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domingo, 9 de enero de 2011

CIUDAD RODRIGO, EN LA ANCHA CASTILLA


Siguiendo el consejo de los hombres ilustres, que siempre será el mejor consejo que se pueda seguir, hace algunas semanas anduve por tierras de Portugal conociendo, contemplando y comparando, paisajes que jamás había visto, costumbres distintas a las nuestras, e intentando comprender aquella admiración tan sincera y tan profunda que don Miguel de Unamuno sintió por varias ciudades lusitanas, Coimbra y Guarda entre algunas más, y que fueron las últimas por las que pasé y en las que me detuve en el viaje de regreso.
Es preciso volver los ojos de la memoria a la Literatura para reconocer en la actual Coimbra aquella ciudad universitaria colmada de nostalgias y de romanticismo. Coimbra es hoy una ciudad moderna, escalonada a trechos delante de los ojos, con visiones impresionantes a la vera del caudaloso Mondego pocas leguas antes de morir en el Atlántico, en más que justificada rivalidad con el Duero y el Tajo, nuestros ríos, que siguen su mismo camino, uno más al norte y otro más al sur, pero en líneas casi paralelas con el ancho río de Coimbra. Conserva la ciudad, bastante remozada por cierto, su famosa Universidad en el más alto de sus barrios. Hay que subir mucha cuesta y luego bajar hasta llegar a ella. La Universidad de Coimbra, si bien sigue siendo la más prestigiosa del país vecino, se mantiene apegada a sus recuerdos, como enseña permanente de la cultura tardomedieval de la vieja Europa, a la par de las de Bolonia, Salamanca o Alcalá, y que Portugal conserva con el cariño, la veneración y el mimo con que se guarda una reliquia o un emblema, y en ello hace muy bien. Coimbra es una de esas ciudades nobles, que siempre encuentran en el corazón de quienes las conocen un rinconcito reservado para ellas. De Guarda, muy cerca ya de la frontera con el antiguo reino de León, situada en lo más alto de la Sierra de la Estrella luego de salvar un importante puerto de montaña, hay menos cosas que decir, una ciudad antigua invadida por la modernidad, de la que Unamuno concluyó al dejar escrita una frase tan evasiva como ésta: «El fruto mayor que de mi visita a Guarda he sacado es el poder decir alguna vez, cuando de Guarda se hable o se miente: también la he visto.» Casi cien años después, suscribo lo que en 1908 escribiera el insigne profesor.
Pero no es de Portugal de quien tenía previsto escribir hoy para nuestros lectores, sino de la primera ciudad española en importancia con la que nos encontramos al regresar por aquella ruta: Ciudad Rodrigo, la capitalidad del llamado Campo de Salamanca, tierra de cereales, de extensas superficies de dehesa donde pastan a cientos y a millares las reses bravas, dicen que de la mejor casta. Henos allí, sin haberla visto nunca, ante una de las ciudades más bellas y más señoriales de la Castilla de hidalgos que jamás llegamos a comprender en la escueta referencia de los libros de texto.
Allá debe de andar Ciudad Rodrigo con los quince mil habitantes en su censo como población de derecho. Un puente de piedra que nos recuerda al de su vecina Alba sobre el río Tormes, tiene Ciudad Rodrigo para cruzar el Ágreda ya en sus mismas puertas, para adentrarse en su imponente urbanismo de conventos y de palacios, de torres y de murallas, de templetes y de escudos heráldicos que, aparte de su significado histórico, son verdaderas obras de arte. De entre sus edificios más notorios conviene destacar un par de ellos, uno civil y otro religioso. El edificio civil es su viejo castillo del siglo XIV, mandado construir por Enrique II de Trastámara y convertido hoy en Parador Nacional de Turismo; por cuanto al más importante edificio religioso, sin duda nos referimos a su catedral de Santa María, situada en el corazón mismo de la ciudad, rodeada de motivos hacia los que se va la vista y que convendrá ir conociendo poco a poco.
La ciudad es mucho más vieja que su catedral y que su castillo. La reconstruyó y la repobló en el año 1100 aproximadamente el conde don Rodrigo González Girón, figura histórica a la que la ciudad debe también su nombre, pues mucho antes aún, hacia el siglo primero, la habían llamado Augustóbriga, nombre sonoro donde los haya en la Roma de los emperadores. Las murallas que la rodean en buena parte, y los profundos fosos que las siguen al pie, acrecientan el interés del visitante que precisa, no horas sino días, para identificarse con su imagen y con las glorias y aflicciones de su pasado, presente por vida en la asombrosa riqueza monumental que posee.
Hablaremos aquí, con el poco espacio para el detalle del que disponemos, de tres de sus monumentos más significativos y ya anunciados, comenzando por sus murallas, colosales, treinta metros de altura con más de dos metros de espesor tienen de cuerpo, por casi dos kilómetros y medio de longitud, asegurando la vieja urbe al tiempo que convierte en museo todo lo que hay dentro de su cerco. Como ocurre con Ávila, prototipo de ciudad amurallada, también Ciudad Rodrigo se ha hecho mayor y ha necesitado de más espacio, de ahí que la parte antigua sea como un cogollo en medio de la ciudad moderna que la rodea en todas direcciones, lo mismo que para bien o para mal han pasado a ser todas las ciudades históricas y artísticas, al menos de la vieja Europa.
El castillo de Enrique II ha sufrido importantes modificaciones para adaptarlo a Parador Nacional. Se inauguró para su nueva función en el año 1928, siendo por tanto el segundo en antigüedad de todos los paradores de turismo de nuestra red nacional.
La catedral de Santa María se encuentra en obras, supongo que de limpieza, en una buena parte de su fachada. Al haber sido construida a lo largo de cuatro siglos, del XII al XVI, sus estilos varían entre el románico y el renacentista, pasando por el ojival intermedio. Magnífico el apostolado de la “puerta de las Cadenas”, y las casi cuatrocientas pequeñas figurillas en piedra del “pórtico del Perdón”. Mas el peso de la leyenda queda dentro de la catedral, rebosa con sabores amargos en las numerosas tumbas de personajes notables que se guardan en las diferentes capillas repartidas por sus naves. Allí está enterrado, por ejemplo, el obispo golfo, aquel del que se dice que resucitó San Francisco de Asís y le dio un plazo de veinte días para arrepentirse de sus pecados antes de su segunda muerte. Y la tumba que allí conocen por la Coronada, donde descansan los restos de una mujer bellísima según el decir de las gentes durante años y siglos. Se llamó Marina Alfonso, muerta en 1253. Cuentan que, sabedor de la hermosura de aquella dama noble, un día pasó a conocerla el rey Alfonso X el Sabio y a proponerle ciertos abusos contra la honestidad; deseó poseerla, que para eso era el rey, y al negarse la dama, el monarca le prometió tomar dura venganza contra ella y contra su familia. La piadosa mujer lo citó en su dormitorio, se desnudó delante de él, y cuando todo parecía dispuesto para que el rey consiguiera su propósito, la mujer tomó una olla de aceite hirviendo y se dejó caer por todo el cuerpo. Murió a los pocos instantes. El Rey Sabio valoró el gesto heroico de aquella mujer en defensa de su honor y ordenó se honrase con una corona real la estatua yacente que pusieron sobre su tumba.
De nuevo fuera de la catedral, me encontré con un francés que tomaba fotografías de todo lo que se le ponía por delante. Algunas del templete que junto al ábside de la catedral levantó el pueblo en honor a sus héroes en la guerra contra Napoleón, batalla, por cierto, en la que se unieron para luchar contra el enemigo común ingleses y españoles, al mando de lord Wellington. Los gabachos sufrieron una aparatosa derrota, lo que valió al lord inglés el título de duque de Ciudad Rodrigo que siempre llevó con orgullo. Fue aquello en el año 1811. Supuse que el francés, que curiosamente me pidió por favor le tirase una instantánea junto al templete, llevaba una misión concreta en todo aquello, y no como recuerdo grato para la historia de su país.
En fin, vivir y viajar para ver, que ese es mi propósito en este trabajo de hoy, el de animar a nuestros lectores a viajar aprovechando la dilatada pausa del verano. No importa adonde. España es un muestrario infinito de bellezas naturales, de monumentos, de historia, de buena gastronomía que todo aprovecha, y si no que se lo pregunten a los extranjeros, europeos, americanos y nipones con cámara en ristre, que durante esta temporada invaden nuestras tierras. Será por algo.

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