Henos hoy, al cabo del tiempo y la
distancia, en la nobilísima ciudad cabecera del Señorío. Son cientos de veces
las que por éste o por aquel otro motivo tuvimos ocasión de ver como ahora
vemos las torres almenadas y las murallas de su castillo dibujadas entre la
neblina de la vega que, paso a paso, conduce al caminante hasta sus aledaños.
Ahí, en los restos magníficos del pasado que se extienden cerro abajo hasta las
mismas puertas de la ciudad, se guardan, asidos a sus piedras centenarias, el
vivir y la historia grande de las gentes de Molina.
El hecho fue así de sencillo. Un rey
de Aragón que lo libera del poder sarraceno; un acuerdo entre dos por el que
las tierras reconquistadas pasan a pertenecer a la corona de Castilla, y una
entrega en calidad de Señorío a don Manrique de Lara, que era a su vez vasallo
del rey castellano Alfonso VII, y que pasaría a ser su primer señor. Estamos en
el siglo XII. Un fuero personal para aquel inmenso legado de tan duro enclave,
al margen después de las ordenanzas castellanas y aragonesas durante un largo
periodo de su historia, dieron lugar a un pueblo de características especiales
y muy marcadas: amante de lo suyo, afable y respetuoso, leal, sobre cuya piel
curtida por los siglos resbala la garra de la desunión y del menosprecio que da
carácter en tantos casos a las gentes de nuestros días.
De nuevo he vuelto a clavarme de
codos en la barandilla que sirve de mirador hacia el puente románico que hay
sobre el río Gallo, cuyas aguas, igual que las del Mesa, se me antoja que
corren en dirección opuesta a como deberían correr. A un lado el altivo Giraldo
del convento de San Francisco, negro y quieto como la muerte porque la mañana
también está tranquila. Luego la moderna avenida que los molineses titulan
Paseo de los Adarves, su calle principal, bulliciosa y repleta de comercios, de
restaurantes y de entidades bancarias como una pequeña Wall Street. Los
ancianos, viejos zorros de la paramera, de Gallocanta o de la Serranía de
Cuenca, con su característica cadencia molinesa en el decir, buscan un poquito
de sosiego y de conversación sentados a la sombra mientras que la gente bulle de un lado para otro.
-Yo soy de La Yunta -dice uno
-Y yo de Tortuera -explica otro
después.
-Casi vecinos, pues -les digo.
-Ya lo creo. Y buenas mozas las que
había entonces por allí. Todas éstas que andan ahora medio en cueros, nada de
nada, ni chicha ni limonada, que decía un boticario que hubo en mi pueblo.
-Yo soy de Poveda -dice un tercero.
Seguro que ni le suena.
-Sí, que me suena. También conozco
aquello. El pueblo de don Segundo.
-Ahí está la cosa. Algo primo mío
era el Segundo. Que si la guitarra, que si no, hizo carrera. Fue un personaje
el Segundo.
Ahora la calle del Chorro, la de las
Tiendas, la Plaza de San Pedro, estrechas y sombrías en donde parecen
desvanecerse o revivir aquellos años grises de primeros de siglo. Calles en las
que comparten vecinazgo los escudos de armas de las fachadas con la pescadilla
fresca de los escaparates, con los artículos de regalo, con las prendas de
vestir y con los cestos de fruta.
La Plaza de España se asoma a estas
antiguas callejuelas capitalinas con la gracia evocadora de sus rejas y de sus
ventanales, orlada en cuadro por acacias moñudas de recortada fronda.
Con la amurallada fortaleza siempre
por montera, que como es sabido comanda la llamada "Torre de Aragón"
al norte de la ciudad vieja, uno deambula de acá para allá, de un lado para
otro, conmovido por la intimidad de sus rejas, por el silencioso embrujo de sus
calles enlosadas. Rincones donde se respira el pasado envuelto en la penumbra
que proyectan los aleros sobre el pavimento humedecido, frío e intransitado. En
un azulejo prendido en la cara trasera de una esquina se lee:"Calle de
Quemadales". Uno piensa que el apelativo tendrá su porqué, parejo tal vez
con la antigüedad de aquellos vericuetos.
El hecho simple, pero muy
significativo, de que en pleno siglo XVII viviesen en Molina nada menos que 286
familias distinguidas, entre nobles e hidalgos, nos pone en antecedente de que
esta ciudad, alejada por situación de cualquier urbe, con todos los riesgos e
inconvenientes que ello suele llevar consigo, es ante todo una ciudad señorial
casi por naturaleza, aparte de las singulares prerrogativas que la historia
medieval hiciese recaer sobre ella. En Molina de Aragón, Molina de los
Caballeros, Molina la Grande, vamos a acostumbrar nuestras retinas a la
esbeltez venerable de sus palacetes, de sus casonas solariegas en las que se
lucen, cargados de mensaje, los escudos de armas pertenecientes a familias
ilustres que moraron en ellas.
Henos pues aquí, apenas atravesar el
puente románico, en la plazuela que dicen de Trespalacios, porque son tres, uno
a cada lado, los que al pequeño coso de junto al Gallo asoman sus fachadas. Es
la plazuela romántica y cautivadora a la que en hermosos versos cantó no ha
mucho el poeta Suárez de Puga. Luego nos habremos de perder por callejas
enrevesadas en las que nos sorprenderán muchas más casonas notables, como la del
Virrey de Manila, con su escudo magnífico, que sale a la calle de Quiñones; la
del Marqués de Villel; la casona familiar de los Arias, la de los Marqueses de
Embid, la de los Garcés de Mancilla, la del obispo Díaz de la Guerra, sin
contar ésta y aquella otra, que con su arco adovelado como reseña llaman la
atención e invitan a la curiosidad en lugares tan importantes para la vida
molinesa como la Calle de las Tiendas o la mismísima Plaza de España, donde,
ahora recuerdo, queda desierta y fuera de culto la iglesia de Santa María del
Conde, una más de las seis u ocho que tuvo, y que fue templo de la nobleza
molinesa, mandada construir por su primer señor don Manrique de Lara.
A la hora del paseo el público se
sale a los Adarves. Es una calle ancha y moderna, con bulevar y bancos donde
sentarse a la sombra de los árboles. Por los Adarves suelen verse en las
mañanas del fin de semana gentes de muchos de los pueblos del Señorío, diversas
entre ellas porque el terreno es extenso y diferente; pero que coinciden en
ciertos rasgos comunes de los que siempre se destacaron la afabilidad, la
hospitalidad y la cordura para con quienes vienen de fuera.
Hace tiempo, en un establecimiento
chiquito de la calle de las Tiendas se podían comprar las "patas de
vaca". El establecimiento aquel ya no existe, y es preciso proveerse de
esa especialidad gastronómica en una moderna pastelería del Paseo de los
Adarves. las "patas de vaca" son una especie de pasteles de gran
tamaño, con forma a veces de media luna, que cuentan, no sin mérito, como
enseña de la rica y variada repostería molinesa.