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miércoles, 13 de julio de 2016

ANDAR POR CASTILLA (X): OCAÑA (Toledo)


Después de puesta la vida
tantas veces por su ley
al tablero;
después de tan bien servida
la corona de su rey
verdadero
después de tantas hazañas
a que no pude bastar
cuenta cierta,
en la su villa de Ocaña
vino la muerte a llamar
a su puerta.
       (Jorge Manrique)

            Hasta hace sólo unas fechas que anduve por allí, oteando monumentos y buscando impresiones de un lado para otro, la villa de Ocaña apenas había significado para mí una leve referencia que apenas aportaba a la imaginación acaso una idea turbia, fugaz, imprecisa, sin un punto de apoyo sobre el que mantenerse en pie. Era hasta entonces la villa en la que el comendador don Rodrigo de Manrique encontró la muerte, según las famosas "Coplas" de su propio hijo; era la villa cuya picota dio pie a uno de los mejores artículos de G.A.Bécquer, y que su hermano Valeriano ilustró con un dibujo magistral en la primera ocasión que vio la luz; era, en fin, con referencia a tiempos más actuales, la villa toledana del famoso penal.
            La Mesa de Ocaña, comarca de la que la villa es cabecera, se extiende como una prolongación de la última Alca­rria a la que se asemeja por la condición natural del terre­no, en tanto que, por la altura, y por la climatología de la que suele gozar a lo largo del año, es tierra manchega, y así la podemos tomar en cuenta, como la inmensa portona que abre cara a las tierras del sur los campos de la Mancha.
            En Ocaña, como en cualquiera de las ciudades históricas repartidas por ambas Castillas, hay que buscar meticulosamente la huella del pasado, que irá apareciendo a trechos oculta entre el sedimento de la modernidad, entre el olor a asfalto, los semáforos y el murmullo de las cafeterías. El palacio de los Duques de Frías, de estilo Isabel, que mandó construir don Gutierre de Cárdenas, aquel prohombre que negoció la boda de los Reyes Católicos, es sólo un dato a tener en cuenta a la hora de considerar la importancia de la villa; y otro lo hubo en el camino de Aranjuez, donde se hospedó siempre que pasó por Ocaña la Reina Católica, y usaron después en sus frecuen­tes viajes los reyes de la Casa de Austria; y de la época imperial, o ligeramente posterior, lo es la fábrica de la Fuente Nueva, situada en un ligero valle de extramuros.

            Pero nos habremos de detener un instante en la Plaza Mayor; en una de las plazas castellanas más sonoras, mejor dispuestas, notorio monumento por sí sola a la par, y sin salvar en exceso las distancias, con las plazas mayores de Madrid o de Salamanca, por hacer referencia a dos de las más representativas de las que pueden servir de modelo sin salir de nuestra patria. Es ésta una plaza cuadrada, simétrica, señorial, soportalada, de trazado barroco, mandada construir por el rey Carlos III en 1777 y acabada cuatro años después a expensas de los fondos públicos. En dos de los lados laterales del cuadrilátero perfecto que tiene por planta, se alinean 18 arcos, y 17 en los otros dos. Como fondo a una de sus caras se levanta el edificio del ayuntamiento, con balconaje y carillón de voluminosa campana, que en algo nos recuerda al del mítico reloj madrileño de la Puerta del Sol.
            Y no lejos de la Plaza Mayor, medio escondida en el centro de una plazuela que se abre a mitad de la calle de Lope de Vega, frente al teatro del mismo nombre que fue convento de Jesuitas antes de la Desamortización, continúa por los siglos la famosa picota, para mi uso, con la de Villalón de Campos en Valladolid y con la de Fuentenovilla en Guadalajara, la más monumental y artística que hay en España. A la picota de Ocaña va unido de modo inseparable aquel artículo de Bécquer que la inmortalizó como monumento: «Es alto como una mediana torre, y esbelto y delgado como una palma; el arte ojival trazó su silueta, reuniendo al más puro y ligero de sus contornos góticos los rasgos más sencillos y característicos de su graciosa ornamentación. El tiempo ha completado la obra del artista, prestando la riqueza de color y la variedad de tonos que los años dan al granito; las mutilaciones propias de las injurias de la edad contribuyen a hacerlo pintoresco». Todo sigue siendo lo mismo que cuando pasó por allí el poeta sevi­llano, con siglo y medio a sumar de deterioro, pero digna y monumental como se desprende de las líneas transcritas, dema­siado encerrada quizás, en medio de una placita que el ayunta­miento dedicó a José María de Prada, cuando pudo haberlo sido al propio Bécquer en testimonio de gratitud.

            A la vera de la Calle Mayor, Avenida del Generalísimo o Carretera de Cuenca, queda en un rinconcito sombrío el conven­to de Carmelitas Descalzas de San José. Es de estilo renacen­tista con pequeño claustro y una sola nave. El cumplido epita­fio de un enterramiento que hay en el interior de la iglesia conventual, habla sobradamente de su importancia:«Aquí yacen los restos mortales de don Alonso de Ercilla y Zúñiga, caba­llero del hábito de Santiago y gentil-hombre de cámara del emperador Carlos V. Los de su hermana doña Magdalena de Zúñiga y los de su mujer, la señora doña María de Bazán, fundadora en el año 1595, de este convento de San José de la Orden de Carmelitas Descalzas de esta villa de Ocaña. Falleció en Madrid el 10 de marzo de 1603. R.I.P.». Hoy, más por la impor­tancia de quien allí está enterrado, autor de "La Arauca­na"y conquistador de Chile, que por mérito propio, el modesto convento de Carmelitas es Monumento Histórico Nacional, con todos los beneficios y consideraciones que ello le haya podido aportar. En el exterior, un juego de azulejería adosado al muro, recuerda con hermosos versos de Lope de Vega la talla humana y literaria de don Alonso de Ercilla.
            Es mucho lo que todavía queda por ver y por decir de la Vicus Cuminarius romana; plaza que no fue recuperada a los árabes por las armas, sino como regalo de bodas del emir Aben-Abed al rey Alfonso VI, parte de la dote que entregó al monar­ca castellano al casarse con su hija, la princesa Zaida.
            En torno a los cuatro o cinco mil habitantes debe de contar en su censo la villa de Ocaña; sin duda una de las más importantes de la Mancha toledana, en donde, a pesar de todo, y sin perder el nivel que a finales de siglo los nuevos tiem­pos señalan y requieren, aún se advierte en sus calles y rinco­nes el recio sabor de la nobleza española del XVII.

            Con sus torres y sus campos de mies en la llanura, compo­nen­tes inseparables de la conocida Mesa de Ocaña, el pueblo queda allí, como cirio encendido de un pasado que no conviene olvidar. 

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