Ancha es Castilla; pero mucho más
ancha, más luminosa, más fértil, más infinita, lo es aún por estas llanuras
manchegas donde el campo no tiene fin y los caminos se alargan en carreteras
rectas que dan la impresión de no acabar nunca. Es difícil andar por tierras de
la Mancha sin caer en los tópicos ni en los lugares comunes que la atenazan
desde que Cervantes escribió “El Quijote” y que, para bien suyo, a pesar
de su sol ardiente y de su inenarrable monotonía, o quizá por eso, se ha convertido
en la más universal de las comarcas españolas.
No es mal momento éste de principios de
primavera para andar por la Mancha. Los agricultores de Herencia, de
Pedromuñoz, de Puerto Lápice, de Valdepeñas, sueñan con aplicar la cuchilla a
la cosecha de cereal en ciernes, mientras que los racimos, todavía en embrión,
buscan acomodo bajo la cruz de las cepas. Cuarteles planos sembrados de
girasol, de cebada, de olivar en las laderas suaves que a menudo dibuja el
campo, de vid en los grandes espacios de majolar reservados para ello, y de
tarde en tarde, los molinos de viento alineados a lo largo de las colinas. Esto
es la Mancha, amigos. La llanura es inmensa. Tras los campos de vid, cruzados
por caminos que acaban perdiéndose en la distancia, surgen otra vez los viñedos
al pie del oterillo leve de olivar que ondula el horizonte; y abajo, salpicando
los campos entre los majuelos y la barbechera, las casillas blancas de guardar
los aperos durante la noche, de mantener el hato a la sombra hasta la hora de la
comida. Luego, otra vez la carretera recta, la autovía, el ferrocarril, y
siempre la inmensa plataforma manchega que las gentes de esta tierra saben
cultivar como verdaderos maestros.
Los pueblos de la Mancha son grandes;
aparecen lejos unos de otros, aunque todos se dejan ver desde lo alto de los
campanarios. Por donde ahora voy, casi todos los pueblos tienen como
sobrenombre el de la orden militar a la que pertenecieron, la de los
calatravos: Calzada de Calatrava, Moral de Calatrava, Bolaños de Calatrava...,
y a cuya cabecera, la histórica villa de Almagro, estamos a punto de llegar.
Ya estamos en Almagro. Desde fuera de
sus límites es ésta una ciudad manchega conocida por sus famosas berenjenas
aderezadas, por la gracia y el arte sin par de sus encajes hechos a mano por
expertas mujeres, y por la reliquia de su Corral de Comedias que es en su
género único en el mundo. Son éstos, qué duda cabe, tres de los atractivos más
importantes que tiene Almagro, pero no los únicos; pues cuando uno alcanza con
toda la fuerza del sol los primeros edificios, y se pone la villa entera
delante de los ojos, se da cuenta de que ante todo y sobre todo Almagro es una
ciudad monumental, morada retrospectiva de una raza de hidalgos manchegos al
estilo de don Alonso Quijano el bueno, cuyo recuerdo convertido en piedra
heráldica sobre las fachadas de sus casonas y palacios -se aproxima al centenar-,
dejando a un lado la media docena de iglesias y conventos memorables, además de
la magnífica plaza acristalada que tanta fama le dio, muestra de la inimaginable
diversidad del urbanismo español, en este caso con claras reminiscencias
nórdicas, debido, según me contaron, a los señores condes de Fuggfer, banqueros
del emperador Carlos V, que desde el propia Almagro administraron las minas de
mercurio de Almadén hace más de cuatro siglos.
Bajo los soportales de la Plaza Mayor
están abiertas al público las tiendas de objetos de regalo, donde se muestran,
algunos de ellos colgados de las columnas de piedra, los finos encajes de
manufactura local, los platos de cerámica, los más variados objetos que la
habilidad de los hombres y mujeres de la Mancha han sido capaces de imaginar y
de convertir en utensilio o pieza de adorno doblando el mimbre. En uno de los
extremos de la plaza, como elemento ornamental ocupando el centro de un sombrío
jardín, la estatua ecuestre del adelantado de Chile don Diego de Almagro,
detalle evocador en el que sus paisanos no escatimaron medios.
Pero vamos a perdernos sin un orden
previsto desde la Plaza Mayor por las calles y por los vericuetos del lugar al
amparo de los últimos soles del mes de abril; un sol que en los pueblos de la
Mancha ya se deja sentir. Los escudos arrastran la sombra de sus relieves por
el blanco encendido de las fachadas en los diferentes palacios. Las rejas
vienen a ser a veces una original exposición de formas, trabajadas
artísticamente en las viejas ferrerías manchegas, tal vez de la propia Almagro.
Varias de las fachadas son todas ella una filigrana visual, un deleite para la
vista y para la imaginación. Los palacios de los condes de Valparaíso, del
señor marqués de Torremejía, de Rosales, la Casa del Prior, y otras casonas más
en las que habitaron cuando la España Imperial otros tantos caballeros, son en
Almagro el sello perdurable de sus grandezas ya idas. Algunas de estas fachadas
manchegas encontraron réplica, cuando no sirvieron como punto de referencia,
para bastantes edificios coloniales de la América descubierta por Colón, donde
nombres sonoros de estas tierras tuvieron tanto que ver y que decir en asuntos
de fundación y de primer urbanismo.
Hace tiempo que anduve por Almagro. Los
turistas se dejaban ver de forma esporádica y en muy pequeños grupos por las
tiendas de souvenirs de la Plaza Mayor. A mediados de agosto, cuando allí tenga
lugar otra nueva edición de los Festivales de Teatro Clásico, el pueblo se
llenará de ellos. Cuando los turistas recorren el pueblo cámara en ristre,
gafas de sol y sombrero de lona, se detienen ante la puerta del Corral de
Comedias bajo los soportales de la plaza que suelen encontrar cerrado; luego se
marchan hacia la iglesia tardogótica de la Madre de Dios; hacia la de San José
de estilo jesuítico, muy cerca del antiguo colegio de la Compañía de Jesús;
hacia la iglesia de San Agustín del siglo XVII, y hacia el convento de la
Encarnación de monjas dominicas, para acabar la ruta, bien como clientes o como
meros visitantes, en el de San Francisco, que después de una restauración a
fondo se convirtió en Parador Nacional de Turismo, uno de los más importantes
establecimientos hoteleros de toda la región manchega. Hay visitantes que se
acercan hasta la ermita de las Nieves, en las afueras, fundada por decisión
testamentaria de don Alvaro de Bazán, famosa por ser una muestra extraordinaria
de azulejería talaverana, y por la plaza de toros anexa al santuario con el
cortijo del marqués de Santa Cruz en un mismo conjunto.
Es tarde. El sol ha teñido de color
sangre el horizonte y los tejados de Almagro. Los muros de cal viva reflejan la
luz vespertina con resplandor de fuego. Las piedras de San Bartolomé y de la
Madre de Dios parecen de oro viejo que acabará brillando por encima de las
cúpulas. A medida que la tarde se va, la llanura manchega se adormece; aparecen
las luces eléctricas en las esquinas de los pueblos, y se dejan ver al
acercarse a ellos los letreros luminosos de los escaparates. Una ráfaga de
viento sopla sobre las tierras llanas. Enseguida anochece.
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