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jueves, 9 de diciembre de 2010

ALBA DE TORMES


En la ribera verde y deleitosa
del sacro Tormes, dulce y claro río,
hay una vega grande y espaciosa,
verde en el medio del invierno frío,
en el otoño verde y primavera,
verde en la fuerza del ardiente estío.
Levántase al fin della una ladera
con proporción graciosa en el altura,
que sojuzga la vega y la ribera.
Allí está sobrepuesta la espesura
de las hermosas torres, levantadas
al cielo con extraña hermosura.
(Garcilaso de la Vega)

No se debe decir más, porque no se puede decir mejor que como lo hizo Garcilaso en ese corto manojo de versos arranca­dos de la Égloga Segunda. Así es el Campo de Salamanca, nada más que así, en la ancha vega que riega el Tormes a su paso por la villa de Alba.
"Alba de Tormes, mala de camas y peor de mesones", se ha venido diciendo de ella durante siglos. No es verdad. Media docena de restaurantes, hoteles, fondas y mesones con buen servicio, desmienten el dañoso aforismo del que pocas ciudades y villas pueden escapar, sobre todo si éstas son cabecera de comarca, pueblos distinguidos con tratamiento de ilustrísima, y Alba de Tormes es uno de ellos.
Como todas las villas y ciudades castellanas, Alba de Tormes es un producto del paisaje, del campo, de la noble condición de sus gentes a contar desde el día en que tomaron conciencia de lo que eran, y en el papel que habrían de desem­peñar en los caprichosos escenarios de la Historia; pero la villa de Alba es, además, un producto de la Literatura; pues, sonoros hombres y mujeres de letras pasaron por ella, y en ella vivieron o fueron a morir, siguiendo los vientos inapela­bles de su propio destino. Juan del Encina, Garcilaso, Lope de Vega, Calderón, son algunos de esos visitantes ilustres que, no sólo la honraron con su estancia, sino que con ella dejaron señal, le dieron nombre, y enriquecieron con su contacto de sabor a recia castellanía, tantas de sus obras en las que flota por encima del verso la suave brisa de la vega salmanti­na, que allí, en los campos de Alba, se respira y se pega a la piel.
Pero fue Teresa de Jesús, la que colmó con su fundación, y sobre todo con su muerte en el convento de la Anunciación, el vaso a rebosar del carácter de la villa. Alba de Tormes es toda ella un relicario de Teresa de Ávila. La personali­dad arrolladora de aquella venerable mujer descansa con fuer­za, creo que por igual, en las dos ciudades teresianas que todos conoce­mos: Ávila de los Caballeros y Alba de Tormes. En Ávila vio la luz por primera vez, y dentro de sus murallas le brotaron las primeras inquietudes; en Alba la inundó para siempre la segun­da luz, la luz irresisti­ble de los arrobamientos, de los éxtasis en los que a veces se le deshizo el alma. Allí, sobre el altar mayor de la iglesia conventual, se guarda lo que queda de su cuerpo tras el expolio al que lo sometió la piedad popular; un cuerpo sin corazón, sin brazos, que dentro de la misma iglesia se guardan incorruptos dentro de unas pequeñas urnas de cristal, a la vista de todos, y ante los cuales la gente se para a rezar. Allí -dicen que tal y como fue cuando murió la santa- queda la humilde celda en la que expiró un 4 de octubre (sería el 15 del mismo mes tras la reforma del calendario, llevada a cabo aquel mismo año de 1582), rodeada de unas cuantas religiosas de la Orden Carmelita, de la que ella había venido a reformar. Un muñeco, tallado con mucha piedad, pero con muy poco oficio, ayuda a imaginar sus últimas horas en el lecho de muerte, en la misma celda donde murió, ahora convertida en capilla, en relicario, en sagrado remanso de oración.
Pero salgamos de nuevo al exterior. La estampa general de la villa de Alba, con un largo puente de veintidós ojos a través de las tranquilas aguas del Tormes, con los campanarios de sus iglesias por encima de las casas, con el retocado torreón del castillo de los duques sobre la colina que domina el pueblo, es una de esas imágenes grandiosas, evocadoras, que se conservan impasibles en los entresijos de la memoria.
La gente entra a comprar recuerdos en los bajos de la casa conventual de San Juan de la Cruz, dedicada a museo en la misma plazuela. Alba de Tormes es centro obligado para el turismo por aquellas tierras, complemento o prolongación de la Salamanca artística aprovechando la misma ruta.
Hace algo más de un siglo, el P.Cámara, obispo de Sala­manca, inició la construcción de una basílica dedicada a Santa Teresa. El trazado fue obra del arquitecto Repillés y Vargas, el mismo que en su día llevó a término el proyecto para el edificio de la Bolsa de Madrid. Los trabajos fueron interrum­pidos en 1928, y muchos años después, en 1982, con motivo del cuarto centenario de la Santa, se cubrieron las ocho capillas laterales, dejando al descubierto el resto del edificio, la nave central que levanta en el azul del cielo castellano las ojivas neogóticas de los arcos que deberían sostener la cubierta del nuevo templo, penosamente inconcluso, y en cuyo interior llegaron a crecer en otro tiempo el jaramago y la ortiga como crecen entre las ruinas de los castillos abandonados. Las obras se van siguiendo lentamente. La basílica de Santa Teresa en Alba de Tormes será, si alguna vez llega a colmo, no sólo producto de la piedad, sino del empeño y de la paciencia. Dentro de las capillas se han colocado paneles con referencia a las distintas fundaciones de la reformadora de la Orden del Carmelo.
Y ya en el entorno, sobre un leve altozano desde el que se domina en contraluz al caer la tarde no sólo el pueblo, sino una buena parte de la vega del Tormes, se alza el corpudo torreón del castillo de los Duques de Alba -aquellos legenda­rios ya del linaje de don Fernando Alvarez de Toledo, el Gran Duque-, convertido hoy en museo de pinturas, y de documentos en los que se da cuenta de los inicios y de los momentos estela­res de la segunda casa nobiliaria española en títulos de grandeza.
Alba de Tormes, con su vega feraz y unos campos que dieron para vivir a precio de sudor a tantas generaciones de castellanos viejos, tiene hoy un nuevo escape de apoyo a su economía: el turismo. La iglesia de San Juan en la plaza Mayor, del siglo XII, con esculturas románicas que admirar, es tal vez la mejor muestra del mudéjar salmantino. El apostolado románico de la iglesia de San Juan, merece por sí solo un viaje a la villa; fue la estrella en la primera exposición de Las Edades del Hombre y lo ha seguido siendo en ediciones sucesivas. La iglesia de Santiago, al cabo de un curioso laberinto de callejuelas antiguas, también mudéjar; los conventos de Santa Isabel y de Las Dueñas; los obradores de alfarería albense, con sus famosos botijos adornados en forma de cola abierta de pavo real; el paisaje sereno de la vega, las páginas, rancias ya, de su pasado son, entre otros, valiosos motivos a considerar.
En la historia de Alba hay otra fecha crucial a tener en cuenta. El día primero de noviembre de 1982 les visitó el Papa de Roma, Juan Pablo II. El pontífice aterrizó en los llanos de la Dehesa, en plena vega, y vino a rezar ante los restos mortales de Santa Teresa con motivo de la clausura del cuarto centenario. El pueblo lo recuerda con un expresivo monumento en bronce a la vera de la catedral inconclusa, en donde apare­ce el Santo Padre con los brazos levantados salu­dando a la muchedumbre; un privilegio con el que cuentan muy pocas de las ciudades y de los pueblos de España. Alba ha querido conservar en pleno campo el estrado monumental de maderas y barras de hierro que utilizó el Pontífice durante el acto central de su estancia en la villa.
Alba de Tormes, santo y seña, otro de los nombres a tener en cuenta a la hora de explicar el porqué de la Castilla total como corazón de España.

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