A nadie debe extrañar que Roa, la Rauda de los celtíberos,
fuese conocida por gentes nómadas desde la más remota antigüedad. El altiplano
que ocupa la villa, embalconada de cara al río Duero al cabo de una vertiente
que aun en automóvil cuesta trabajo subir, fue de gran servicio para la
autodefensa de tantas tribus primitivas que de continuo se veían amenazadas por
otros pueblos o por huestes viajeras que con frecuencia atravesaban la Meseta
por aquellos fecundos valles, cuyas tierras planas, ahora sembradas de cereal,
de viñedo o de forraje, han sido centro de codicias durante siglos y siglos
desde la Edad del Hierro, tiempo aquel del que todavía quedan restos como para
que los arqueólogos intenten ajustar cabos en el sensible cañamazo sobre el que
se ha de tejer el cómo y el porqué de nuestras raíces como pueblo de Occidente,
que más tarde, muchos siglos después, daría lugar a esta raza castellana
nuestra, con sangre de infinitas etnias, y con una cultura que fue tomando
cuerpo en la coctelera de la historia a partir de Túbal, el hijo de Jafet y
nieto de Noe, a quien tantos historiadores han señalado como el primer hombre,
que escapado de la Biblia, pisó en nuestro suelo no mucho después del Diluvio
Universal.
Dicen los eruditos que fueron los vacceos el primero de
los pueblos de la antigüedad que asentó por los parajes de la vega media del
Duero, que tomarían aquel poyal como atalaya ventajosa para la guerra cuerpo a
cuerpo, y, desde luego, como enclave insutituíble para el ataque cuando la
artillería, ya desde su etapa más rudimentaria, comenzó a contar como el
recurso de mayor utilidad en los enfrentamientos bélicos de la Edad Moderna,
pongamos media docena de siglos atrás en el cómputo del tiempo a partir de hoy.
En el ahora apacible Paseo del Espolón, en la villa de Roa de Duero, mirando a
la vega, hay una enorme bombarda de a principios del XV que nos lleva a
refrescar la memoria.
Roa, más conocida hoy como sede del Consejo Regulador de
la Denominación de Origen de los buenos vinos de la Ribera del Duero, es ante
todo historia. Muy cerca de allí, en Castrillo de Duero, nació en 1775 Juan
Martín Díez, El Empecinado, y allí lo vieron matar sus paisanos en la
"ominiosa década", después de haberlo torturado cruelmente como si
de una fiera salvaje se tratara, metido en una jaula de hierro. Allí fue a
morir en 1517, marcado por la edad, y agotado por el cansancio y por la responsabilidad
del mando como regente, el cardenal Jiménez de Cisneros, cuando viajaba a
lomos de una mula hacia los puertos de mar del norte de España, donde pensaba
recibir en buena hora y descargar el peso de la regencia sobre Carlos I, el rey
adolescente con la cabeza llena de pajaritos por entonces, luego poderoso
emperador y hábil monarca de las Españas, al que no llegó a conocer siquiera.
Allí murió un hijo de Fernando III el Santo, que según se ha escrito no fue un
ejemplo de virtud, precisamente. Y allí se lucen, sobre las fachadas de los más
destacados edificios, los escudos nobiliarios de tantas familias con apellidos
de noble resonancia en toda la comarca burgalesa: los Velasco, de la Cueva,
Zúñiga Avellaneda, conde de Miranda del Castañar, ante cuyos nombres entran
ganas de descubrirse, cuánto más ante sus emblemas. Cosas de la gloria efímera,
que el soplo de la vida se acaba por llevar, dejando señal de permanente en los
epitafios de sus tumbas y en los escudos murales -auténticas maravillas, por
cierto, algunos de ellos- como los que allí pueden verse, reflejando el sol de
la mañana, en la fachada principal de la excolegiata de Santa María, y que
corresponden a los apellidos de la Cueva y Velasco, sostenidos por dos salvajes
que pisan cabezas de esclavos.
Es difícil no recordar a quienes han estado en Roa la
fachada de su iglesia de Santa María, obra de transición, de extraordinaria
belleza, donde los mejores detalles ornamentales y arquitectónicos del
Renacimiento tardío castellano quedan patentes. En el interior conservan
capillas, historiadas y ricas en verjas del XVI, como la de los Burgos y la de
los señores condes de Siruela, sin pasar por alto la imaginería de la misma
época, excepcionalmente representada por una Trinidad de autor anónimo y por
un altorrelieve policromo del XV, obra magnífica de Diego de Siloé.
Era día de mercado y la Plaza Mayor se encontraba plagada de tenderetes y de expositores de productos a la venta, de gentes de la comarca y del propio Roa que habían acudido al coso a comprar a eso de la media mañana para no quedar mal con la diosa costumbre. En otro de los laterales de la plaza, haciendo ángulo con la fachada principal de la iglesia de Santa María, queda el edificio del ayuntamiento, donde un guardia municipal y dos señoritas empleadas atienden con prontitud al público de manera amable, dato a destacar por no ser en otros lugares demasiado frecuente. Y luego a ver el pueblo; un pueblo al que también se le reconoce como experto por tradición en el cultivo de su vega, como destilador de alcoholes y como productor o fabricante benemérito de pastas para sopa.
Entre la fronda de un jardinillo anexo a la plaza de
toros, allí donde los raudenses llaman la Cava, está el monumento en bronce
con el que el pueblo recuerda a perpetuidad al más conocido de sus personajes
históricos, El Empecinado. Aparece de cuerpo entero, y tiene sujeta con cadenas
entre las piernas la silueta recortada del mapa de España, por cuya libertad
contra la atadura del emperador francés Napoleón, peleó en guerrillas tantas
veces y dio su vida en 1825, odiado, azotado y escupido, como perro rabioso.
Casi al otro extremo de la localidad, bien cruzando por
la Plaza Mayor o por la calle comercial de Santo Domingo, en el ya dicho Paseo
del Espolón -muy semejante en estructura a los paseos marítimos de las ciudades
costeras del Mediterráneo, pero dando vistas, no al mar, sino al río Duero,
que baja escoltado por frondosas alamedas, y a la vega fertilísima que llega
hasta la ciudad de Aranda, todo en línea recta-, queda un tanto disimulada bajo
las plataneras la efigie de Cisneros, un busto de bronce sobre alto pedestal
que en 1995 le dedicaron los Amigos de la Historia de Roa, y que uno piensa
que no es para menos. Allá, lejos, rayando el horizonte, se deja ver sobre la
colina gris la silueta de un castillo famoso: el de Peñafiel por tierras de
Valladolid, que abre en los ánimos hoy cansados del caminante el deseo de
perderse algún día por allí, quizás no demasiado tarde.
Los productos propios del lugar: el queso de oveja, los
asados de cabrito y de cordero tan famosos, no sólo allí sino en toda la
comarca, los exquisitos vinos de la Vega del Duero, el blanco pan de sus
trigales, son materia de especialización gastronómica, a los que uno tan sólo
se atreve a calificar de excelentes.
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