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martes, 3 de noviembre de 2009

EN EL PAÍS DE LA MIEL


No es la Alcarria, como bien sabemos quienes vivimos aquí, la comarca de la Provincia que acapara en exclusiva todas las bendiciones y esencias de las tierras de Guadalaja­ra. Para los que apenas nos conocen de oídas o se han paseado alguna vez por nuestro paisaje a vuelo de autobús o como viajeros en el ferrocarril que atraviesa de Este a Oeste nuestra tierras, nada debe extrañarnos que sea así; mas quede claro, tanto para unos como para otros, que a Guada­lajara en su conjunto la integran otras tres comarcas, bien definidas las tres, y tan cargadas de encantos por lo menos como la propia Alcarria; pero menos representativas como imagen al exterior de lo que es lo nuestro; circunstancia ésta que queda ahí sin que nadie la mueva, avalada por la tradición y por la costumbre, y a la que cualquier guadalajareño, campi­ñés, serrano o molinés, deberá atenerse y aceptar, pues tampoco hay una razón de peso que lo impida, cuando al medirle fuera de casa con el mismo patrón que a todos se nos mide, alguien ose en considerarle alcarreño.
Pues, bien; algo tendrá el agua cuando la bendicen. Algo tendrá la Alcarria para merecer, aunque sea por parte de mentes alejadas a nuestro medio, una identificación a su manera con las tie­rras todas de una provincia determinada de la que solamente ocupa una cierta porción, en tanto que la Alcarria como comarca natural se extiende en superfi­cies considerables por algunas provincias más en las que sus habitantes se autodenominan, con el mismo derecho que los nuestros, alcarreños a mucha honra. Pues sabido es que la Cuenca de Priego, de Huete, de Villar del Infantado, de Casti­llo de Alvaráñez, de Villarejo del Espartal, de Valdeolivas, tiene tanto sabor a Alcarria como las vegas del Tajuña o los ásperos llanos del río Cifuentes; realidad ésta que se extiende así mismo a diversas villas de Madrid: Estremera, Loeches, Campo Real, Chinchón, aunque a cualquier lector poco formado le pueda sonar a disparate.
Uno piensa que la Alcarria viene a ser como un sello natural que asegura la realidad geográfica -e histó­rica en buena parte- de una comarca sonora y de universal renombre, entrañable como pocas, que acoge sin distinción pedazos de tres provincias con características comunes induda­bles, aunque el reconocimiento como tal haya venido a inclinar la balanza sobre esta porción guadalajareña, sobre la Alcarria de más acá de los valles del Tajo y del Guadiela, en lo que una vez admitidas y hechas constar las correspondientes salve­dades, todos parecemos estar de acuerdo.
Campos áridos y de estampa siniestra; tierra de contras­tes climáticos y de hoscas maneras en su particular orografía; desierto, páramo, vallejuelo, huerta, aliagar o tomillera, la Alcarria gozó siempre, sin razones de tiempo ni de espacio, del privilegio de atraer hacia su rala piel a lo más selecto de las alcurnias al uso dentro de la sociedad española en cada momento. También le cupo, en suerte o en desgracia, ser esce­nario de acontecimientos contradictorios, de hechos que marca­ron los caminos del futuro, y de los cuales de manera fugaz y a título de mero recordatorio, intentaremos a renglón seguido dar cumplida noticia.

Con sólo echar un rápido vistazo a los antiguos legajos de la Alcarria, y con ello quisiera referirme a los que guar­darán entre dunas de polvo las historias particulares de sus villas más sobresalientes: Brihuega, Pastrana, Cifuentes, Alcocer, Zori­ta..., habrá material bastante para confeccionar, sin esforzarse apenas, toda una nómina de personajes distin­guidos que, por una u otra razón, prefirieron la adusta Alca­rria como sede en sus horas de solaz al amparo de la tranquila naturaleza. Y ahí tendríamos que poner necesartiamente a los tres Alfonsos de Castilla, el Sexto, el Octavo, y el Décimo al que se apellidó el Sabio; a la desdichada doña Mayor Guillén; al influyente arzobispo Ximénez de Rada; a las diferentes ramas de la familia Mendoza, con la extraña flor en una de ellas de la Princesa de Eboli, que en la Alcarria nació y a ella vino a morir, dejando para la posteridad un reguero ingente de opiniones acerca de su personalidad y de sus con­ducta; Teresa de Jesús, la reformadora; los reyes de la nueva dinastía, Felipe V, Carlos III y Fernando VII; Juan Martín, el Empecinado, que en varias ocasiones de su ofensiva al invasor francés montó en estas tierras su cuartel general; el autor neoclásico Moratín, el poeta León Felipe, entre algunos más, sin entrar para nada en el mundo de los vivos, cuya relación acabaría por desbordar lo que en este trabajo escueto se pretende.
Y siguiendo con la infinidad de motivos en un intento de sacar a esta tierra de su secular anonimato, se me ocurre pensar que en una de las roídas laderas de matorral que tapi­zan los oteros de la Alcarria, hundido e irrecuperable, queda a la vista del viajero que viene o que va hacia las empantana­das riberas del Tajo, el venerable convento de La Salceda, donde vivió e hizo milagros San Diego de Alcalá, y salió un buen día para marchar a la Corte y ser confesor de la reina Isabel la Católica fray Francisco Jiménez de Cisneros, regente después de las Españas.
Los altos de Brihuega y de Villaviciosa fueron testigos, allá por el invierno de 1710, cuando España se encontraba huérfana de rey tras morir sin descendencia el último de los Austrias, de una batalla decisiva que trajo como consecuencia el trasplante al trono de una nueva familia real, la de los Borbones, originaria de la Francia del Rey Sol; pues bien, así consta en los anales de la historia nacional, y así se recuer­da en un monolito que alguien tuvo a bien colocar junto a la carretera en el lugar de los hechos. Mas no es eso todo por cuanto al protagonismo bélico que han tenido estas tierras en la negra historia de la Humanidad, y para ello concluyo con aquel párrafo tajante, sacado con pinzas de las crónicas de guerra de Ernest Hemingway, cuando en el año 1937 anduvo por aquí como corresponsal de uno de los periódicos de su país en pleno conflicto. El ilustre autor, refiriéndose a la Batalla de Guadalajara, y más concretamente a los terribles enfrenta­mientos de tropas que él sitúa en las proximidades del palacio de Ibarra, publicó a principios de mayo de aquel año en "The New Republic" un completo artículo acerca de los hechos, del que me limito a transcribir sólo lo siguiente: «sin reservas afirmo que Brihuega tendrá un lugar entre las batallas decisi­vas de la historia militar del mundo.»
Estamos en la Alcarria. La Naturaleza -breña sin control, ribazos garduños de chaparro, solanillas de poca monta donde dentro de muy poco comenzarán a elaborar las abejas en el interior de algún tronco hueco, rumor silente de los arroyos- entona por todas partes el solemne canto de los olvidados, de las almas dejadas de la mano de Dios. La primavera hará que todo cambie.

La Alcarria es tierra de viaje, lugar de paso. Campos de miel y de aguijón que conviene tratar con el debido respeto y con la correspondiente sabiduría. Aquí la gente viene, pero luego se va, dejando todas las cosas como estaban, en su lugar y en orden. Para mí es el orden uno de los eternos valores sin descubrir que tiene la Alcarria.
Guadalajara, 2000

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