo otro Nazareno, "Jesús el Pobre", que se veneró en la
parroquia de San Nicolás el Real de Medina y que fue imposible poner a salvo de
las llamas cuando la guerra civil. De la imagen auténtica del Nazareno de Huete
se conservan la cabeza, la mano derecha y los pies, el resto del cuerpo
desapareció en las llamas. Se desconoce quién fue su escultor; pero cuenta la
tradición que una vez terminada la figura completa del Cristo, ésta habló con
frase lapidaria que bien conocen las gentes de Huete:"¿Dónde me viste, que
tan bien me retrataste?" A lo que el artista respondió hincado de
rodillas: "En mi corazón, Señor". Consta que los reyes de España,
siempre que pasaban por Huete en sus frecuentes viajes hacia los baños de La
Isabela, se detenían a rezar ante la imagen del Cristo. Felipe IV le regaló una
casaca bordada en oro, de la que se pudo hacer una túnica que todavía se
conserva.
En los subsuelos de su término se
extrajo la cabeza del toro ibérico, el famoso "torete" de Cuenca, que
es con mucho la más popular de las variadas muestras de la alfarería conquense
y, desde luego, la más representativa de todas ella, como embajador de la
artesanía tradicional de aquella provincia. El singular hallazgo se muestra al
público en una de las vitrinas del Museo Arqueológico de la capital; otra
muestra más de la importancia de la villa alcarreña en el cómputo general de
los valores históricos, culturales, artísticos y costumbristas, de la vieja
Castilla.
Se podría seguir hablando -con
entusiasmo, pero nunca con pasión- de este pueblo callado y de su pasado
nobilísimo, como puede verse; y se hablaría de sus hijos ilustres, entre los
que habría que contar a ocho obispos, nada menos; y se podría hablar de su frondosa
Chopera, tan ligada a la estampa de Huete, y de sus cantos y tradiciones
populares un poco más a fondo, y del buen hacer de sus gentes honradas y
emprendedoras, y de toda su comarca como rama nada desdeñable de esta Alcarria
común en la que somos y vivimos, con todos sus encantos y con sus defectillos
endémicos también, pues todo cuenta.
Las tardes largas y apacibles del
verano, pueden ser ocasión propicia para descubrir esta importante ciudad de
extramuros, de la que apenas en este relato se da una sucinta referencia.