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miércoles, 27 de octubre de 2010

ROA DE DUERO


A nadie debe extrañar que Roa, la Rauda de los celtíbe­ros, fuese conocida por gentes nómadas desde la más remota antigüedad. El altiplano que ocupa la villa, balconada de cara al río Duero al cabo de una vertiente que aun en automó­vil cuesta trabajo subir, fue de gran servicio para la autodefensa de tantas tribus primitivas que de continuo se veían amenazadas por otros pueblos o por huestes viajeras que con frecuen­cia atravesaban la Meseta por aquellos fecundos valles, cuyas tierras planas, ahora sembradas de cereal, de viñedo o de forraje, han sido centro de codicias durante siglos y siglos desde la Edad del Hierro, tiempo aquel del que todavía quedan restos como para que los arqueólogos intenten ajustar cabos en el sensible cañamazo sobre el que se ha de tejer el cómo y el porqué de nuestras raíces como pueblo de Occidente, que más tarde, muchos siglos después, daría lugar a esta raza caste­llana nuestra, con sangre de infinitas etnias, y con una cultura que fue tomando cuerpo en la coctelera de la historia a partir de Túbal, el hijo de Jafet y nieto de Noe, a quien tantos historiadores han señalado como el primer hombre, que escapado de la Biblia, pisó en nuestro suelo no mucho después del Diluvio Universal.
Dicen los eruditos que fueron los vacceos el primero de los pueblos de la antigüedad que asentó por los para­jes de la vega media del Duero, que tomarían aquel poyal como atalaya ventajosa para la guerra cuerpo a cuerpo, y, desde luego, como enclave insustituible para el ataque cuando la artillería, ya desde su etapa más rudimentaria, comenzó a contar como el recurso de mayor utilidad en los enfrentamientos bélicos de la Edad Moderna, pongamos media docena de siglos atrás en el cómputo del tiempo a partir de hoy. En el ahora apacible Paseo del Espolón, en la villa de Roa de Duero, mirando a la vega, hay una enorme bombarda de a principios del XV que nos lleva a refrescar la memoria.
Roa, más conocida hoy como sede del Consejo Regulador de la Denominación de Origen de los buenos vinos de la Ribera del Duero, es ante todo historia. Muy cerca de allí, en Castrillo de Duero, nació en 1775 Juan Martín Díez, El Empecinado, y allí lo vieron matar sus paisanos en la "ominio­sa década", después de haberlo torturado cruelmente como si de una fiera salvaje se tratara, metido en una jaula de hierro. Allí fue a morir en 1517, marcado por la edad, y agotado por el cansan­cio y por la res­ponsabilidad del mando como regente, el carde­nal Jiménez de Cisneros, cuando viajaba a lomos de una mula hacia los puertos de mar del norte de España, donde pensaba recibir en buena hora y descargar el peso de la regencia sobre Carlos I, el rey adolescente con la cabeza llena de pajaritos por entonces, luego poderoso emperador y hábil monarca de las Españas, al que no llegó a conocer siquiera. Allí murió un hijo de Fernando III el Santo, que según se ha escri­to no fue un ejemplo de virtud, precisamente. Y allí se lucen, sobre las fachadas de los más destacados edificios, los escudos nobilia­rios de tantas familias con apellidos de noble resonancia en toda la comarca burgalesa: los Velasco, de la Cueva, Zúñiga Avellaneda, conde de Miranda del Castañar, ante cuyos nombres entran ganas de descubrirse, cuánto más ante sus emblemas. Cosas de la gloria efímera, que el soplo de la vida se acaba por llevar, dejando señal de permanente en los epita­fios de sus tumbas y en los escudos murales -auténticas mara­villas, por cierto, algunos de ellos- como los que allí pueden verse, reflejando el sol de la mañana, en la fachada principal de la excolegiata de Santa María, y que corresponden a los apellidos de la Cueva y Velasco, sostenidos por dos salvajes que pisan cabezas de esclavos.
Es difícil no recordar a quienes han estado en Roa la fachada de su iglesia de Santa María, obra de transición, de extraordi­naria belleza, donde los mejores detalles ornamentales y arquitectóni­cos del Renacimiento tardío castellano quedan patentes. En el interior conservan capillas, historiadas y ricas en verjas del XVI, como la de los Burgos y la de los señores condes de Siruela, sin pasar por alto la imaginería de la misma época, excepcional­mente representada por una Trinidad de autor anónimo y por un altorrelieve policromo del XV, obra magnífica de Diego de Siloé.
Era día de mercado y la Plaza Mayor se encontraba plagada de tenderetes y de expositores de productos a la venta, de gentes de la comarca y del propio Roa que habían acudido al coso a comprar a eso de la media mañana para no quedar mal con la diosa costumbre. En otro de los laterales de la plaza, haciendo ángulo con la fachada principal de la iglesia de Santa María, queda el edificio del ayuntamiento, donde un guardia municipal y dos señoritas empleadas atienden con prontitud al público de manera amable, dato a destacar por no ser en otros lugares demasiado frecuente. Y luego a ver el pueblo; un pueblo al que también se le reconoce como experto por tradición en el cultivo de su vega, como destilador de alcoholes y como productor o fabricante benemérito de pastas para sopa.
Entre la fronda de un jardinillo anexo a la plaza de toros, allí donde los raudenses llaman la Cava, está el monu­mento en bronce con el que el pueblo recuerda a perpetuidad al más conocido de sus personajes históricos, El Empecinado. Aparece de cuerpo entero, y tiene sujeta con cadenas entre las piernas la silue­ta recortada del mapa de España, por cuya libertad contra la atadura del emperador francés Napoleón, peleó en guerrillas tantas veces y dio su vida en 1825, odiado, azotado y escupido, como perro rabioso.
Casi al otro extremo de la localidad, bien cruzando por la Plaza Mayor o por la calle comercial de Santo Domingo, en el ya dicho Paseo del Espolón -muy semejante en estructura a los paseos marítimos de las ciudades costeras del Mediterrá­neo, pero dando vistas, no al mar, sino al río Duero, que baja escoltado por frondosas alamedas, y a la vega fertilísima que llega hasta la ciudad de Aranda, todo en línea recta-, queda un tanto disimulada bajo las plataneras la efigie de Cisneros, un busto de bronce sobre alto pedestal que en 1995 le dedica­ron los Amigos de la Historia de Roa, y que uno piensa que no es para menos. Allá, lejos, rayando el horizonte, se deja ver sobre la colina gris la silueta de un castillo famoso: el de Peñafiel por tierras de Valladolid, que abre en los ánimos hoy cansados del caminante el deseo de perderse algún día por allí, quizás no demasiado tarde.
Los productos propios del lugar: el queso de oveja, los asados de cabrito y de cordero tan famosos, no sólo allí sino en toda la comarca, los exquisitos vinos de la Vega del Duero, el blanco pan de sus trigales, son materia de especialización gastronómica, a los que uno tan sólo se atreve a calificar de excelentes.
((Monumento a "El Empecinado" en Roa de Duero)

1 comentario:

  1. Como siempre impresionante post.
    Gracias por mostrarnos y contarnos la existencia de sitios tan bellos.
    Un saludo

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