«Campo, campo, campo.
Entre los olivos,
los cortijos blancos.
Y la encina negra
a medio camino
de Úbeda a Baeza»(Antonio Machado)
Fueron otros tiempos, y otras circunstancias muy distintas también, las del laureado poeta sevillano y las del grupo de escritores españoles que, organizado por la FEPET y con el patrocinio de la Junta de Andalucía, hemos tenido ocasión de vivir recientemente horas de gozo por aquellas tierras sureñas, desconocidas para tantos de nosotros, y admiradas, en cambio, después del viaje de regreso. Quiero pensar, con la mano en el corazón entonando el mea culpa, que no existirán en España muchos lugares como estos, tan alejados del saber de los hombres, tan bellos, tan completos, tan generosos y tan entrañables sin embargo, que al escritor tan sólo le sugieren palabras de desagravio a la hora de contar su experiencia por aquella inmensa tierra de olivar, que en tiempo pasado distrajo en su dolor a uno de los más significados poetas del siglo XX.
Pero entramos en materia con la firme convicción de no llegar en nuestro relato al cien por cien, ni a mucho menos, de cuanto por allí hemos visto y hemos sentido porque lo uno siempre lleva a lo otro. Hay mucho que ver y mucho que decir de aquellas cuatro ciudades, a las que hemos dedicado otros cuantos días arrancados de nuestro tiempo disponible, pocas veces tan bien empleado: Andújar, Baeza, Úbeda y Jaén, fueron por ese orden las que distrajeron nuestras horas, horas fugaces como el tren de alta velocidad que nos puso en un instante en la gentil Córdoba, la ciudad de los califas, hoy cosmopolita debido a su pasado y al mucho arte que la Historia le dejó como herencia.
Andújar —y con ello nos situamos en ruta— es una ciudad próspera, que a quien esto escribe se le antoja que vive tiempos de bienestar al amparo del carácter emprendedor de sus gentes. El tiempo del que dispusimos fue breve para estar en Andújar, pero sí el suficiente como para que quedase marcada en nuestra memoria durante mucho tiempo, la visita al Museo de Coches Antiguos de los hermanos Demetrio y Carlos del Val (nombres de oro en el Olimpo de los corredores en vehículos a motor, que en el mundo son y en el mundo han sido). Hasta cincuenta coches, bicicletas y motos, guardan los hermanos Del Val en el museo de la calle que lleva sus nombres; todos limpios, impecables, todos dispuestos a funcionar según nos explicaron. Un Renault de 1902, con la matrícula nº 11 de Madrid y faros de carburo; un Peugeot matriculado en Valladolid con el número 15; el coche del zar ruso Nicolás II, fabricado en 1907; el Bucatti, único original que hay en el mundo, cuyo precio se cuenta en millones de dólares; la bicicleta del rey Alfonso XIII, con farolilla de petróleo sobre la rueda delantera, y así hasta otros cuarenta y tantos más, cada uno con sus años y su diferente historia.
Y luego Baeza, a tiro de piedra del río más andaluz de todos, el Guadalquivir, monumento y evocación, donde todo nos resulta novedoso. En Baeza impartió clases de Bachiller durante siete años el poeta Antonio Machado, en un edificio del que fue segundo rector San Juan de Ávila. En Baeza cuentan con una vistosa catedral, mitad gótica y mitad renacentista, en donde hay una custodia magnífica de plata, al estilo de las de Arfé de Toledo y Córdoba, y una lámpara del siglo XIX que ya hubieran deseado para sí cualquiera de los palacios de la vieja Europa. En Baeza hay una plaza que dicen de los Leones, debido a la fuente con cuatro de ellos que tiene en mitad, que está rodeada de palacios con bellísimas fachadas y puertas memorables, como el palacio de la antigua Carnicería, de 1548, que a mediados del pasado siglo se reconstruyó, llevándoselo piedra a piedra desde su anterior emplazamiento en otro lugar cercano de la ciudad hasta el que ahora ocupa, y luce sobre su fachada, como siempre lo hizo, el impresionante escudo imperial de Carlos V.
La ciudad de Baeza, la Biatia de los romanos, tiene por vecina, y por hermana mayor con el permiso de unos y de otros, a Úbeda. A pesar de sus denominaciones más antiguas: Bétula para los romanos y Ubbadat al Arab para los árabes, la ciudad de Úbeda es eminentemente renacentista. Una serie de monumentos admirables que no tiene fin. Hasta medio centenar de ellos merecen ser visitados.
Existe una tradición apócrifa que asegura que Úbeda fue fundada por un hijo de Noé. Nos parece estupendo. En aquellas tierras de María Santísima, la hipérbole contó siempre con profunda raíz. Tampoco tiene cerros; son pequeñas ondulaciones tapizadas de olivar las que la rodean; de ahí que el famoso dicho no fue sino una patraña del caballero Álvar Fáñez, que en lugar de vigilarla la dejó perder por haberse entretenido con una bella musulmana toda la noche entre unos olivos, arguyendo luego al rey castellano que se había perdido “por esos cerros”.
¿Pero qué es lo que más nos impresionó, lo que vale la pena ver en Úbeda? Mucho —respondería a mi propia pregunta—. Nos situaron en primer lugar en la plaza Vázquez de Molina. Dijo el guía, y no le faltaba razón, que por cuanto a monumentalidad era aquella la plaza más completa de España. Entre iglesias, palacios y otros monumentos de interés, eran cinco, si no recuerdo mal, los que teníamos alrededor en aquel instante: la Sacra Capilla del Salvador, lujosos enterramiento del secretario de estado de Carlos V, don Francisco de los Cobos, y de su mujer doña María de Mendoza, proyectada por Siloé y construida por Andrés de Vandelvira, con esculturas de Jamete y retablo mayor, incendiado en parte durante la Guerra Civil y restaurado después, de Berruguete. El palacio de las Cadenas, hoy ayuntamiento de Úbeda, con escudos por doquier de la familia Mendoza. El parador de turismo del Condestable Dávalos, obra de Vandelvira como tantos más. El palacio del Marqués de Mancera, recuerdo de don Pedro de Toledo, virrey del Perú. Y para terminar en dicha plaza, la iglesia de Santa María de los Reales Alcázares, con impresionante fachada y bellísimo claustro. Todo ello sin caminar apenas, sólo seguir con la mirada lo que tenemos alrededor y dirigir los pasos hacia lo que vemos.
Y conventos memorables, como el que fuera testigo en una de sus celdas de la muerte de San Juan de la Cruz en la madrugada del 14 de diciembre de 1591; el Real Monasterio de Santa Clara, antiguo, del siglo XIII; el Hospital de Santiago, obra también de Andrés de Vandelvira, y mandado construir por el ubetense don Diego de los Cobos, obispo de Jaén, y que viene a ser, sin detrimento de lo ya dicho en favor de otros edificios de la ciudad de Úbeda, uno de los más puros ejemplos del Renacimiento en aquellas tierras.
Y Jaén, la capital de provincia para terminar. La Catedral, sobre todo la Catedral. La comparé en grandiosidad con las más importantes catedrales de nuestro país, y alguien me tildó de exagerado. Sigo en ello. Contemplar su fachada, y sobre todo la elegancia y la solemne prestancia de sus altísimas columnas y bóvedas, merece una visita a la ciudad del Santo Rostro. Los Baños Árabes podrían servir de colofón para concluir un viaje a tierras de Jaén, la más desconocida de las provincias andaluzas, que goza, por lo menos de momento, con el aquel de lo increíble a cada paso.
(En la fotografía, Plaza de los Leones. Baeza)