El arte y la historia, su influjo en el nacimiento de nuestra lengua, el canto coral en las esencias más puras y delicadas del viejo gregoriano, las torres y el claustro del monasterio, hasta su famoso ciprés, llevan cada año millares de turistas al monasterio de Silos. Santo Domingo de Silos es pueblo, como San Lorenzo del Escorial también lo es salvando las distancias, pero es sobre todo monasterio, viejo foco de cultura y de piedad con casi diez siglos sobre sus piedras nobles.
Son dos con ésta las ocasiones en las que fui a Silos. De una a otra acaso haya podido mediar una docena de años de diferencia en el tiempo. Por fuera, la imagen del pueblo ha cambiado sensiblemente; han mejorado las carreteras a su alrededor -sólo a su alrededor-, y los establecimientos de atención al turista se han duplicado por lo menos. En temporada punta, a pesar de todo, aún puede darse el caso de tener que guardar turno para conseguir plaza en los restaurantes. La fama, ahora universal, del coro de monjes del monasterio, es sobre todo lo demás un potente reclamo para llegarse a él, atravesando en cualquier dirección las tierras de Castilla. La primera vez llegué por Lerma y Covarrubias (ruta memorable); la última lo hice por Aranda de Duero en viaje de ida y vuelta en un solo día, apresurado quizás, pero posible si se toma de sol a sol una jornada de verano.
Santo Domingo de Silos es un pequeño lugar burgalés en las riberas del Arlanza con una población exigua. Sólo asistían dieciséis niños a la única escuela del pueblo cuando estuve allí. El monasterio lo es todo. El solemne edificio es de origen medieval, aunque la fábrica que en nuestro tiempo podemos ver fue reconstruida casi toda ella por Ventura Rodríguez a mediados del siglo XVIII, según el estilo de la época. Apenas el muro derecho del crucero en la iglesia abacial, y su famoso claustro, pertenecen a la primera época, al antiguo monasterio que amparó el conde Fernán González y en el que Santo Domingo fue ermitaño, abad y restaurador. Allí murió el santo taumaturgo, y allí fue enterrado en el año 1088, dentro de la iglesia iniciada y terminada por él pocos años antes. En 1835, el monasterio fue desafectado por la famosa Ley de Desamortización, y vuelta a poblar cuarenta y cinco años más tarde, es decir, en 1880, por un religioso francés llamado don Guépin, quien un buen día se hizo presente con monjes de la Orden a ocupar de nuevo el convento. Se sabe que el restaurador francés trabó amistad muy pronto con la flor de la intelectualidad de su tiempo, y que fueron varios los hombres de letras que a primeros de siglo, y hasta más tarde, pasaron por sus celdas. Ahí queda como señal perdurable de aquellas estancias el bellísimo soneto de Gerardo Diego inspirado en su famoso ciprés: "Enhiesto surtidor de sombra y sueño".
Resulta imposible -al menos para mí lo es en extremo- hacer una descripción minuciosa de la abadía tras una visita que apenas pudo durar dos horas, aun con los ojos bien abiertos y con los oídos a punto para no perder detalle de cuanto el guía suele explicar de corrido. Puesta, por tanto, la idea a reposar durante algún tiempo, es la primera impresión la que prevalece; los detalles concretos, tan fáciles de olvidar, será preciso recogerlos de aquellos apuntes tomados a vuelapluma en el cuaderno de notas, auxiliar éste de gran valor, que uno, desde antiguo, tiene por costumbre llevar siempre consigo como compañero de viaje.
El claustro del convento es de lo más perfecto que en su especie podría imaginarse. Se rodea de cuatro andares y sesenta arcadas de columnas doble, o sea, noventa y seis arcos en total con sus correspondientes capiteles, distintos todos ellos, lo que viene a ser todo un muestrario en altorrelieves, un museo completo de escultura medieval de la mejor calidad artística y en un estado de conservación prácticamente impecable. Una incidencia rara -al decir de los críticos- en el estilo románico; pues en el maravilloso aleteo de capiteles en ambas galerías del claustro, aparecen temas entrelazados de diversos motivos: de fauna fantástica, de motivos vegetales y geométricos, de escenas bíblicas, con un efecto final inimaginable; a lo que habría que añadir los relieves esquineros de las galerías: Pentecostés, la Ascensión, el sepulcro de Cristo, la incredulidad de Santo Tomás..., que en tantas ocasiones nos suelen ofrecer los tratados de arte medieval como ejemplos modélicos. Y en medio del cuidado jardín de bojes y rosales, el gigantesco ciprés, enseña centenaria del monasterio, que a la distancia se deja ver clavado en los cielos desde todo el valle.
En los roídos arcones frailunos de la abadía aparecieron hace tiempo las famosas Glosas Silenses, magnífico punto de apoyatura para los estudiosos acerca de los orígenes de nuestro idioma; lo que invita a referirse, sólo de pasada, a la grandiosa biblioteca de Silos, con más de sesenta mil volúmenes, entre los que se cuentan algunos manuscritos de Gonzalo de Berceo, el cantor en román paladino de la vida de Santo Domingo de Silos, de San Millán de la Cogolla, de Santa Oria, títulos punteros hoy de nuestra literatura del Nuevo Mester, y monumentos de las viejas letras castellanas en cuaderna vía, que fue el estilo al uso de los monjes del siglo XIII.
La singular botica monacal fue centro de especial interés hasta hace poco, hasta hace tan sólo unas décadas en que un incendio acabó con ella. Fue sin duda una de las más importantes boticas de origen medieval de toda Europa.
Y a todo ello, a todo lo dicho y por decir que es mucho, debe añadirse en la visita a Silos el canto en vivo de los monjes benedictinos del convento; seguramente que se trata del coro más reconocido de interpretación gregoriana que hoy existe, debido a las grabaciones en disco que hace dos o tres años se hicieron célebres en todo el mundo. El público los suele aguardar puntual dentro de la iglesia para escucharlos en silencio a las horas justas del Oficio Divino, que son varias a lo largo del día. Los monjes ocupan sus escaños en el coro llegado el momento, cantan durante unos minutos y se retiran en silencio. Es el complemento a lo ya visto, lo que con un poco de imaginación, como ayuda precisa para retroceder en el tiempo, se hace imprescindible en la vista a Silos.
Son dos con ésta las ocasiones en las que fui a Silos. De una a otra acaso haya podido mediar una docena de años de diferencia en el tiempo. Por fuera, la imagen del pueblo ha cambiado sensiblemente; han mejorado las carreteras a su alrededor -sólo a su alrededor-, y los establecimientos de atención al turista se han duplicado por lo menos. En temporada punta, a pesar de todo, aún puede darse el caso de tener que guardar turno para conseguir plaza en los restaurantes. La fama, ahora universal, del coro de monjes del monasterio, es sobre todo lo demás un potente reclamo para llegarse a él, atravesando en cualquier dirección las tierras de Castilla. La primera vez llegué por Lerma y Covarrubias (ruta memorable); la última lo hice por Aranda de Duero en viaje de ida y vuelta en un solo día, apresurado quizás, pero posible si se toma de sol a sol una jornada de verano.
Santo Domingo de Silos es un pequeño lugar burgalés en las riberas del Arlanza con una población exigua. Sólo asistían dieciséis niños a la única escuela del pueblo cuando estuve allí. El monasterio lo es todo. El solemne edificio es de origen medieval, aunque la fábrica que en nuestro tiempo podemos ver fue reconstruida casi toda ella por Ventura Rodríguez a mediados del siglo XVIII, según el estilo de la época. Apenas el muro derecho del crucero en la iglesia abacial, y su famoso claustro, pertenecen a la primera época, al antiguo monasterio que amparó el conde Fernán González y en el que Santo Domingo fue ermitaño, abad y restaurador. Allí murió el santo taumaturgo, y allí fue enterrado en el año 1088, dentro de la iglesia iniciada y terminada por él pocos años antes. En 1835, el monasterio fue desafectado por la famosa Ley de Desamortización, y vuelta a poblar cuarenta y cinco años más tarde, es decir, en 1880, por un religioso francés llamado don Guépin, quien un buen día se hizo presente con monjes de la Orden a ocupar de nuevo el convento. Se sabe que el restaurador francés trabó amistad muy pronto con la flor de la intelectualidad de su tiempo, y que fueron varios los hombres de letras que a primeros de siglo, y hasta más tarde, pasaron por sus celdas. Ahí queda como señal perdurable de aquellas estancias el bellísimo soneto de Gerardo Diego inspirado en su famoso ciprés: "Enhiesto surtidor de sombra y sueño".
Resulta imposible -al menos para mí lo es en extremo- hacer una descripción minuciosa de la abadía tras una visita que apenas pudo durar dos horas, aun con los ojos bien abiertos y con los oídos a punto para no perder detalle de cuanto el guía suele explicar de corrido. Puesta, por tanto, la idea a reposar durante algún tiempo, es la primera impresión la que prevalece; los detalles concretos, tan fáciles de olvidar, será preciso recogerlos de aquellos apuntes tomados a vuelapluma en el cuaderno de notas, auxiliar éste de gran valor, que uno, desde antiguo, tiene por costumbre llevar siempre consigo como compañero de viaje.
El claustro del convento es de lo más perfecto que en su especie podría imaginarse. Se rodea de cuatro andares y sesenta arcadas de columnas doble, o sea, noventa y seis arcos en total con sus correspondientes capiteles, distintos todos ellos, lo que viene a ser todo un muestrario en altorrelieves, un museo completo de escultura medieval de la mejor calidad artística y en un estado de conservación prácticamente impecable. Una incidencia rara -al decir de los críticos- en el estilo románico; pues en el maravilloso aleteo de capiteles en ambas galerías del claustro, aparecen temas entrelazados de diversos motivos: de fauna fantástica, de motivos vegetales y geométricos, de escenas bíblicas, con un efecto final inimaginable; a lo que habría que añadir los relieves esquineros de las galerías: Pentecostés, la Ascensión, el sepulcro de Cristo, la incredulidad de Santo Tomás..., que en tantas ocasiones nos suelen ofrecer los tratados de arte medieval como ejemplos modélicos. Y en medio del cuidado jardín de bojes y rosales, el gigantesco ciprés, enseña centenaria del monasterio, que a la distancia se deja ver clavado en los cielos desde todo el valle.
En los roídos arcones frailunos de la abadía aparecieron hace tiempo las famosas Glosas Silenses, magnífico punto de apoyatura para los estudiosos acerca de los orígenes de nuestro idioma; lo que invita a referirse, sólo de pasada, a la grandiosa biblioteca de Silos, con más de sesenta mil volúmenes, entre los que se cuentan algunos manuscritos de Gonzalo de Berceo, el cantor en román paladino de la vida de Santo Domingo de Silos, de San Millán de la Cogolla, de Santa Oria, títulos punteros hoy de nuestra literatura del Nuevo Mester, y monumentos de las viejas letras castellanas en cuaderna vía, que fue el estilo al uso de los monjes del siglo XIII.
La singular botica monacal fue centro de especial interés hasta hace poco, hasta hace tan sólo unas décadas en que un incendio acabó con ella. Fue sin duda una de las más importantes boticas de origen medieval de toda Europa.
Y a todo ello, a todo lo dicho y por decir que es mucho, debe añadirse en la visita a Silos el canto en vivo de los monjes benedictinos del convento; seguramente que se trata del coro más reconocido de interpretación gregoriana que hoy existe, debido a las grabaciones en disco que hace dos o tres años se hicieron célebres en todo el mundo. El público los suele aguardar puntual dentro de la iglesia para escucharlos en silencio a las horas justas del Oficio Divino, que son varias a lo largo del día. Los monjes ocupan sus escaños en el coro llegado el momento, cantan durante unos minutos y se retiran en silencio. Es el complemento a lo ya visto, lo que con un poco de imaginación, como ayuda precisa para retroceder en el tiempo, se hace imprescindible en la vista a Silos.
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