Con el verano iniciando el descenso, pero muy a punto para viajar como cada mes de agosto por estas tierras, hoy les invito a recorrer durante unos minutos por los caminos de la memoria aquel sitio sin par donde los molineses veneran a Santa María de la Hoz, su patrona y reina. No es otra la intención de quien esto escribe sino la de animarles a emplear un día de su vida en recorrer aquella maravilla natural, tan respetada y tan querida por cualquier molinés, y, por otra parte, tan ajena a los intereses de tantos como ignoran su existencia.
El gran prodigio de la Creación, regalo generoso para las tierras de Molina -quizá como compensación a otras deficiencias, tales que la tristeza de su medio rural a la que le tiene sometida la despoblación sufrida durante las últimas décadas- es, sin duda, motivo excelente para sacudirse de buena mañana la pereza y ponerse en camino con la seguridad de no regresar defraudados.
Si en la vida de cada uno existen momento inolvidables, que de cuando en cuando se procuran traer a la memoria con cierto deleite, debo confesar que la imagen del agua corredora del río Gallo entre las piedras de su cauce a la sombra de las choperas, son para mí tema de evocación frecuente. Unos minutos de soledad, sentado plácidamente sobre la hierba que hay junto al santuario en el más absoluto silencio, es un paréntesis que jamás pasara inadvertido en la vida de quienes hayan corrido en alguna ocasión con aquella experiencia.
El fenómeno aéreo -en competencia, no sé si leal o desleal de las peñas con el cielo molinés- que se da en el Barranco, es una imagen que permanece grabada en el ánimo de los que andan por allí con la misma exactitud y con la misma fijeza de un panorama cinematográfico bien cuidado.
En la realidad de lo que es actualmente el Barranco de la Hoz y su santuario mariano, entran, en una proporción pareja, toda una serie de factores a los que desearía referirme aquí, aunque brevemente. Serían, por una parte, el valor del paisaje y la aportación paciente del medio natural hasta conseguir aquel rincón tan cargado de surrealismo, que sirve de escenario a la ermita y al complejo lugar donde se esconde; por otra el hecho humano, es decir, la tradición, la historia verdadera, y un poco también esa pincelada de leyenda que actúa como el condimento para hacer más apetecibles y de mejor paladar los bocados de la Historia.
Sucedió por aquellos complicados vericuetos de la quebrada que, a mediados del siglo XII, un pastor de Ventosa perdía una res en tarde de vigilancia por aquellos contornos. como buen pastor que era, dejó en lugar seguro al resto de la manada y se dedicó a buscar por aquellos angostos de junto al río a la res extraviada. Llegó la noche. El pastor, desconcertado por aquellos tremendos volúmenes de piedra fantasmal, comenzó a sentir miedo. Surge de pronto una luz potentísima entre las peñas que ilumina el barranco y le hace el mirar casi imposible. El oído sólo puede escuchar los rumores cantarines de las aguas del Gallo. Una imagen de la Virgen se comienza a distinguir, al fin, sobre el tosco pedestal de roca. La res perdida aparece inamovible, adormilada, a los pies de la Señora. Era una súbita aparición con tintes sobrenaturales. La noticia se extendió con rapidez por todo el contorno, y el silencioso escondrijo se convirtió muy pronto en sede principal de veneración para las gentes de la comarca, que ha volado hasta nuestros días por encima de los peñascos, de las distancias y de los siglos.
El santuario, tal y como hemos oído contar y así lo hemos visto escrito, es tan antiguo como el milagro y como el propio Señorío Molinés considerado como unidad de pueblos y de tierras. Eso es lo que sacamos en conclusión una vez puestas en su sitio las fechas en que ocurrieron los acontecimientos a los que nos acabamos de referir. Existiendo ya la primitiva ermita debajo de las peñas, y la pequeña residencia que en sus albores debió de existir, entraron los canónigos seglares de San Agustín que se encargaron del sagrado lugar durante algunos años. don Fernando de Burgos, personaje casi mítico, sería hacia la primera década del siglo XVI su gran mecenas, primer patrón y padre de todo aquel complejo animador de devociones; pues fue él quien corrió con los gastos de la ampliación de la ermita, quien la retocó y restauró, quien mandó añadirle una hospedería como refugio de peregrinos y una casa para el ermitaño. A partir de entonces, el santuario de la Hoz, empleando como razón eficiente el ya tricentenario milagro de la aparición y su propio encanto natural, se convirtió en lugar de peregrinaciones al que debieron de acudir, siglo tras siglo, personajes de notable condición llegados de lejos, entre los que es oportuno contar a los reyes Sancho IV el Bravo, la emperatriz Isabel, Felipe II, y ya en nuestro siglo el rey Alfonso XIII.
Situados en la explanada de la hospedería, nos disponemos a entrar bajo el arco que da paso al santuario. Dentro ya, la imagen solemne de las peñas de la Hoz adquieren una nueva dimensión en contraste con las maderas de la galería y con las formas arquitectónicas, los relieves y las curiosas serigrafías con las que se recubrieron los muros. A la puerta de la ermita se llega después de subir unas cuantas escaleras de piedra. La portada principal es tardorrománica, del siglo XIII; remata con el águila coronada del escudo familiar de don Fernando Burgos, leyenda incluida que recuerda al caminante el nombre de su benefactor. Un bello poema de Suárez de Puga deja escrito sobre la pared el sentir del poeta hacia la vieja parra del santuario. Por unos instantes el viento mueve las ramas de los pinos que hacen equilibrios sobre las crestas del Barranco.
Pasemos a la ermita. La puerta está entreabierta. en este momento no hay nadie en su interior. Las nervaduras de piedra que corren por el techo recogen como en un puñado la penumbra y el silencio del pequeño templo. La imagen de la Virgen de la Hoz está colocada en el lugar más visible al otro lado de la verja, ocupando la única hornacina con la que se abre en mitad su retablo barroco. La imagen de la Virgen corresponde a una talla medieval, románica, suponemos que sedente, con la cara ennegrecida como casi todas las que se conservan de aquel tiempo. Va vestida con un manto blanco, bordado en filigranas de oro. Artísticamente la imagen ganaría en valor si pudiéramos verla en su forma original, sin el devoto aditamento de los ropajes. Las chapeletas que encienden quienes pasan por allí, lucen mortecinas encima de un añal. El sol de la tarde molesta al salir de la ermita.
Las mesas de piedra que hay junto al río se ven vacías entre sombra y sol. Más arriba y más abajo los pescadores lanzan una y otra vez las cucharillas y los anzuelos en las corrientes y en los remansos del río. La hora y el lugar invitan a gozar abiertamente de lo natural en su esencia más pura. Saben bien de ello las gentes que acuden de tierras lejanas a gozar del espectáculo durante el buen tiempo. Por nuestra parte, tan sólo nos queda apuntar en el rincón de los recuerdos que ésta es la enésima vez que pasamos por allí, encontrándolo todo tan novedoso e impactante como el primer día.
El gran prodigio de la Creación, regalo generoso para las tierras de Molina -quizá como compensación a otras deficiencias, tales que la tristeza de su medio rural a la que le tiene sometida la despoblación sufrida durante las últimas décadas- es, sin duda, motivo excelente para sacudirse de buena mañana la pereza y ponerse en camino con la seguridad de no regresar defraudados.
Si en la vida de cada uno existen momento inolvidables, que de cuando en cuando se procuran traer a la memoria con cierto deleite, debo confesar que la imagen del agua corredora del río Gallo entre las piedras de su cauce a la sombra de las choperas, son para mí tema de evocación frecuente. Unos minutos de soledad, sentado plácidamente sobre la hierba que hay junto al santuario en el más absoluto silencio, es un paréntesis que jamás pasara inadvertido en la vida de quienes hayan corrido en alguna ocasión con aquella experiencia.
El fenómeno aéreo -en competencia, no sé si leal o desleal de las peñas con el cielo molinés- que se da en el Barranco, es una imagen que permanece grabada en el ánimo de los que andan por allí con la misma exactitud y con la misma fijeza de un panorama cinematográfico bien cuidado.
En la realidad de lo que es actualmente el Barranco de la Hoz y su santuario mariano, entran, en una proporción pareja, toda una serie de factores a los que desearía referirme aquí, aunque brevemente. Serían, por una parte, el valor del paisaje y la aportación paciente del medio natural hasta conseguir aquel rincón tan cargado de surrealismo, que sirve de escenario a la ermita y al complejo lugar donde se esconde; por otra el hecho humano, es decir, la tradición, la historia verdadera, y un poco también esa pincelada de leyenda que actúa como el condimento para hacer más apetecibles y de mejor paladar los bocados de la Historia.
Sucedió por aquellos complicados vericuetos de la quebrada que, a mediados del siglo XII, un pastor de Ventosa perdía una res en tarde de vigilancia por aquellos contornos. como buen pastor que era, dejó en lugar seguro al resto de la manada y se dedicó a buscar por aquellos angostos de junto al río a la res extraviada. Llegó la noche. El pastor, desconcertado por aquellos tremendos volúmenes de piedra fantasmal, comenzó a sentir miedo. Surge de pronto una luz potentísima entre las peñas que ilumina el barranco y le hace el mirar casi imposible. El oído sólo puede escuchar los rumores cantarines de las aguas del Gallo. Una imagen de la Virgen se comienza a distinguir, al fin, sobre el tosco pedestal de roca. La res perdida aparece inamovible, adormilada, a los pies de la Señora. Era una súbita aparición con tintes sobrenaturales. La noticia se extendió con rapidez por todo el contorno, y el silencioso escondrijo se convirtió muy pronto en sede principal de veneración para las gentes de la comarca, que ha volado hasta nuestros días por encima de los peñascos, de las distancias y de los siglos.
El santuario, tal y como hemos oído contar y así lo hemos visto escrito, es tan antiguo como el milagro y como el propio Señorío Molinés considerado como unidad de pueblos y de tierras. Eso es lo que sacamos en conclusión una vez puestas en su sitio las fechas en que ocurrieron los acontecimientos a los que nos acabamos de referir. Existiendo ya la primitiva ermita debajo de las peñas, y la pequeña residencia que en sus albores debió de existir, entraron los canónigos seglares de San Agustín que se encargaron del sagrado lugar durante algunos años. don Fernando de Burgos, personaje casi mítico, sería hacia la primera década del siglo XVI su gran mecenas, primer patrón y padre de todo aquel complejo animador de devociones; pues fue él quien corrió con los gastos de la ampliación de la ermita, quien la retocó y restauró, quien mandó añadirle una hospedería como refugio de peregrinos y una casa para el ermitaño. A partir de entonces, el santuario de la Hoz, empleando como razón eficiente el ya tricentenario milagro de la aparición y su propio encanto natural, se convirtió en lugar de peregrinaciones al que debieron de acudir, siglo tras siglo, personajes de notable condición llegados de lejos, entre los que es oportuno contar a los reyes Sancho IV el Bravo, la emperatriz Isabel, Felipe II, y ya en nuestro siglo el rey Alfonso XIII.
Situados en la explanada de la hospedería, nos disponemos a entrar bajo el arco que da paso al santuario. Dentro ya, la imagen solemne de las peñas de la Hoz adquieren una nueva dimensión en contraste con las maderas de la galería y con las formas arquitectónicas, los relieves y las curiosas serigrafías con las que se recubrieron los muros. A la puerta de la ermita se llega después de subir unas cuantas escaleras de piedra. La portada principal es tardorrománica, del siglo XIII; remata con el águila coronada del escudo familiar de don Fernando Burgos, leyenda incluida que recuerda al caminante el nombre de su benefactor. Un bello poema de Suárez de Puga deja escrito sobre la pared el sentir del poeta hacia la vieja parra del santuario. Por unos instantes el viento mueve las ramas de los pinos que hacen equilibrios sobre las crestas del Barranco.
Pasemos a la ermita. La puerta está entreabierta. en este momento no hay nadie en su interior. Las nervaduras de piedra que corren por el techo recogen como en un puñado la penumbra y el silencio del pequeño templo. La imagen de la Virgen de la Hoz está colocada en el lugar más visible al otro lado de la verja, ocupando la única hornacina con la que se abre en mitad su retablo barroco. La imagen de la Virgen corresponde a una talla medieval, románica, suponemos que sedente, con la cara ennegrecida como casi todas las que se conservan de aquel tiempo. Va vestida con un manto blanco, bordado en filigranas de oro. Artísticamente la imagen ganaría en valor si pudiéramos verla en su forma original, sin el devoto aditamento de los ropajes. Las chapeletas que encienden quienes pasan por allí, lucen mortecinas encima de un añal. El sol de la tarde molesta al salir de la ermita.
Las mesas de piedra que hay junto al río se ven vacías entre sombra y sol. Más arriba y más abajo los pescadores lanzan una y otra vez las cucharillas y los anzuelos en las corrientes y en los remansos del río. La hora y el lugar invitan a gozar abiertamente de lo natural en su esencia más pura. Saben bien de ello las gentes que acuden de tierras lejanas a gozar del espectáculo durante el buen tiempo. Por nuestra parte, tan sólo nos queda apuntar en el rincón de los recuerdos que ésta es la enésima vez que pasamos por allí, encontrándolo todo tan novedoso e impactante como el primer día.
Soi molinés y valenciano, y me ha encantado la descripción que has hecho del barranco de la Virgen de la Hoz.
ResponderEliminarUn lugar precioso, y un tanto enigmático.
Un saludo cordial.