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martes, 24 de agosto de 2010

ORGAZ, LA DE LOS FAMOSOS CONDES



«Un rico de Orgaz es alto, enjuto y grave como el caballero de la mano en el pecho, tiene unas piernas de zancuda, unas barbas heroicas, los mejores perros del contorno, una escopeta algo vieja, pero que no cambiaría por nada, y un escudo en su portón. En el casino moracho se habla de cotizaciones, de ventas, de escrituras o hipotecas. En el casino de Orgaz no se oye hablar más que de cacerías, de liebres, de perdices, de jabalíes. Y alguna vez, de Dulcineas... (Urabayen Guindo "Estampas del camino")
La villa de Orgaz, situada sobre una hondonada que divide en dos el arroyo Riánsares, en plena ruta de Toledo a Ciudad Real por Los Yébenes, se suele recordar hoy por su famoso Conde, don Gonzalo Ruiz de Toledo, aquel que El Greco hizo inmortal con su cuadro de la iglesia toledana de Santo Tomé, pintura a la que también debe el difunto su paso a la posteridad mientras que el mundo exista, curiosa circunstancia que en el mundo del arte se da con bastante frecuencia. No obstante, la antigua Orsa u Oria de los musulmanes no fue sólo eso, pues se trata de una de las villas más importantes de nuestra región tomando como punto de partida aquellos tiempos oscuros que precedieron a la conquista de Roma; si bien, su momento álgido le llegaría posiblemente a partir de 1520, año en que el emperador Carlos I otorgó el título de Conde de Orgaz a don Álvaro Pérez de guzmán, alguacil mayor de Sevilla.
De su historia más remota sobresale el dato de haber sido el primer señor de Orgaz don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid en persona, por título recibido en Burgos al casarse con Jimena Gómez de Gormaz, nacida en Orgaz e hija del conde de Gormaz, quien fue muerto a manos del Cid para vengar las ofensas inferidas a su anciano padre, Diego Laínez.
Estamos en la Mancha, amigo lector: grandes extensiones de vid nos rodean por todas partes, laderas y llanos de olivar surgen a menudo en el paisaje, la loma gris de los Montes de Toledo se funde con el cielo manchego un poco en la distancia, las vías del tren de alta velocidad no muy lejos..., y en las calles de Orgaz, el sol impío de la media mañana que obliga a los viandantes a caminar por las aceras que dan a la sombra. Los ancianos charlan plácidamente sentados sobre los bancos, al pie de los árboles de un parque. En el frontal de las casa, de muchas de las casas de Orgaz, hay escudos de piedra que sobresalen del blanco de la pared.
No pasan los turistas por Orgaz de una manera reglada y sistemática, aunque, como todas las villas castellanas avaladas por el correr de los siglos, tiene algunos monumentos importantes ante los que detenerse. La iglesia parroquial y el castillo de los Condes merecen una visita, siempre que ambos edificios tengan las puertas abiertas y se encuentren en condiciones de ser visitados.
Aseguran en Orgaz que las obras de su iglesia las dirigió Churriguera, allá por la quinta década del siglo XVIII, siguiendo escrupulosamente los cánones del estilo barroco ya en decadencia. Se levantó el nuevo templo para sustituir al anterior que, llegado el momento, resultó pequeño. El escudo familiar que se luce en la portada corresponde al cardenal de Borbón, con cuya licencia se realizaron las obras, si bien, los gastos ocasiona­dos, que no serían pocos, corrieron en buena parte a expensas del vecindario, que puso en práctica todos los medios de recaudación posibles, incluso organizando algunas corridas de toros a caballo con aquel fin. La portada de la iglesia, de línea precisa, aunque en exceso recargada como corresponde a los gustos de la época, es toda una lección de equilibrio y de vistosidad, un milagro de la arquitectura barroca con una remota inspiración renacentista de tiempos precedentes.
El castillo es otro de los monumentos de interés con los que cuenta la villa manchega. El castillo ocupa en Orgaz un lugar poco común. Como palacio que fue y residencia de sus Condes, está situado en el llano dentro de la villa. Desde fuera se nos presenta como una sólida obra de mampostería originaria del siglo XV, magníficamente conservada a la vista de su torre mayor, sus garitones volados, almenas recogidas y ventanales chiquitos; si bien, por dentro no hay nada que ver; el ladrillo debió de ser el elemento principal como relleno de interiores, pero que de hecho contrasta hoy por su lamentable estado con el magnífico aspecto que el castillo-palacio tiene desde fuera.
Por cuanto al origen del castillo es válida la teoría de que fuera algún descendiente de Martín Fernández, ayo del rey Pedro I, quien comenzase las obras, y es hasta posible que el mismo las llegase a terminar. Lo que sí consta como cierto es que en el siglo XVI pasó a pertenecer a los Pérez de Guzmán, condes de Orgaz, reseñando como dato de interés que grupos de orgaceños, partidarios del movimiento comunero, libraron una dura pelea dentro del castillo contra los ejércitos del Emperador, muy superior en número de efectivos y de material a lo que ellos poseían, durante los últimos días del mes de marzo del año 1521, es decir, meses después a la toma de posesión del título de condes y del castillo por los Pérez de Guzmán. Dos siglos más tarde, ya a mediados del XVIII, la fortaleza orgaceña se encontraba con una buena parte de su interior convertida en ruina, y así ha seguido hasta nosotros.
En su libro "Estampas del camino", Felix Urabayen, escritor a pie de aquellos que tomaron nuestra tierra como tema central para sus ensayos sociogeográficos, señala al hablar de Orgaz cómo la Villa de los Condes fue por tradición el pueblo rival de su vecina Mora de Toledo. Destaca a la primera como la villa oficial de aquella subcomarca manchega, y a Mora como la villa de los hidalgos, los terratenientes y los grandes industriales creadores de bienestar. Así lo dejó escrito el atrevido viajero: «Orgaz es cabeza burocrática de partido, con gran disgusto de Mora, que en secreto tal vez le envidia esta primicia, sin perjuicio de sentir un profundo desdén por sus vecinos. Algo parecido a lo que ocurre entre Barcelona y Madrid, a quien en pequeño se asemejan bastante ambos rivales. Si Mora, por su actividad, su espíritu industrial y su fondo trabajador y ahorrativo recuerda algo a Barcelona, Orgaz, con sus empleados, escribanos, abogados, vagos, señoritos y hasta un cogollo de aristocracia, podría ser el Madrid de la provincia.»Sin duda, aquellas posibles diferencias están hoy mucho menos marcadas. Todas las provincias y todas las comarcas tuvieron algo así que todavía prevalece, aunque remotamente, en la memoria colectiva de sus vecinos; queda la literatura para traerlas al recuerdo y para perpe­tuarlas como un viejo valor. En todo caso ahí queda la histórica Orgaz, cuna de doña Jimena y sede de sus famosos condes que inmortalizó el Greco en el más famoso de sus cuadros.

(En la imagen, un aspecto de la iglesia de Ogaz)

viernes, 13 de agosto de 2010

LOECHES


No está tan lejos de nosotros Loeches como para que, al menos para mí, haya sido hasta hoy una villa desconocida. Había pasado muchas veces por sus orillas, cruzando desde Alcalá de Henares a la Nacional III por Arganda, pero jamás saqué un minuto de tiempo para conocerla, para andar por ella.
Loeches es pueblo de paso por su situación, asentado en un terreno árido y de poca fortuna. Después de haber estado en él, pienso además que es un pueblo adormilado, escondido un poco en el refugio de su propia identidad como el buen paño, pero que, también como el buen paño, corre el riesgo de su deterioro por inacción, por falta de ese oxígeno vitalizador que necesitan las cosas, y que deben tomar, claro está, con la debida cautela y en dosis justas.
La villa de Loeches es un lugar de contrastes: calles planas y cuestudas; viviendas cómodas de moderna estampa y recias casonas encaladas de primeros de siglo; viejitas meditadoras sentadas a la sombra de los portales y niños que gritan al sol y corren bicicleta; pueblo y ciudad; el hoy y el ayer sobre un mismo tapete; balcones floreados de colorines y paredones roídos sosteniendo algún escudo de piedra; terraza de bar y chapitel de monasterio.
Acabamos de estrenar el otoño y en Loeches aún hace calor. El hombre del quiosco, bajito él y de escueto parlamento, me ha dicho que no tiene postales para vender, que vaya al estanco.
-¿Y dónde es el estanco?
-Allí.
El allí del hombre del estanco está justo al otro lado de la plaza. La señora del estanco es más expresiva, más servicial, más amable. Se nota que la señora del estanco está acostumbrada a tratar con el público y a que le pregunten qué es lo más interesante que tiene el pueblo.
-El convento. Lo más interesante que hay en Loeches es el convento. Mucha gente viene a verlo aposta desde muy lejos. No siempre se puede ver, porque las monjas son de clausura y la mujer que lo enseña no tiene un horario fijo. A veces hay que avisarle para que suba.
-¿Queda cerca de aquí?
-Sí; aquí no hay nada lejos. Pueden ir en coche; y a pie subiendo por aquellas calles de enfrente. Enseguida se ve la torre.
Efectivamente, desde la plaza de Loeches, se llega en seguida al convento de Dominicas, cuyo majestuoso chapitel plomizo se alcanza a ver muy pronto, apenas subir las primeras calles. Luego es el sentido común el que te va acercando hasta el sorprendente edificio barroco, copia exacta o reproducción, por lo menos en la fachada, del convento de la Encarnación de Madrid, obra maestra, como tantas más que aún testifican su calidad de magnífico arquitecto, de Juan Gómez de Mora y de su discípulo Alonso Carbonell.
Este bello monumento que tengo frente a mí, y al que procuraré entrar si me fuera posible, lo fundó don Gaspar de Guzmán y Pimentel, valido de Felipe IV, y su esposa doña Inés de Zúñiga, condeduques de Olivares, duques de San Lucar la Mayor, de Medina de las Torres y marqueses de Eliche. Lo mandó edificar para su propio enterramiento y para el de los suyos, y quiso que fuera regentado por Dominicas por ser don Gaspar descendiente de Santo Domingo.
Un largo corredor entre columnas nos lleva hasta la estancia sombría y silenciosa en la que se encuentra el torno de las religiosas. A través del torno, las madres sirven postales, recuerdos y cajitas de golosinas o repostería conventual en cuyo arte son maestras.
-Fotografías no se pueden hacer en el panteón. Los señores duques lo tienen prohibido.
Los fundadores colmaron el convento y el palacio anexo de pinturas extraordinarias de Rubens, de Tiziano, de Tintoretto y no sé de cuántas maravillas más que ahora son historia. Se las llevaron los franceses cuando la Guerra e la Independencia con un enorme cargamento de candelabros de plata, de orfebrería y de ornamentos sagrados. Los lienzos de Rubens han sido sustituidos por frescos, bellísimos también, de Fernando Calderón, sobre los motivos religiosos que representaban aquellos robados y de cuyo paradero nadie sabe nada.
La casa de Olivares pasó a ser panteón de la casa de Alba tras el matrimonio de don Francisco Alvarez de Toledo, décimo duque, con doña Catalina de Haro y Guzmán, duquesa de Olivares. El nuevo panteón ocupa parte del antiguo palacio; lo mandó construir en memoria de sus padres el decimoséptimo duque, don Jacobo Fitz-Stuart y Falcó, y asistió a la primera misa la Emperatriz Eugenia de Montijo. Se trata de una sala poligonal, simétrica, de gran capacidad, con friso, cúpula, y ventanales con vistosas vidrieras de color azul. Allí está enterrado el Condedu¬que de Olivares y su esposa doña Inés de Zúñiga, en un enterra¬miento discreto y vertical. El panteón guarda cierta semejanza con el de los Reyes de El Escorial y con el maltrecho de los Mendoza en el antiguo convento de San Francisco de Guadalajara. Pero conviene anotar que el mausoleo principal, el más vistoso e importante de todo el panteón es el de doña Francisca de Montijo, esposa del decimoquito duque de Alba, con bellísima estatua yacente sobre el túmulo, para la que posó su propia hermana, nada menos que la Emperatriz Eugenia. Es obra, según me contaron, del escultor inglés Juan Bautista Clésinger, a la sazón yerno de la escritora George Sand, la amante y compañera en su retiro balear del músico Federico Chopín.
El convento de las MM.Dominicas de Loeches está desprovisto de su antiguo tesoro, de las muchas y valiosas riquezas con las que lo dotaron sus fundadores. Dijo de él Marañón que su verdadero tesoro todavía prevalece y que jamás le podrá ser arrebatado, el tesoro de su Historia. Sí, el recuerdo desvaído del pasado entre aquellos magníficos salones que se encargan de cuidar unas cuantas religiosas apartadas del mundo; a la espera de servir de urna sepulcral a los miembros de la noble familia de los de Alba, donde la tierra caliza de aquellos campos desangelados les aguarda como sala de espera a la eternidad.
Merece la pena darse un paseo hasta Loeches. Un pueblo activo de nuestros contornos en el que, como de lo antedicho puede deducirse, siempre hay algo que ver.

martes, 3 de agosto de 2010

EN EL BARRANCO DE LA HOZ


Con el verano iniciando el descenso, pero muy a punto para viajar como cada mes de agosto por estas tierras, hoy les invito a recorrer durante unos minutos por los caminos de la memoria aquel sitio sin par donde los molineses veneran a Santa María de la Hoz, su patrona y reina. No es otra la intención de quien esto escribe sino la de animarles a emplear un día de su vida en recorrer aquella maravilla natural, tan respetada y tan querida por cualquier molinés, y, por otra parte, tan ajena a los intereses de tantos como ignoran su existencia.
El gran prodigio de la Creación, regalo generoso para las tierras de Molina -quizá como compensación a otras deficiencias, tales que la tristeza de su medio rural a la que le tiene sometida la despoblación sufrida durante las últimas décadas- es, sin duda, motivo excelente para sacudirse de buena mañana la pereza y ponerse en camino con la seguridad de no regresar defraudados.
Si en la vida de cada uno existen momento inolvidables, que de cuando en cuando se procuran traer a la memoria con cierto deleite, debo confesar que la imagen del agua corredora del río Gallo entre las piedras de su cauce a la sombra de las choperas, son para mí tema de evocación frecuente. Unos minutos de soledad, sentado plácidamente sobre la hierba que hay junto al santuario en el más absoluto silencio, es un paréntesis que jamás pasara inadvertido en la vida de quienes hayan corrido en alguna ocasión con aquella experiencia.
El fenómeno aéreo -en competencia, no sé si leal o desleal de las peñas con el cielo molinés- que se da en el Barranco, es una imagen que permanece grabada en el ánimo de los que andan por allí con la misma exactitud y con la misma fijeza de un panorama cinematográfico bien cuidado.
En la realidad de lo que es actualmente el Barranco de la Hoz y su santuario mariano, entran, en una proporción pareja, toda una serie de factores a los que desearía referirme aquí, aunque brevemente. Serían, por una parte, el valor del paisaje y la aportación paciente del medio natural hasta conseguir aquel rincón tan cargado de surrealismo, que sirve de escenario a la ermita y al complejo lugar donde se esconde; por otra el hecho humano, es decir, la tradición, la historia verdadera, y un poco también esa pincelada de leyenda que actúa como el condimento para hacer más apetecibles y de mejor paladar los bocados de la Historia.

Sucedió por aquellos complicados vericuetos de la quebrada que, a mediados del siglo XII, un pastor de Ventosa perdía una res en tarde de vigilancia por aquellos contornos. como buen pastor que era, dejó en lugar seguro al resto de la manada y se dedicó a buscar por aquellos angostos de junto al río a la res extraviada. Llegó la noche. El pastor, desconcertado por aquellos tremendos volúmenes de piedra fantasmal, comenzó a sentir miedo. Surge de pronto una luz potentísima entre las peñas que ilumina el barranco y le hace el mirar casi imposible. El oído sólo puede escuchar los rumores cantarines de las aguas del Gallo. Una imagen de la Virgen se comienza a distinguir, al fin, sobre el tosco pedestal de roca. La res perdida aparece inamovible, adormilada, a los pies de la Señora. Era una súbita aparición con tintes sobrenaturales. La noticia se extendió con rapidez por todo el contorno, y el silencioso escondrijo se convirtió muy pronto en sede principal de veneración para las gentes de la comarca, que ha volado hasta nuestros días por encima de los peñascos, de las distancias y de los siglos.
El santuario, tal y como hemos oído contar y así lo hemos visto escrito, es tan antiguo como el milagro y como el propio Señorío Molinés considerado como unidad de pueblos y de tierras. Eso es lo que sacamos en conclusión una vez puestas en su sitio las fechas en que ocurrieron los acontecimientos a los que nos acabamos de referir. Existiendo ya la primitiva ermita debajo de las peñas, y la pequeña residencia que en sus albores debió de existir, entraron los canónigos seglares de San Agustín que se encargaron del sagrado lugar durante algunos años. don Fernando de Burgos, personaje casi mítico, sería hacia la primera década del siglo XVI su gran mecenas, primer patrón y padre de todo aquel complejo animador de devociones; pues fue él quien corrió con los gastos de la ampliación de la ermita, quien la retocó y restauró, quien mandó añadirle una hospedería como refugio de peregrinos y una casa para el ermitaño. A partir de entonces, el santuario de la Hoz, empleando como razón eficiente el ya tricentenario milagro de la aparición y su propio encanto natural, se convirtió en lugar de peregrinaciones al que debieron de acudir, siglo tras siglo, personajes de notable condición llegados de lejos, entre los que es oportuno contar a los reyes Sancho IV el Bravo, la emperatriz Isabel, Felipe II, y ya en nuestro siglo el rey Alfonso XIII.

Situados en la explanada de la hospedería, nos disponemos a entrar bajo el arco que da paso al santuario. Dentro ya, la imagen solemne de las peñas de la Hoz adquieren una nueva dimensión en contraste con las maderas de la galería y con las formas arquitectónicas, los relieves y las curiosas serigrafías con las que se recubrieron los muros. A la puerta de la ermita se llega después de subir unas cuantas escaleras de piedra. La portada principal es tardorrománica, del siglo XIII; remata con el águila coronada del escudo familiar de don Fernando Burgos, leyenda incluida que recuerda al caminante el nombre de su benefactor. Un bello poema de Suárez de Puga deja escrito sobre la pared el sentir del poeta hacia la vieja parra del santuario. Por unos instantes el viento mueve las ramas de los pinos que hacen equilibrios sobre las crestas del Barranco.
Pasemos a la ermita. La puerta está entreabierta. en este momento no hay nadie en su interior. Las nervaduras de piedra que corren por el techo recogen como en un puñado la penumbra y el silencio del pequeño templo. La imagen de la Virgen de la Hoz está colocada en el lugar más visible al otro lado de la verja, ocupando la única hornacina con la que se abre en mitad su retablo barroco. La imagen de la Virgen corresponde a una talla medieval, románica, suponemos que sedente, con la cara ennegrecida como casi todas las que se conservan de aquel tiempo. Va vestida con un manto blanco, bordado en filigranas de oro. Artísticamente la imagen ganaría en valor si pudiéramos verla en su forma original, sin el devoto aditamento de los ropajes. Las chapeletas que encienden quienes pasan por allí, lucen mortecinas encima de un añal. El sol de la tarde molesta al salir de la ermita.

Las mesas de piedra que hay junto al río se ven vacías entre sombra y sol. Más arriba y más abajo los pescadores lanzan una y otra vez las cucharillas y los anzuelos en las corrientes y en los remansos del río. La hora y el lugar invitan a gozar abiertamente de lo natural en su esencia más pura. Saben bien de ello las gentes que acuden de tierras lejanas a gozar del espectáculo durante el buen tiempo. Por nuestra parte, tan sólo nos queda apuntar en el rincón de los recuerdos que ésta es la enésima vez que pasamos por allí, encontrándolo todo tan novedoso e impactante como el primer día.