No entra la villa de
Belmonte en ese florido abanico de lugares castellanos a los que el tiempo le
ha venido reconociendo su valía. Los esfuerzos en su favor que hasta el momento
han debido dedicar los eruditos manchegos, se ve que no han sido suficientes a
la hora de colocar, sobre el escalón que le corresponde en el podium de los
merecimientos, al pueblo que cuenta nada menos que con el honor de haber sido
cuna del dulce Fray Luis y solar de uno de los linajes más célebres y contradictorios
de la España del Renacimiento: los Pacheco.
Belmonte, el pueblo,
extendido al pie del cerro que dicen de San Cristóbal, sobre el que se alza el
magnífico castillo del marqués de Villena, da para mucho. Pero no es éste uno
de esos enclaves que atraigan por tradición el interés de la gente,
participando con ello en esa deficiencia endémica que bajo mi punto de vista
padece de manera real todo el campo de la Mancha, paradójicamente el más
conocido a escala universal de toda España, gracias a la obra de Cervantes.
Cualquier momento
puede ser bueno para ir a Belmonte. El pueblo se ofrece a los ojos del viajero
de un blanco encendido. Antes de llegar, un molino de viento sobre el otero
pone en aviso a quienes van acerca de la condición manchega de aquellas
tierras. Luego, la impecable fortaleza sobre el altillo y el soberbio corpachón
de la colegiata destacan por encima del caserío donde la luz se estrella en la
media mañana; se carga de serenos matices, verdes y ocres, el atardecer; se
atornasola la hora del crepúsculo, dorando las piedras de sillería en los
viejos edificios, contrastando los relieves de los escudos que adornan las
fachadas antes de dar paso a la dormición de la villa bajo el estrellado celaje
de la noche, el mismo que fue testigo de la vela de armas en el patio de
cualquier mesón por parte de un ilustre loco manchego.
A Belmonte, como a
Medinaceli o a Sigüenza, se debe entrar ante todo con pudoroso respeto, con una
sutil delicadeza. El pueblo responderá largamente. Andar por Belmonte es
caminar por el pasado, a caballo por esas cuatro décadas que la Historia suele
fijar en los postreros coletazos de la Edad Media, en tanto que el mundo de la
Filosofía y del Arte apunta como tiempo de cauteloso tránsito entre las formas
góticas y el primer Renacimiento, coincidiendo con los años de su esplendor
que antes había iniciado en persona el infante don Juan Manuel y redondearía
más tarde el marqués de Villena.
Dicen que Belmonte no
pasó en un principio de ser más allá que un poblado de carboneros dependiente
del señorío de Alarcón y que se llamó Las Chozas. Aseguran que fue el propio
Infante de Castilla quien, inspirado por el bosque de encinas que por entonces
debió cubrir el cerro de San Cristóbal, cambió su nombre por el de Bello Monte,
del que habría de derivar su denominación definitiva. El título de villa independiente
le vino en 1361, por real privilegio de don Pedro de Castilla. Pero habría de
ser a partir de la cuarta década del siglo XV, cuando comenzaron a sonar en el
carillón de la historia las campanadas de gloria para Belmonte; momento aquel
en el que haciendo uso de sus poderes y de sus riquezas, el principal de todos
sus benefactores y mecenas, don Juan de Pacheco, marqués de Villena, conde de
Medellín y de otras villas, maestre de Santiago, valido del rey y señor de
Belmonte, dedicó su esfuerzo a engrandecerlo.
Seguro que al andar
por cualquiera de las calles del pueblo, blasonadas o no, van quedando atrás
algunas de las casas solar en las que nacieron muchos de los hijos ilustres de
los que Belmonte se enorgullece, y de los que conviene entresacar a Fray Luis
de León como el primero de todos; a doña María Valera Osorio, a quien Fray Luis
dedicó su libro "La perfecta casada" como regalo de bodas; a San Juan
del castillo, mártir de las misiones en Paraguay el año 1628; a don Pedro
Girón, poderoso caballero a quien se le había otorgado la mano de Isabel la
Católica antes de su matrimonio con el rey Fernando; y a don Juan de Pacheco,
en fin, marqués de Villena, que nació en el alcázar viejo en 1419, murió en
Santa Cruz de la sierra, cerca de Trujillo, en 1474, y está enterrado en el
monasterio segoviano del Parral, bajo un lujoso mausoleo de alabastro.
Algunas de las
arcadas y de las puertas en la muralla que todavía existen, van dejando en el
urbanismo de la villa la nota personal que sólo poseen las viejas ciudades de
alcurnia. Las puertas de Chinchilla y de la Estrella, o el arco que dicen del
Cristo de los Milagros, son una prueba de la importancia que procuraron
regalar a la villa sus antiguos señores.
Pero tomemos por
extramuros el camino que sube hasta el castillo. El castillo de Belmonte, en
mitad de la inmensa llanura manchega, es la principal enseña de la villa. Lo
mandó levantar para su acomodo y defensa don Juan Pacheco, sobre la suave cima
del otero desde donde se domina el caserío y las tierras de su entorno en
varias millas a la redonda. Tiene forma de estrella o de exágono irregular, al
que limitan seis torres además de la principal o del homenaje. El espacio interior
se va distribuyendo en galerías, salones, corredores, alcobas, capilla,
escalinata, y un patio de armas triangular con el pozo característico de los
castillos.
Habría que detenerse
dentro de la elegante fortaleza frente a dos ventanales repujados que miran al
campo, y en los bellos artesonados mudéjares de las galerías o del salón regio;
también en el artesonado octogonal, a manera de cúpula giratoria, de la
habitación de los señores, adornada con campanillas que hacían sonar al poner
el techo en movimiento.
Hubo dos mujeres
relacionadas de manera directa con la historia del castillo: doña Juana la
Beltraneja y la emperatriz Eugenia de Montijo. La primera por haber sufrido
prisión dentro de él; y la emperatriz Eugenia, esposa de Napoleón III y descendiente
directa de los Pacheco, por haber emprendido durante la segunda mitad del siglo
XIX la importante reforma interior que todavía puede verse, sobre todo en la
reestructuración del patio de armas fuera de todo estilo. A ella, que vivió
allí después de haber sido destronado el emperador francés, su marido, se debe
el buen estado de conservación que aún ofrece el castillo.
Pero al decir de los
habitantes de la villa, no es el castillo la joya principal del arte
belmonteño, sino la iglesia colegial de San Bartolomé, a manera de museo
testimonial en el que pueden verse piezas de arte de gran valor relacionadas
de manera directa con los señores y con las familias distinguidas que
vivieron allí.
La colegiata está
situada en uno de los barrios más altos de la villa, junto al Alcázar Viejo o
casa del Infante don Juan Manuel, hoy en estado de ruina. Sólo unos cuantos
detalles pueden dar idea de su contenido y grandiosidad, a saber: el retablo
mayor del siglo XVII, obra de Lázaro Ruiz, con tallas de Hernando de Espinosa;
las estatuas orantes en alabastro sobre su propio sepulcro de los abuelos de
don Juan Pacheco; el enterramiento de los abuelos paternos de Fray Luis de León
en la capilla de la Asunción; el Cristo amarrado a la columna de Francisco
Salzillo en la capilla de la Inmaculada; la sillería del coro, llevada desde la
catedral de Cuenca en 1757, obra maestra en madera de nogal, esculpida por Egas
Cueman y Annequín de Bruselas, en donde se ven representados veintiún episodios
de la Historia Sagrada, desde la Creación del mundo hasta la Resurrección de
Cristo; un lienzo de Morales con la preciosa imagen de "La Piedad",
en el que se advierte toda la ternura y el patetismo que caracteriza la
pintura de aquel a quien sus contemporáneos dieron en llamar El Divino. Y la
lista de motivos podría ser interminable.
Ni el tiempo ni el espacio dan para
más. En plena Mancha conquense queda, a la espera de quienes deseen
descubrirla, la villa de Belmonte, destacado rubí de la corona de Castilla y
nombre a escribir con letras mayúsculas en el nomenclátor de los más
importantes pueblos de España.
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