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domingo, 27 de junio de 2010

CRIPTANA


"He llegado a Criptana hace dos horas; a lo lejos, desde la ventanilla del tren, yo miraba la ciudad blanca, enorme, asentada en una ladera, alumbrada por los resplandores rojos, sangrientos, del crepúsculo. Los molinos, en lo alto de la colina, movían lentamente sus aspas; la llanura bermeja, monótona, rasa, se extendía abajo".
(Azorín."La ruta de Don Quijote")


Criptana es por excelencia la ciudad manchega de los molinos de viento. Los molinos de viento son la enseña y distintivo de Criptana. No he podido saber cuál es en este instante el número exacto de molinos que hay en Criptana. He contado hasta doce, pero es probable que haya alguno más. El número de los molinos de viento que hay sobre la serrezuela de Criptana es algo que ha variado con el tiempo. En El Quijote se habla de "treinta o pocos más, desaforados gigantes, con quien hacer batalla"; hacia el año 1750, el Marqués de la Ensenada puso en catálogo treinta y cuatro molinos; cien años después, don Pascual Madoz contabilizó veintisiete; y otros cien años más tarde, es decir, hacia 1950, eran sólo tres los que quedaban, con estos nombres: Infante, Sardinero y Burleta. Se han restaurado algunos de ellos, ahora son doce o más los que alzan sus aspas en el Cerro de la Paz de Campo de Criptana, que los turistas prefieren como primer atractivo. Sardinero, Culebro, Lagarto, Pilón, Burleta, Infante, Poyatos, Quimera, Cariari, Inca Garcilaso, son los nombres de algunos de ellos, casi todos cumpliendo alguna misión específica pensando en el turismo, aparte de la meramente decorativa de la cual se beneficia el pueblo. El molino Culebro, por ejemplo, está dedicado a Museo de Sara Montiel, el Pilón es Museo del Vino; el Poyatos funciona como oficina de turismo, y el Inca Garcilaso sirve como Museo de Artesanía.
Las callejuelas que quedan al pie del altiplano en donde se airean los referidos monumentos a merced de las corrientes del aire, llevan casi todas ellas nombres de personajes saca¬dos de la inmortal obra de Cervantes. Campo de Criptana, tal y como lo hemos podido ver al andar por sus calles, es un re¬cuerdo continuo al autor del Quijote, que tiene por culmen la magnífica estatua en bronce que en su memoria colocaron en un lateral de la Plaza Mayor.
El pueblo se extiende hasta el llano ocupando casi todo él la suave ladera que baja desde los molinos hasta las vías del ferrocarril. El nombre de Campo de Criptana, del que siempre dude si era tal o era Criptana solamente, pareció ser el más acorde con el que referirse a un tiempo a los tres primitivos núcleos de población que lo integraron, a saber, Criptana, El Campo y Villajos.
Alguien me explicó en Criptana que durante largos años de la Baja Edad Media, sus tierras fueron campo de batalla entre cristianos y moros después de la conquista de Cuenca, circuns¬tancia que se agravó con la derrota de Alarcos, y así hasta la batalla de las Navas de Tolosa -todo bajo el reinado de Alfonso VIII de Castilla-, que trajo, entre otras consecuencias, el fin del dominio musulmán por aquellos contornos.
Pero Campo de Criptana es además uno de los pueblos más importantes de aquella provincia de Ciudad Real de pueblos grandes, y tanto o más sonoro que muchos de ellos, no sólo por su presencia en la literatura española de éste y de pasados siglos, sino más bien por lo que representa en el conjunto general de las tierras de la Mancha, y porque ha dado al mundo de la fama nombres tan reconocidos como el del músico Luis Cobos o la actriz Sara Montiel, quienes, además, y en un gesto que les honra, hacen honor a su patria chica siempre que llega la oportunidad de hacerlo.
Se ha dicho -y va de anécdota- que es tanto entre las gentes de Criptana su apego a la literatura, que mantienen como dogma de fe la creencia de que don Alonso Quijano existió como personaje de carne y hueso, y que era natural y vecino de aquellos pagos, y que fue en su tiempo uno más de los caballeros de la Hermandad de los Treinta Hidalgos que hubo en el pueblo hasta bien entrado el siglo XVIII. Son, nadie lo duda, reflejos de la importancia universal de la obra cervantina, que revolucionó las tierras de la Mancha y cuyo influjo no ha cesado, ni cesará probablemente en mucho tiempo, como prueba el que todos los pueblos, villas y aldeas de la comarca, se crean en el derecho de haber sido escenario de algún pasaje de El Quijote, sin otro argumento a veces que la buena intención, cuando no el deseo de favorecerse tomando parte de la llamada Ruta de Don Quijote, en la que todos quieren estar, siendo muy pocos, en cambio, los nombres que en el libro aparecen escritos por mano de Cervantes. Al autor se ha intentado repetidas veces regalarle alguna ciudad manchega como cuna, más por celo hacia la persona que universalizó sus tierras, que por el ruin deseo de apropiarse de lo que no le corresponde; lo que parece humanamente comprensible.
En la Plaza Mayor, haciendo ángulo con el renovado edificio del ayuntamiento, y junto al vistoso parque donde los más viejos del lugar pasan las horas muertas hablando de la cosecha de vid, se levanta la torre de la iglesia de la Asunción; dicen que la más alta de toda la provincia hasta que en el año treinta y seis fueron demolidas ambas, torre e iglesia, y con ellas su magnífico retablo mayor de Berruguete. Ha sido sustituida por otra con chapitel de pizarra, no menos galana, pero que se deja notar la falta de aquella primitiva, de cuyas formas góticas todavía guardan memoria los ancianos y las viejitas manchegas que en las calles de Criptana se sientan a la sombra de sus casas cada tarde viendo al mundo correr.
Campo de Criptana es un pueblo blanco, como ya lo era en tiempos de Azorín y como lo fue siempre. El color blanco refleja los rayos del sol y evita que el calor penetre a través de los muros. Campo de Criptana es tal vez el más blanco y decoroso de todos los pueblos de la Mancha. De cuando en cuando un fuerte azul prusia destaca sobre el blanco hiriente de las paredes distinguiendo una puerta, un rodapié, la franja estirada de un friso. Y no lejos, blanco también como el sueño de los ángeles, el santuario patronal de la Virgen de Criptana, ocupando otro altozano de generosa explanada, continuación quizá de la Sierra de los Molinos, desde donde se domina, hasta que la vista se pierde, la inmensa llanura manchega que limita, muy en la lejanía, la línea del horizonte sobre el mar de los campos.
(En la fotografía: Criptana. Cerro de la Paz)

miércoles, 16 de junio de 2010

SAN CLEMENTE



Muy cerca de los siete mil habitantes cuenta hoy como población de hecho la segunda en importancia de las villas que la provincia de Cuenca tiene en tierras de la Mancha. La primera sería Tarancón, según el censo. Una de las ciudades menos conocidas de nuestra región, ésta de San Clemente, y una, en cambio, de las que más tienen que decir, por lo que consideramos oportuno presentarla en este escaparate de papel de prensa que, con una periodicidad indeterminada, traemos a nuestros lectores en esta sección de andar y ver por las tierras de nuestro contorno, ordinariamente provincial, y regional de manera extraordinaria como es el caso que hoy nos ocupa.
Los modernos medios de transportes son rápidos y cómodos, de ahí que procuremos ampliar, también en la distancia, las rutas de lo que consideramos nuestro. Castilla-La Mancha es una comunidad autónoma consolidada, y buena cosa es que hagamos lo posible, cada cual en lo que esté de su parte, por conocerla y, si se cuenta con medios, también por darla a conocer.
El río Rus, manchego de nombre y de condición -¡Voto a Rus!, dice Sancho alguna vez en El Quijote- es parte de la vida de San Clemente y, desde luego, enseña de su origen, de su manera de estar, incluso de sus devociones más arraigadas como veremos después.
Hubo autores de la importante cantera de historiadores conquenses que dejaron en sus escritos al referirse a esta villa manchega -Fermín Caballero y Torres Mena entre ellos- noticia de una lápida antiquísima, desaparecida quizás a consecuencia de las guerras, en la que se podía leer. "Aquí yace el honrado caballero Clemente Pérez de Rus, el primer hombre que hizo casa en este lugar e le puso el nombre de San Clemente. Falleció en la era del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, mil y ciento treinta y seis años". Siglo XII, como puede verse, y Clemente de nombre su fundador que puso al recién creado caserío el del santo de su onomástica. Nada queda de aquel primitivo caserío en la villa actual, pues lo más antiguo que subsiste como monumento, quiero recordar que la que allí dicen la Torre Vieja, antigua, señorial y almenada, que es probable se construyera en la primera mitad del siglo XV, siendo rey de Castilla Juan II y señor de aquellas tierras don Juan pacheco, Marqués de Villena, quien consiguió para San Clemente el título de villa en el año 1445.
Pero es, sobre todo, la ciudad tal y como ahora la vemos lo que en este momento nos interesa. El San Clemente con el que dio comienzo el siglo XXI es una ciudad próspera, cuyos recursos son especialmente destacables para el vivir diario de sus habitantes los que se derivan de la agricultura, sobre todo del cultivo y explotación de la vid, del ganado, del comercio y de los servicios. Fue, y todavía lo sigue siendo, cabecera de partido judicial y capitalidad de una comarca extensa, lo que se deja sentir de manera especial en el comercio. Una de sus calles céntrica, la calle Boteros, peatonal, tiene a derecha e izquierda establecimientos comerciales de todo tipo ocupándola en toda su longitud. En el extrarradio son varias las factorías y cooperati­vas que existen en pleno funcionamiento, de las que se surten a lo largo del año, casi sin excepción, todos los pueblos de la comarca, especialmente por cuanto se refiere a la fabricación y elaboración de vino, productos alimenticios, y talleres mecánicos orientados a la venta, tratamiento y reparación de maquinaria agrícola. En los hoteles, mesones y restaurantes de San Clemente, como en casi todos los de la tierra manchega, a uno le pueden servir a la hora de comer, si así lo desea, lo más selecto de la cocina tradicional de aquellas tierras, a saber: morteruelo, atascaburras de bacalao, migas ruleras, gazpacho y pisto manchego, además de cualquier plato de la cocina nacional propio de otras regiones, y como detalle de su exquisita repostería, la famosa tarta de las monjas clarisas; productos todos ellos con cierta reminiscencia quijotesca, sabrosos, fuertes y atrevidos, como lo es por lo general la cocina manchega, tal vez la más conocida a nivel internacional de todas las cocinas españolas debido, claro está, a la universal obra de Cervantes.
Dignos de ser visitados en San Clemente son, entre algunos más, el edificio del Ayuntamiento, obra renacentista del siglo XVI, con dos plantas y dos series superpuestas de siete arcos cada una, y escudo real como remate en el centro; la iglesia parroquial de Santiago; la iglesia de la Compañía de Jesús; el Pósito, con el majestuoso, aunque mal llamado, "arco romano", pues data del siglo XVII; la ermita de la Cruz Cerrada, el convento de Trinitarias, el palacio del Marqués de Valdeguerrero, la antigua Audiencia Real... Todo un amplísimo escaparate de documentos en piedra que hablan del pasado esplendoroso de la villa y de las muchas familias de apellido ilustre que vivieron en ella.
Y así, traída a colación la nobleza sanclementina de otros siglos, es éste el momento de recordar a nuestros lectores en tierras de la Alcarria que, miembro de una de aquellas familias con tinte de nobleza, en concreto de la casa de los Quiroga, nació en San Clemente el 27 de abril de 1811 Lolita Quiroga Capopardo, en religión Sor Patrocinio, la venerable "Monja de las llagas", quien, después de una vida activa al servicio de Dios y de su Orden, encontró la muerte en Guadalajara a la edad de ochenta años, y aquí en nuestra ciudad, en una capilla lateral de la iglesia de las Concepcionistas Franciscanas (Iglesia del Carmen), reposan sus restos esperando la hora final al toque de trompeta.
A ocho kilómetros de distancia desde San Clemente se encuentra en pleno campo manchego el santuario de la Virgen de Rus, centro principal de devoción mariana para aquella comarca que la venera por patrona. Existe la costumbre de llevar a hombros hasta San Clemente a la imagen de la Patrona el domingo de Pentecostés, para ser devuelta a su santuario cuarenta días más tarde. Los cuatro banzos de subastan en el ayuntamiento, previo anuncio, y la puja sube a cifras que sobrepasan el millón y los dos millones de pesetas. Se forman grupos de veinticuatro banceros que se van turnando de cuatro en cuatro a lo largo del recorrido. Durante el resto del año, el santuario de Rus y las praderas de sus alrededores, son lugar de esparcimiento para las gentes de la comarca que acuden hasta allí con cierta frecuencia.
Ni qué decir que, como nota final a este haz de renglones escritos sobre la marcha, el deseo de quien lo dice es invitarles a visitar la Mancha del Rus, pieza importante en el puzle de nuestra región, y de paso invitarles sobre todo a que conozcan San Clemente, una villa del Siglo de Oro, enseña y capitalidad de todas aquellas tierras.

(En la fotografía, Plaza Mayor y Ayuntamiento de San Clemente)

martes, 8 de junio de 2010

MANZANARES EL REAL



Como una consecuencia del turismo por aquellas sierras, el pueblo de Manzanares el Real en tierras de Madrid, antes Real de Manzanares, es hoy muy diferente al que pintan las estadísticas y los tratados de geografía humana anteriores a la década de los años sesenta: «un pueblecito pobre a la sombra de un castillo suntuoso, que nos devuelve a la memoria el ilustre nombre medieval de los Mendoza». Como una consecuencia del turismo, habrá que repetir, el pueblo de Manzanares, a la vera del río del que tomó nombre, se ha convertido -más aún durante las jornadas calurosas del verano que obligan al público a huir de la ciudad- en un hervidero de gentes que suben hasta las peñas graníticas del alto cauce para gozar por muy poco dinero del regalo natural de aquellos contornos, gentes de humilde condición muchas de ellas, a las que su economía apenas les permite desplazarse unos cuantos kilómetros de la capital para regresar a casa cuando pinta la anochecida. Yo he visto, en una de esas tardes soleadas del mes de agosto, a los bañistas ocupar las sendas de tierra que se abren como serpentinas entre los berruecos; esconderse a la sombra de los árboles que hay a la orilla del alto Manzanares; librase del sol de las seis zambullidos en las aguas claras del río; hacer una escapada de cuando en cuando hasta los chiringuitos en sombra a tomar un refresco revitalizador con la espalda pelada por el sol. Arriba, los peñascos abruptos, desgastados por la erosión -todo el cerro son peñas-, de la Pedriza, el regalo providencial y único de aquellos alrededores, con los altos del Yelmo y del Mirador dibujando la cumbre; una montaña de granito albo que pone ante los ojos del viajero uno de los paisajes más originales y bravíos que haya podido dar al suelo de España la madre Naturale­za, tan dispar y variopinta en tierras de Castilla.
Son muy antiguos en su origen todos estos pueblos del antiguo condado. Lo dicen los restos arqueológicos encontrados en algunas de sus cuevas (Los Alcores, La Lobera, Peña Rubia). Manzanares, el pueblo, se remonta como lugar habitado con entidad propia a los turbios años de la repoblación, al período medieval del que tanto se ha dicho y del que tan poco se sabe de manera fidedigna y documentada. Parece ser que fueron gentes de distintas procedencias sus primeros pobladores: segovianos, familias enteras de las sierras de Soria, navarros y musulmanes de las riberas del Darro entre otros, los que se instalaron por primera vez bajo aquellos impresionantes roqueda­les de junto al río de manera permanente. Alfonso X, el rey Sabio de Castilla, incorporó aquellas tierras a la corona; y, tras haber sido objeto de largos pleitos entre segovianos y madrileños, en los que hubo de mediar la realeza, el rey Juan I las donó en 1383 a don Pedro González de Mendoza, aquel que años más tarde le salvaría la vida en Aljubarrota a costa de la suya, y cuyo comportamiento heroico recogió el romance:

El caballo vos han muerto;
sobid, Rey, en mi caballo...
El advenimiento de los Mendoza supuso una consideración de privilegio para esta villa cabecera. En ella se instalaron durante largas temporadas el Almirante de Castilla don Diego Hurtado de Mendoza y su hijo don Iñigo, primera Marqués de Santillana y primer Conde del Real de Manzanares, quienes habitaron en el antiguo castillo, o Castillo Viejo, nombre con el que el pueblo reconoce las ruinas que todavía quedan al otro lado del río, cuyas piedras en buena parte se emplearon más tarde en la construcción del nuevo, del Castillo de Manzanares que ahora vemos, de la augusta fortaleza y palacio que engalana aquellas vertientes del paisaje serrano, y que mandó levantar de nueva planta otro don Diego, el primer duque del Infantado, hijo del autor de las Serranillas, y que se encargaría de concluir su hijo don Iñigo. Como el Palacio del Infantado de Guadalajara y la iglesia convento de San Juan de los Reyes de Toledo, el castillo de Manzanares es obra de Juan Guas, y está labrado igual que aquellos en el llamado "estilo Isabel", una variante con sello mendocino del arte renacentista, del que aquella noble familia fue mecenas e impulsora.
Hasta hoy, y de un modo muy especial durante los últimos años, el castillo de Manzanares ha sido objeto de profundas transformaciones; la última es de hace poco más de veinte años, dirigida por el arquitecto González Valcárcel, que separó con vistas a su posterior utilización el patio interior y algunas de sus torres. En los salones, cuidando escrupulosamente el estilo original del edificio, se desarrollan actos culturales del más variado cariz; dentro de él tienen lugar congresos, y están dotados de los más modernos adelantos de la tecnología, como pudieran ser los equipos de traducción simultanea, por sólo poner un ejemplo. Varios de sus muros aparecen revestidos con artísti­cos tapices del siglo XVII, que el viajero puede visitar libremente en horarios al efecto, tanto de mañana como de tarde. En la moderna historia del pueblo cuentan como fecha memorable la del 25 de junio de 1981, día en el que dentro de los muros del castillo se dio comienzo al proceso autonómico de la Comunidad de Madrid.
Pero en Manzanares el Real hay muchos más motivos que reclaman una visita. Aparte del paisaje pétreo, incomparable, de La Pedriza, y del señorial castillo de los Mendoza, merecen ser considerados según su valor e interés la iglesia de Nuestra Señora de las Nieves, obra de las primeras décadas del XVI con detalles anteriores, en donde concurren los tres estilos más característicos de la antigüedad clásica posmedieval: una nave románica, gótico el presbiterio, y renacentista el pórtico acolumnado.
El pantano Marqués de Santillana, azulado y limpio como corresponde a las aguas destinadas al consumo humano, ocupa a la entrada del pueblo las tierras llanas que en otro tiempo pudieron ser huerta o pastizal. En torno al castillo y a la iglesia de Las Nieves puede verse, creo que tan sólo una muestra, del Manzanares de hace más de medio siglo, del pueblo de pastores y gentes del campo que lo habitaron tras la desaparición definitiva del influjo mendocino, hasta le impulso turístico de los últimos treinta años. Al recorrer las calles del nuevo Manzanares, uno se encuentra con nombres acordes con su interés cultural; calles dedicadas a pintores famosos: Calle Goya, Velázquez, Zurbarán, El Greco, Fortuny; a investigadores y hombres de ciencia: Calle Ramón y Cajal, Juan de la cierva, Severo Ochoa, Leonardo da Vinci; de fauna familiar por aquellas sierras: Calle del Aguila, del Ruiseñor, de la Golondrina, Avenida del Gato...; una muestra, al fin, de esta ciudadela amarrada con fuerza a la raíz de Castilla, y que ha sabido girar -circunstancia obliga- en ángulo abierto según vinieron soplando por aquellos lugares los vientos de la modernidad.
"Nueva Alcarria", 28 de noviembre de 1997

(En la imagen, vista lateral del castillo de Manzanares)