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lunes, 31 de enero de 2011

CAMPO DE MONTIEL: VILLANUEVA DE LOS INFANTES



El motivo principal de este periplo por tierras manchegas, no ha sido otro que el de aportar un capítulo más a ese importante volumen que a lo largo del año se viene completando en todo el país, con ocasión del cuarto centenario de la publicación de la primera parte de la principal de cuantas obras narrativas se hayan escrito en el mundo: “El Quijote” de Miguel de Cervantes. El viaje por tierras manchegas de más de un centenar de escritores de viajes, organizado por la Federación Española de Periodistas y Escritores de Turismo, procedentes de varios países, incluido China, ha venido a ser, debido a su posterior repercusión, un sonoro aldabonazo en favor de la más universal de las novelas escritas hasta el día de hoy, de su autor, y sobre todo de la tierra que éste tomó como escenario.
El Campo de Montiel es una de las comarcas más representativas que tiene La Mancha. A medida que uno se va adentrando en el Campo de Montiel, la llanura manchega se comienza a ondular, se agría, empiezan a aparecer las primeras estribaciones que alcanzarán como remate la mismísima Sierra Morena poco más allá, donde el Hidalgo Manchego vivió algunas de sus aventuras más curiosas. Y entre los campos de viñedo en plena recolección, salpicando con sus torres galanas y sus paredes blancas el augusto paisaje, los pueblos manchegos famosos no sólo por sus buenos vinos -que de verdad lo son-, sino por su historia, su elegante señorío, y por la repercusión que de una manera u otra tuvieron en la literatura nacional desde tiempos muy antiguos: Valdepeñas, Ossa de Montiel, Villanueva de los Infantes, Ruidera, son algunos de los lugares que, durante los tres días que duró el Congreso, hemos podido visitar el nutrido grupo de asistentes, partiendo siempre de la histórica villa de Almagro, donde en horario de mañana tuvieron lugar las sesiones.

La Cueva de Montesinos, a cinco kilómetros de distancia de Ossa de Montiel, es uno de los lugares mejor marcados de la obra cervantina. Se encuentra en medio de un bosque claro de encinar y de sabinas, perfectamente socorrida por indicadores, paneles ilustrativos y toda clase de motivos relacionados con la sorprendente aventura, que según la novela tocó vivir en su mundo de alucinaciones al bueno de don Alonso Quijano.
Se nos dio la oportunidad de bajar en grupos de veinte hasta el fondo de la cueva. Su profundidad puede estar en torno a los treinta metros desde la entrada hasta el sitio al que está permitido bajar, caminado lentamente en un incómodo zig-zag ayudados con linternas. Temperatura bajísima, centenares de murciélagos asidos a las paredes húmedas, y en el ambiente, al que no es ajena la imaginación, la memoria del Hidalgo bajando pendiente de una cuerda, y del sabio Merlín, aquel que en aquella cerrada oscuridad encanto a “la dueña Ruidera y sus siete hijas y dos sobrinas, las cuales llorando, por compasión que debió tener Merlín dellas, las convirtió en otras tantas lagunas, que ahora en el mundo de los vivos y en la provincia de La Mancha las llaman las Lagunas de Ruidera”. No todo el mundo se aventuró a bajar hasta el fondo de la cueva de los encantamientos. Resulta difícil. Los demás lo hicimos por poder decir, si alguna vez se presenta la ocasión, que no sólo hemos estado en la Cueva de Montesinos, sino que hemos bajado a ella, lo que, además, supone una nueva visión de la lectura de “El Quijote” en esos dos capítulos de la segunda parte en los que se da cuenta de la tal aventura. A la salida comenzaba a anochecer; un sol carmesí teñía el horizonte sobre las copas de las encinas.
Las Lagunas de Ruidera tuvimos que conformarnos en avistarlas de paso, entre dos luces por la ventanilla del autobús. La tarde no dio para tanto. El paraje en torno a las quince lagunas es otro de los muchos paraísos que, dentro de su variedad, se reparten a todo lo largo y ancho de la región castellano-manchega. La chica que nos sirvió de guía dijo que estaban desconocidas, que la brutal sequía sufrida durante los últimos meses comenzaba a hacer estragos.

Esta villa manchega, situada al este de la provincia de Ciudad Real, es la capital del Campo de Montiel desde el año 1573 en que le otorgó dicho título el rey Felipe II; pero antes se llamó Jumila, a partir de que unas cuantas familias judías la volvieran a levantar después de haber sido destruida por los árabes la primitiva Anticuaria Augusta, fundada por un liberto romano llamado Marco Ulpio Gregario. Los Infantes de Aragón la independizaron de la villa de Montiel en el siglo XV, siendo esa la razón por la que se le llamó Infantes, con el apelativo de Villanueva una vez conseguida su independencia.
Sería mucho lo que habría que hablar del pasado de esta importante ciudad de la Mancha, y del que son testimonio vivo los muchos palacios, iglesias y conventos que todavía conserva, y de los que apenas contaríamos con espacio suficiente para decir sus nombres, rehusando detenernos en su Plaza Mayor y hacer referencia, aunque breve, de los cuatro o cinco más importantes de ese par de docenas que se pueden contar.
Es clave entre los monumentos de Villanueva de los Infantes el convento de Santo Domingo, hoy magnífica hospedería. Se fundó en 1526 y se desamortizó en 1844. En este convento se conserva, y se muestra al público que lo desee, la celda en la que pasó la última etapa de su vida y murió Francisco de Quevedo el 8 de septiembre de 1645.
Villanueva de los Infantes ha sido siempre famosa por su Plaza Mayor, que sin duda es una de las más bellas que hay en España. Al amparo de una generosa iluminación en los edificios que la circundan, destaca su extraordinaria grandiosidad de manera diferente a otras plazas de la comarca manchega. Nobles edificios de piedra ocre, balcones y galerías corridas, soportales de arcadas neoclásicas, rodean la fachada principal de la iglesia de San Andrés de estilo herreriano. Y a partir de la plaza, caminado siempre en línea recta por la calle de Cervantes -la Gran Vía de los monumentos, que alguien le dio en llamar-, palacios y más palacios en una y otra acera: el de Rebuelta; el de Melgarejo; la que fuera casa-cuartel de los caballeros de Santiago; el palacio del Marqués de Camacho; la Casa del Caballero del Verde Gabán, descrita por Cervantes en el capítulo XVIII de la segunda parte del Quijote; y por otras calles más en torno a la plaza: la Alhóndiga o Casa de Contratación, que también sirvió de cárcel; el palacio de los Ballesteros; la Casa del Arco; y otras muchas más, todas con magníficas portadas y los correspondientes escudos, que harían la lista más larga de lo que ya lo es.
Si algún día decides darte una vuelta por allí, amigo lector, cosa que te aconsejo, dedica unos minutos de tu visita en el viaje de regreso a conocer la extraordinaria plaza porticada y la iglesia del Cristo en el pueblo de San Carlos del Valle; bellísimo conjunto barroco de principio del siglo XVIII, declarado Monumento Nacional, y detalle muy a tener en cuenta a la hora de conocer las mil maravillas de nuestra región en su conjunto, cosa que, cuando menos, deberemos empezar, pese a la distancia, a considerar como algo nuestro.
Después de la muerte de Francisco de Quevedo, sus restos permanecieron enterrados en la iglesia de San Andrés de Villanueva de los Infantes durante casi dos siglos, hasta que, revueltos con otros huesos de varios personajes allí enterrados, se enviaron a Madrid metidos en un cajón de tablas de la Tabacalera pintado de rojo, con el fin de ser enterrados en sitio mejor, en el Panteón de Hombres Ilustres anexo a la Basílica de Atocha; pero por falta de presupuesto para un entierro digno, el cajón permaneció abandonado durante varios años encima de un armario en el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, que los había mandado llevar. Pasado ese tiempo se pensó devolverlos a su lugar de origen, como así se hizo. Nuevo olvido del cajón que contenía los restos, ahora en el interior de un armario, hasta que un funcionario municipal lo comunicó a las autoridades de Infantes que decidieron volverlos a enterrar en la misma iglesia. Al segundo entierro asistieron dos de los miembros del cabildo de la iglesia de San Andrés y sólo tres personas más como acompañantes: don Nicolás Verdaguer, notario de Barcelona; su padre, que antes lo fue notario de Villanueva de los Infantes, y un hermano suyo. Era el año 1920 cuando Quevedo, o lo que se suponía que en el cajón habría de él, fue enterrado por segunda vez en una humilde sepultura dentro de la misma iglesia de la que habían salido.

domingo, 23 de enero de 2011

PASTRANA,SEÑORA DE LA ALCARRIA


Extendida en la falda sur del cerro del Calvario, y arrastrando los pies hasta las huertas ahora sin fruto del valle del Arlés, Pastrana se ha encendido de luz en el atardecer del primer fin de semana del año. Pastrana, vieja y señorial como Toledo, late al mismo ritmo que la Ciudad Imperial en las páginas de la Historia. Pastrana es una villa ante la que en justicia uno debería descubrirse; una pequeña ciudadela castellana en donde la gente procura comportarse con dignidad al ritmo que marcan los tiempos. Los tiempos nuevos, que nos son los mejores para pueblos como éste en los que el pasado se hace presente en cada amanecida. Pastrana se ha visto en el aprieto irrenunciable de luchar contra ella misma, contra condición de pueblo venerable, intentando ponerse a salvo de su añosa impedimenta sin perder lo que tiene, y lo va consiguiendo malamente, con demasiadas dificultades. Y es que Pastrana, amable lector, se está quedando sin gente.
Estoy llegando a Pastrana. El convento de Carmelitas se alcanza a ver allá en la lejanía, al final de la vega y de los huertos, estirado sobre la leve prominencia que en su día eligieron para enraizar la Orden los monjes de Santa Teresa. El pueblo está ahora por debajo de nosotros. Al otro lado del valle, los barrios nuevos. Pastrana se ofrece ante los ojos del recién llegado con toda la fuerza de las ciudades que fueron mucho y que no se resignan a dejarlo de ser. Los tejados de la Colegiata destacan en mitad del augusto caserío con solemnidad, con mística arrogancia. Al fondo y sobre lo más alto, se luce al sol de la tarde la imagen sagrada del Corazón de Cristo, mirando al pueblo desde su elevado pedestal de caliza.
Vamos a entrar en Pastrana por donde no es costumbre; rodeando vega adelante y subiendo después por el camino del Convento. El antiguo cenobio carmelita lo ocuparon después los Padres Franciscanos y allí tuvieron después su seminario menor. El notable monasterio se ha convertido en hospedería, y hoy apenas queda el recuerdo de todo aquello. Las tierras y algunos rincones muy precisos en torno al convento, son un fantástico relicario para la Orden Carmelita y un referente para muchos de la literatura mística castellana. Ahí están las primeras capillas y oratorios en los que rezó la Santa de Ávila; la zarza milagrosa que da moras, pero no espinas, muy relacionada según la tradición con la Madre Reformadora; las cuevas en donde se alojaron e hicieron penitencia los primeros frailes; y el paisaje, en fin, reposado y sereno, con vista a tres vegas diferentes, donde es de razón y esa es la creencia, que se inspirase San Juan de la Cruz para aquella serie de versos, medio humanos y medio divinos, que componen su famoso “Cantico Espiritual”
En el camino del Convento la fuente de San Avero. San Avero dicen que fue el primer obispo de Pastrana en tiempo de los visigodos. El camino del Convento nos sube a Pastrana por una calle pina y estrecha que llaman “la Castellana”, en la que todo parece indicar que estuvo la casa donde vivió Santa Teresa durante su estancia en la villa con motivo de la doble fundación de conventos, según se dice en sus escritos, y donde debió de capear el temporal y sufrir las impertinencias y excentricidades que el acarreó el trato con la Princesa de Éboli.

Desde la típica plazuela de los Cuatro Caños, donde está su famosa fuente y donde es de fe que residió durante algún tiempo la reina doña Berenguela de Castilla, madre de Fernando III el Santo, se puede bajar hacia el antiguo barrio de San Francisco por la calle del Heruelo, o subir hasta la plaza del Deán por la de la Palma, donde todavía existe el arco blasonado de la Casa de la Inquisición. Por uno u otro itinerario, nos van saliendo al paso las casonas de hace siglos, con sus aleros oscuros y envejecidos, sus ventanales evocadores y alguna que otra enseña cargada de años y de interés.
Carretera abajo desde la plaza del Deán, nos sale al paso otra más pequeña, pero antigua como aquella, (justifico tu sonrisa, amigo lector) rotulada sobre un típico azulejo como Plaza del Moco, y más abajo, sobre la misma acera, nos queda a mano izquierda la Casa de Moratín, que después adquirió mesonero Romanos, y más tarde se empleó como colegio de religiosas. La abuela paterna de Leandro Fernández de Moratín era natural de Pastrana, y en esta casa que fue de su propiedad, pasó el insigne autor largas temporadas, incluso debió de escribir durante sus descansos alcarreños algunas de sus obras más conocidas, “El sí de las niñas”, por ejemplo.

La Plaza de la Hora es de manera oficial la Plaza de Pastrana. Todos los aires que corren por la Plaza de la Hora son aires renacentistas. La preside el famoso palacio que levantaron con gusto y con premura los primeros duques, es decir, don Ruy gómez de Silva y su mujer, doña ana de Mendoza y de la Cerda, Príncipes de Éboli. La historia de esta singular mujer, la Princesa, es harto conocida. Ahí está sobre el esbelto torreón lateral la reja que, más de cuatro siglos después, sigue testimoniando los años de prisión a que se vio sometida, dentro de su propio palacio, por real mandamiento de Felipe II, esta distinguida dama de la estirpe de los Mendoza. Una hora al día cuenta la historia que tuvo para ver, a través de los gruesos barrotes de esta reja, la vega del Arlés, el cielo azul de la alcarria, y el ir y venir de caballero y menestrales por la plaza de Palacio, que desde entonces se dio en llamar “Plaza de la Hora” en memoria del encarcelamiento que duró hasta el día de su muerte.
Las piedras del Palacio de los Duques, ahora restaurado y dispuesto para otros menesteres, toman a eso de la media tarde un tinte particular a oro envejecido. Por la barbacana de la plaza, los ancianos del pueblo se acercan a ver -es costumbre- las huertas de la vega. Algunos chiquillos corren en bicicleta alrededor del crucero de jaspe que se levanta en mitad de la plaza. La calle Mayor, la historiada calle Mayor de Pastrana se ha cubierto de sombra. La calle se ensancha al final, dando lugar a una nueva plazuela en la que se encuentra el Ayuntamiento, con su escudo municipal esculpido sobre la pared, y la iglesia Colegial en la cara opuesta.

La colegiata de Pastrana merece una referencia especial, un espacio del que no disponemos y que trataré afrontar de manera sucinta.
Esta iglesia se levantó sobre otra gótica ya existente, aprovechada como coro de la nave central. Su construcción fue ordenada por el obispo y señor de Sigüenza don Pedro González de Mendoza, hijo de los Príncipes de Éboli, allá por la tercera década del siglo XVII.
A esta hora de la tarde el interior de la iglesia se envuelve en la penumbra. Las vírgenes y santos del Antiguo Testamento en el retablo mayor, obra de Matías Jimeno, apenas se distinguen. El interior de la iglesia se distribuye en tres naves, capilla mayor y crucero. El coro es inmenso; está provisto de valiosa sillería al servicio del que en otro tiempo llegara a ser uno de los cabildos más numerosos de España.
Es tanto lo que aquí hay, que se precisa de un espacio mucho mayor para contarlo sin excesivos detalles; ocasión que antes tuve y que así se recoge en un librito que hace tiempo escribí con destino al servicio de esta iglesia. No obstante sería injusto obviar siquiera unas palabras con referencia a lo más visitado de este templo, y que ahora no puedo volver a ver por enésima vez, por estar sus puertas cerradas. Me refiero al Museo Parroquial, y a la Cripta-panteón de los duques, antes en diferentes espacios dentro de la Colegiata.
En el Museo Parroquial se exponen algunos recuerdos personales de los primeros duques, de Santa Teresa, y un número importante de piezas de arte entre las que se cuenta con los famosos tapices de Alfonso V de Portugal e importantes piezas de orfebrería, pinturas, esculturas, y una interesante colección de objetos y ropas dedicados al culto.
La cripta-panteón de los duques es subterránea. Se encuentra bajo el ábside. Allí, en sólidos sarcófagos de piedra con sus correspondientes epitafios, se guardan los restos mortales de la Princesa de Ébolia, de su esposo Ruy Gómez de Silva, de su hijo y promotor de esta iglesia, el obispo don Pedro, y de algunos más de los sucesores que han ostentando el título de duques de Pastrana, sobre todo en los primeros tiempos. Al pie, y en una especie de fosa común obligada por las circunstancias, fueron enterrados también parte de los restos del panteón de los Mendoza de Guadalajara -entre los que se encuentran los del celebre Marqués de Santillana- profanado por los soldados franceses de Napoleón durante la Guerra de la Independencia, y que aquí encontraron el debido acomodo.
¿Es, o no es, Pastrana un lugar con méritos suficientes para programar una visita? La primavera, ya cercana, es el momento ideal para ir a verla.


(En la fotografía, Panteón de los Duques de Pastrana en la cripta de la Colegiata)

domingo, 16 de enero de 2011

CHINCHILLA DE MONTEARAGÓN



"Chinchilla es un pueblo ruin, como todos los manchegos, agobiado como por una honda pena, gris y macilento como todos los poblados donde la gente no asoma los hocicos al tiempo, y en ella no estuve sino el tiempo justo que necesité para tomar el tren que me había de devolver al pueblo, a mi casa, a mi familia" (C.J.C. "La familia de Pascual Duarte")

La opinión de Pascual Duarte sobre Chinchilla, y en general sobre los pueblos manchegos, no es otra que la de un preso recién salido de la cárcel en la que acaba de pasar tres años de su vida, sin que tuviera los ojos ni el corazón como para ternezas y mucho menos como para deleites paisajísticos. Por supuesto que el párrafo es fruto de la imaginación de un joven gallego hasta entonces desconocido, Camilo José Cela, quien puso su primera pica en Flandes con la publica­ción de aquella novela, revolucio­nando en plena posguerra el arte de la narrativa que no es un mérito menor, pero que nada tiene que ver con la realidad de las cosas puestas sobre el terreno, y menos aún con lo que en la novela se dice acerca de Chinchilla, considerado hoy por algunos autores, en opinión que comparto, como uno de los pueblos más bellos de España.
Si nos ponemos a considerar la enorme diferencia que existe entre los pueblos más meridionales de nuestra región y los de las sierras del norte en la provincia de Guadalajara, nos daremos cuenta de que Castilla-La Mancha es una tierra de contrastes, quizás la más variada por cuanto a tipos y paisajes, costum­bres y maneras de vivir, de todas las comunidades autónomas de nuestro país.
Es verdad que mi estancia en Chinchilla de Montearagón fue breve, unas cuantas horas tan sólo de una tarde plácida de otoño. Digamos que una escapadilla a los confines casi de la región por las comarcas más alejadas de las nuestras.
Chinchilla es un pueblo antiguo. De las diversas opiniones acerca de su origen, me quedo con la más romántica e increíble de todas, con aquella que asegura que fue fundada por Hércules en el siglo séptimo antes de Cristo. Sus nombres: Cincilia, Teichea, Saltigis y Sintila, entre algunos más que se le atribuyeron en el pasado, sólo nos dan idea de una antigüedad que se advierte enseguida, cuando uno se pone en contacto con el núcleo urbano, incluso antes de haber entrado en él.
Las construcciones añosas, la inclinación de sus calles, la estampa férrea del castillo colocado en el extremo poniente de la colina sobre la que asienta el pueblo, todo nos habla -en el más libre y el más espontáneo de los lenguajes, que es el de la imaginación- de una ciudad medieval adaptada a las modernas maneras de vivir, pero sobre la que flota el espíritu de pasados siglos en su eterna condición de pueblo vigía, cima de roca y tierra sobre el altiplano desde el que Chinchilla domina, como desde los viejos faros de los puertos se domina el mar, el espectáculo indescriptible de la gran llanura manchega. Monteara­gón, Monte Arrago, que en el hablar de los griegos que anduvieron por aquí, no significaba otra cosa que monte de esparto, haciendo referen­cia a la planta textil que tanto abunda en las laderas del Castillo y en los baldíos de toda la comarca.
El castillo de Chinchilla se nos antoja desangelado en la distancia; le falta la torre del homenaje que desapareció en uno de los momentos aciagos de la Historia. En la torre, que ya no está, del castillo, dicen que pasó una larga temporada en calidad de preso el célebre cardenal, luego clérigo y guerrero, Cesar Borgia, acusado culpable de la muerte del duque de Gandía.
Pueblo y mirador, atalaya sobre el horizonte infinito, que con acierto supremo describe la seguidilla que todavía cantan las gentes del lugar, y bailan en los aconteceres festivos los grupos folclóricos de aquel rincón sin par de las tierras manchegas:

Desde el alto Chinchilla
se ve La Roda,
se ve La Roda,
Albacete y Almansa,
la Mancha toda.

Pero démonos una vuelta (ligera y a nuestro modo, como cuando advertimos momentos antes que la noche se nos echa encima) por las calles más céntricas y más antiguas de la vieja Cincilia. En la Plaza Mayor está el Ayuntamiento, que se timbra con un elegante medallón de piedra en altorrelieve desde el que se asoma en efigie Carlos III bajo una corona real. Junto al Ayuntamiento, obra del siglo XVI, bello por cuanto a fachada y rico por su interior en salas capitulares, queda la iglesia de Santa María del Salvador, trabajo modélico del siglo XV que, dicho sea como fue, se construyó sobre otro templo cristiano de finales del siglo XIII. La mandó levantar el marqués de Villena, don Juan Pacheco, señor de una porción inmensa de tierras y villas manchegas en tiempos de Enrique IV. En la iglesia se advierte variedad de estilos: portada gótica, cabecera renacentista, e interior barroco. Dentro de la iglesia, además de la bellísima reja de la capilla mayor, debemos referirnos a la imagen en alabastro de la Virgen de las Nieves, del siglo XV, que el pueblo de Chinchilla venera como Patrona.
En la calle que dicen Obra Pía hay una palacio del que se deben destacar los escudos de armas que sostienen sus muros y la formidable rejería de los balcones. No lejos, como residuo musulmán de tiempos de reconquista, existen unos baños árabes a los que no pude entrar por falta de tiempo. Calle de Diablos y Tiradores, del Hondón, Baja Despacio y calle del Infierno, son algunos de los nombres que anoté en mi cartera al andar por el casco viejo de Chinchilla.
De compras y recuerdos, el pueblo es un verdadero zoco en donde adquirir todo lo que se desee. Las piezas de cerámica y las alfombras urdidas al modo musulmán, deben de ser las estrellas del artesanado local. Allí se ven cuerveras expuestas a la admiración y a la venta, morteros para la salsa y el atascabu­rras, jarrones de ordeño, jarras comunes en diferentes modelos para servir en fondas y mesones el rico vino manchego, y no sé cuántos tipos de objetos más, todos ellos al gusto de nuestros antepasados, al hilo de la tradición, evocadores de usos y de costumbres ya idos.
Y queda para final del relato la visión fantástica de las casas-cueva que hay en el barrio del Hondón, cuando se sale de Chinchilla con el sol puesto. Es la sorpresa final que ofrece al visitante la ciudad antigua, y que aunque sólo sea por ello, bien vale la pena darse una vuelta por allí en el tiempo y en la hora oportunos. El otoño es para mi gusto el momento recomen­dable, aunque quienes no conocen Chinchilla suelen pasearse por él en temporada turística, es decir, en pleno verano, cuando el misterio que siempre esconden las ciudades de corte medieval, se aminora de un modo sensible. Las casas-cuevas, minadas en la roca, fueron en otro tiempo habitáculo de mendigos y de familias pobres. Alguien tuvo la idea feliz de pintar de cal las fachadas y las chimeneas de las cuevas, lo que dio como resultado en su conjunto un espec­táculo increíble, cuya imagen, remarcada por la luz tenue de las farolas que iluminan los toscos muros de enjalbegue cuando la penumbra apenas permite distin­guir las almenas del castillo, la visión se torna confusa entre lo real, lo fantástico, y el complicado mundo de los sueños. Hoy son artistas y poetas los que las habitan.
El campo de la Mancha se pierde en la oscuridad poco más tarde. La ciudad de Albacete deslumbra al viajero con reflejos diamantinos cuando, cerrada la noche, la pasa de largo por una de sus orillas. Aún queda mucha Mancha y mucha noche para caminar.
(En la foto, un detalle de las casas-cuevas)

domingo, 9 de enero de 2011

CIUDAD RODRIGO, EN LA ANCHA CASTILLA


Siguiendo el consejo de los hombres ilustres, que siempre será el mejor consejo que se pueda seguir, hace algunas semanas anduve por tierras de Portugal conociendo, contemplando y comparando, paisajes que jamás había visto, costumbres distintas a las nuestras, e intentando comprender aquella admiración tan sincera y tan profunda que don Miguel de Unamuno sintió por varias ciudades lusitanas, Coimbra y Guarda entre algunas más, y que fueron las últimas por las que pasé y en las que me detuve en el viaje de regreso.
Es preciso volver los ojos de la memoria a la Literatura para reconocer en la actual Coimbra aquella ciudad universitaria colmada de nostalgias y de romanticismo. Coimbra es hoy una ciudad moderna, escalonada a trechos delante de los ojos, con visiones impresionantes a la vera del caudaloso Mondego pocas leguas antes de morir en el Atlántico, en más que justificada rivalidad con el Duero y el Tajo, nuestros ríos, que siguen su mismo camino, uno más al norte y otro más al sur, pero en líneas casi paralelas con el ancho río de Coimbra. Conserva la ciudad, bastante remozada por cierto, su famosa Universidad en el más alto de sus barrios. Hay que subir mucha cuesta y luego bajar hasta llegar a ella. La Universidad de Coimbra, si bien sigue siendo la más prestigiosa del país vecino, se mantiene apegada a sus recuerdos, como enseña permanente de la cultura tardomedieval de la vieja Europa, a la par de las de Bolonia, Salamanca o Alcalá, y que Portugal conserva con el cariño, la veneración y el mimo con que se guarda una reliquia o un emblema, y en ello hace muy bien. Coimbra es una de esas ciudades nobles, que siempre encuentran en el corazón de quienes las conocen un rinconcito reservado para ellas. De Guarda, muy cerca ya de la frontera con el antiguo reino de León, situada en lo más alto de la Sierra de la Estrella luego de salvar un importante puerto de montaña, hay menos cosas que decir, una ciudad antigua invadida por la modernidad, de la que Unamuno concluyó al dejar escrita una frase tan evasiva como ésta: «El fruto mayor que de mi visita a Guarda he sacado es el poder decir alguna vez, cuando de Guarda se hable o se miente: también la he visto.» Casi cien años después, suscribo lo que en 1908 escribiera el insigne profesor.
Pero no es de Portugal de quien tenía previsto escribir hoy para nuestros lectores, sino de la primera ciudad española en importancia con la que nos encontramos al regresar por aquella ruta: Ciudad Rodrigo, la capitalidad del llamado Campo de Salamanca, tierra de cereales, de extensas superficies de dehesa donde pastan a cientos y a millares las reses bravas, dicen que de la mejor casta. Henos allí, sin haberla visto nunca, ante una de las ciudades más bellas y más señoriales de la Castilla de hidalgos que jamás llegamos a comprender en la escueta referencia de los libros de texto.
Allá debe de andar Ciudad Rodrigo con los quince mil habitantes en su censo como población de derecho. Un puente de piedra que nos recuerda al de su vecina Alba sobre el río Tormes, tiene Ciudad Rodrigo para cruzar el Ágreda ya en sus mismas puertas, para adentrarse en su imponente urbanismo de conventos y de palacios, de torres y de murallas, de templetes y de escudos heráldicos que, aparte de su significado histórico, son verdaderas obras de arte. De entre sus edificios más notorios conviene destacar un par de ellos, uno civil y otro religioso. El edificio civil es su viejo castillo del siglo XIV, mandado construir por Enrique II de Trastámara y convertido hoy en Parador Nacional de Turismo; por cuanto al más importante edificio religioso, sin duda nos referimos a su catedral de Santa María, situada en el corazón mismo de la ciudad, rodeada de motivos hacia los que se va la vista y que convendrá ir conociendo poco a poco.
La ciudad es mucho más vieja que su catedral y que su castillo. La reconstruyó y la repobló en el año 1100 aproximadamente el conde don Rodrigo González Girón, figura histórica a la que la ciudad debe también su nombre, pues mucho antes aún, hacia el siglo primero, la habían llamado Augustóbriga, nombre sonoro donde los haya en la Roma de los emperadores. Las murallas que la rodean en buena parte, y los profundos fosos que las siguen al pie, acrecientan el interés del visitante que precisa, no horas sino días, para identificarse con su imagen y con las glorias y aflicciones de su pasado, presente por vida en la asombrosa riqueza monumental que posee.
Hablaremos aquí, con el poco espacio para el detalle del que disponemos, de tres de sus monumentos más significativos y ya anunciados, comenzando por sus murallas, colosales, treinta metros de altura con más de dos metros de espesor tienen de cuerpo, por casi dos kilómetros y medio de longitud, asegurando la vieja urbe al tiempo que convierte en museo todo lo que hay dentro de su cerco. Como ocurre con Ávila, prototipo de ciudad amurallada, también Ciudad Rodrigo se ha hecho mayor y ha necesitado de más espacio, de ahí que la parte antigua sea como un cogollo en medio de la ciudad moderna que la rodea en todas direcciones, lo mismo que para bien o para mal han pasado a ser todas las ciudades históricas y artísticas, al menos de la vieja Europa.
El castillo de Enrique II ha sufrido importantes modificaciones para adaptarlo a Parador Nacional. Se inauguró para su nueva función en el año 1928, siendo por tanto el segundo en antigüedad de todos los paradores de turismo de nuestra red nacional.
La catedral de Santa María se encuentra en obras, supongo que de limpieza, en una buena parte de su fachada. Al haber sido construida a lo largo de cuatro siglos, del XII al XVI, sus estilos varían entre el románico y el renacentista, pasando por el ojival intermedio. Magnífico el apostolado de la “puerta de las Cadenas”, y las casi cuatrocientas pequeñas figurillas en piedra del “pórtico del Perdón”. Mas el peso de la leyenda queda dentro de la catedral, rebosa con sabores amargos en las numerosas tumbas de personajes notables que se guardan en las diferentes capillas repartidas por sus naves. Allí está enterrado, por ejemplo, el obispo golfo, aquel del que se dice que resucitó San Francisco de Asís y le dio un plazo de veinte días para arrepentirse de sus pecados antes de su segunda muerte. Y la tumba que allí conocen por la Coronada, donde descansan los restos de una mujer bellísima según el decir de las gentes durante años y siglos. Se llamó Marina Alfonso, muerta en 1253. Cuentan que, sabedor de la hermosura de aquella dama noble, un día pasó a conocerla el rey Alfonso X el Sabio y a proponerle ciertos abusos contra la honestidad; deseó poseerla, que para eso era el rey, y al negarse la dama, el monarca le prometió tomar dura venganza contra ella y contra su familia. La piadosa mujer lo citó en su dormitorio, se desnudó delante de él, y cuando todo parecía dispuesto para que el rey consiguiera su propósito, la mujer tomó una olla de aceite hirviendo y se dejó caer por todo el cuerpo. Murió a los pocos instantes. El Rey Sabio valoró el gesto heroico de aquella mujer en defensa de su honor y ordenó se honrase con una corona real la estatua yacente que pusieron sobre su tumba.
De nuevo fuera de la catedral, me encontré con un francés que tomaba fotografías de todo lo que se le ponía por delante. Algunas del templete que junto al ábside de la catedral levantó el pueblo en honor a sus héroes en la guerra contra Napoleón, batalla, por cierto, en la que se unieron para luchar contra el enemigo común ingleses y españoles, al mando de lord Wellington. Los gabachos sufrieron una aparatosa derrota, lo que valió al lord inglés el título de duque de Ciudad Rodrigo que siempre llevó con orgullo. Fue aquello en el año 1811. Supuse que el francés, que curiosamente me pidió por favor le tirase una instantánea junto al templete, llevaba una misión concreta en todo aquello, y no como recuerdo grato para la historia de su país.
En fin, vivir y viajar para ver, que ese es mi propósito en este trabajo de hoy, el de animar a nuestros lectores a viajar aprovechando la dilatada pausa del verano. No importa adonde. España es un muestrario infinito de bellezas naturales, de monumentos, de historia, de buena gastronomía que todo aprovecha, y si no que se lo pregunten a los extranjeros, europeos, americanos y nipones con cámara en ristre, que durante esta temporada invaden nuestras tierras. Será por algo.

domingo, 2 de enero de 2011

UNA SEMANA EN LAS ISLAS AFORTUNADAS


Ya hace tiempo que anduve por allí. Era un grupo bastante nutrido de miembros de la Federación Española de Periodistas y Escritores de Turismo llegados de la Península los que viajamos hasta las Islas en misión de esparcimiento y de trabajo, más de lo primero que de lo segundo, según el calendario previsto por la FEPET antes de partir. Varios de nosotros íbamos al Archipiélago Canario por primera vez, lo que suponía durante la estancia un esfuerzo y una atención especial por captarlo y asimilarlo todo. Recorrimos, casi en su totalidad, las dos islas que hacen de cabecera en aquel pedazo entrañable de la España total situadas en el Atlántico: Gran Canaria, primero, y Tenerife después. Las dos son harto conocidas por sus playas, por su clima benigno y por sus contrastes, sobre todo la isla de Tenerife, la mejor dispuesta para el turismo y la más visitada de todo el Archipiélago, a la que acuden a lo largo del año hasta dos millones de españoles procedentes de las demás regiones, y muy cerca diez millones de extranjeros, centroeuropeos y nórdicos la mayoría, de los cuales son muchos los que se quedan a vivir durante gran parte del año, cuando no de manera permanente.
Pese a su indudable interés y a sus reconocidos encantos, las Islas Canarias siguen siendo artículo de lujo para una mayoría de españoles. La distancia que nos separa, con el mar por medio, supone para muchos un inconveniente, hoy por hoy más imaginario que real. Personalmente entono el “mea culpa” por haber esperado tanto tiempo sin preocuparme seriamente por conocer aquellas tierras, tan diferentes y tan complementarias de lo que es nuestro mapa peninsular.
Las siete islas que forman el archipiélago pasaron a ser tierra española, tras largos y graves enfrentamientos con los aborígenes de raza berebere, a finales del siglo XV, cuando los conquistadores, Pedro de Vera y Fernando Guanarteme entre otros, consiguieron poderlas incorporar a la corona de Castilla, sentados en el trono a la sazón los Reyes Católicos. Entre los muchos privilegios de los que gozan las Islas, aparte de los puramente naturales como pudiera ser la bonanza perpetua de su clima y la rica flora autóctona, cifrada en centenares de plantas que tan sólo se dan en aquel suelo, conviene tener en cuenta cómo a mediados del siglo XIX se les premió con generosidad al ser consideradas como puerto franco, lo que supuso desde entonces gozar de un régimen especial, tanto económico como fiscal, orientado a favorecer las relaciones comerciales del Archipiélago con la Península y con el resto del mundo. De varios de los impuestos a cuyo pago estamos sometidos el resto de los españoles, quedan exentos los isleños y quienes viven allí. Los carburantes, por ejemplo, se sirven entre un treinta y cinco y un cuarenta por ciento más baratos de lo que nos cuestan en cualquiera de las provincias peninsulares, motivo principal por el que hasta hace poco la gente solía viajar hasta Canarias.
Los griegos ya consideraron como “Afortunadas” a aquellas islas, y a fe que no les faltaba razón al aplicarles tal calificativo, porque en realidad lo son. Tenerife, sobre todo al norte de la isla, con su exuberante vegetación y agricultura privilegiada, a la que se une con fuerza el turismo desde hace varias décadas, ofrece al visitante ciertos visos de paraíso lejano; razón que reafirman los paisajes lunares y las tierras volcánicas del interior, sobre las que destaca, inconfundible y hasta cierto punto amenazador, el padre Teide, el pico más alto de España junto soberbios roquedales (roques) y extensiones inmensas de lava petrificada que, hace todavía menos de un siglo, arrojó en estado incandescente el volcán dormido (no apagado) que guarda en sus entrañas. La costa sur, tanto o más apreciada por el turismo sedentario, marca el contraste con el resto de la simpar Tenerife.
A pesar de todo, y teniendo presente lo antes dicho en favor de la isla hermana, y por tanto rival en el común sentir de los isleños, quiero dedicar atención especial en este trabajo a Gran Canaria, un continente ínfimo si consideramos los grandes contrastes que se aprecian al viajar por ella. Igual que Tenerife, Gran Canaria aparece salpicada de hoteles y de urbanizaciones a lo largo de todas sus costas. Quizá demasiados hoteles y demasiadas urbanizaciones por lo que ello pudiera tener de amenaza a la singularidad natural de la isla. El clima es el común a todo el Archipiélago; sus playas, entre naturales y artificiales, casi todas chiquitas, pasan del medio centenar, y su clima varía de manera notoria entre el norte y el sur como consecuencia inmediata de los vientos alisios, en una superficie total no más allá de la cuarta parte de la provincia de Guadalajara; pero, eso sí, con una población de hecho que sobrepasa las setecientas mil almas, de las cuales, algo más de la mitad corresponden a la capital, a Las Palmas, situada en la costa norte, ciudad a la que la reina Isabel de Castilla otorgó este título a principio del siglo XVI, con el nombre de Ciudad Real de las Tres Palmas, enseña por la que la isla se sigue identificando cinco siglos después.
En tanto que la isla de Tenerife se distingue por los atractivos turísticos y económicos ya dichos, en Gran Canaria privan los culturales en torno a su etnología y a su pasado, de los cuales el resto de las islas carecen, por lo menos en su misma proporción. Hasta diez museos abiertos al público puede el viajero visitar en la ciudad de Las Palmas, todos ellos con muestras valiosísimas del pasado remoto de las Islas, o de la aventura española del Descubrimiento de América por cuanto al papel que desempeñó Gran Canaria en aquel hecho histórico, cuyo principal exponente es la llamada Casa de Colón, antigua residencia de los gobernadores de Gran Canaria, en donde pueden encontrarse interesantes documentos, maquetas en menor escala de las naves que guió Colón, incluso una reproducción en tamaño natural, más o menos exacta, de la estancia particular del Almirante dentro de la carabela Santa María. Algunas pinturas de los siglos XV y XVI, llevadas desde el Museo del Prado, también pueden verse allí, en el piso superior de un edificio histórico con un contenido esencialmente americanista.
El recuerdo, con infinidad de restos del pasado aborigen: utensilios, cerámica, pinturas, momias y cráneos cromañoides, sin duda el mayor del mundo civilizado con alcance hasta la Prehistoria, se puede admirar con sorpresa en el llamado Museo Canario, fundado en el barrio antiguo de la Capital en el año 1892.
La Casa-Museo Pérez Galdós, instalado en la que fue su casa natal, guarda parte del mobiliario y de los enseres personales que el insigne novelista empleó en sus viviendas de Madrid y de Santander, así como su biblioteca, convertida, además, en importante centro de estudios galdosianos. Y el Museo Diocesano de Arte Sacro, situado en el Patio de Naranjos de la Catedral, con valiosas esculturas, orfebrería y pinturas de los últimos cinco siglos; y el Museo Elder de la Ciencia y la Tecnología; y el Centro Atlántico de Arte Moderno, entre varios más a los que me gustaría añadir otros dos edificios memorables: el Teatro Pérez Galdós, del pasado siglo, y el moderno auditorio Alfredo Kraus, junto a la playa y a la enorme estatua en bronce, que mira al mar, del laureado tenor grancanario fallecido años atrás.
Tal vez sean otros los intereses por los que nuestros compatriotas peninsulares viajen a Canarias. La explosión turística producida hacia las Islas durante la segunda mitad del siglo XX, que se ha ido alimentando con infinidad de motivos diferentes que invitan a pasarse por allí, ha olvidado un poco lo puramente isleño, su historia y sobre todo su cultura, que no por eso deja de revestir un interés sobresaliente. Además de Carnavales y salas de fiesta, que en cualquiera de las ciudades y playas los hay la mar de atractivos, en Canarias cuentan muchas más cosas que ver y que gozar de ellas. Una tierra diferente que vale la pena conocer, pese a la distancia, como parte integradora de esta España tan injustificadamente ignorada a veces por los propios españoles.