miércoles, 26 de octubre de 2016

ANDAR POR CASTILLA XVI: NOVIERCAS (Soria)


TRAS LOS PASOS DE G.A. BÉCQUER
         Noviercas es nombre de un pueblo, sí. Es el nombre de un pueblo de Castilla. Noviercas se sale de nuestros límites provinciales; pero, si he ser sincero, hace mucho tiempo que tenía verdaderos deseos de llegarme hasta él, tan sólo por conocer completa la pista vital de un poeta al que admiro desde mi juventud, o tal vez desde antes. Un pueblecito de dos­cientas personas a lo sumo, situado entre las villas de Gómara y Ágreda en la provin­cia de Soria, donde vivió durante largas tempora­das Gustavo Adolfo Bécquer, el poeta del amor y del dolor, que pasó su vida malamente escribiendo versos inolvida­bles, y prosas con un algo divino entre sus líneas, por cualquiera de los lugares hacia los que el destino le quiso llevar: por Sevilla donde nació en 1836, por Madrid donde comenzó a darse a conocer entre infinitas estre­checes y sacrifi­cios, por Toledo, por Veruela y Tras­moz, y desde luego por Noviercas, el pequeño pueblecito al que llegué hace sólo unos días. Cono­cía todos los lugares becquerianos antes dichos, a excep­ción de No­viercas, lugar en el que el poeta sevillano debió de pasar muchas de las horas más amar­gas de su vida. Allí vivía su mujer, Casta Esteban, hija del médico rural de este pueblo, allí nacieron probable­mente los tres hijos fruto del matrimonio: Gustavín, Jorge y Emilín, (según les llama en sus cartas de familia), y allí pasaron temporadas largas cada verano al amparo económico del padre de ella, cuando los avatares torcidos de la vida -y en la de los poetas suelen ser cosa harto frecuente- afloraban en el ambiente fami­liar durante años y años. Mi estancia en este pueblecito de agricultores, en una mañana clara de otoño, supone ver cumplida una vieja ilusión, que días más tarde todavía cele­bro con cierto sabor agridulce -no sé decirlo de otra manera- en los pliegues del alma.

         En la obra literaria de Bécquer nunca, que yo sepa, se hace una sola referencia al pueblo de Noviercas. Sí que lo hizo alguna vez en las cartas a su mujer intere­sándo­se por ella y por los niños, cuando por razones de traba­jo o de salud tuvo que vivir apartado de su familia. Tal vez por eso en el pueblo se le considere tan poco, o al menos así me lo pareció a mí. Ni una calle, ni una plaza, ni siquiera el olvidado rincón donde, envuelta en las sombras de su memoria, de la ruina y el abandono, todavía se mantiene en pie la que fue su casa. Existe una pequeña exposición con recuerdos del poeta junto al ayuntamiento, que no pude ver por llegar fuera de hora; pero pienso que la atención oficial hacia su persona ha sido escasa, casi nula, durante el siglo y pico que ya se cuenta desde su fallecimiento. La gente, en cambio, es encantadora; te explica todo lo que ellos han oído contar relacionado con el poeta, y si les preguntas dónde vivió, te acompañan hasta el rincón en el que se encuentra la casa, en un entrante de la calle del Moral, y que no me explico cuáles han debido ser las razo­nes para que no lleve su nombre, si es que a las autoridades les parece una consideración excesiva rotular, no una calle, sino la plaza del pueblo, como "Plaza del poeta Gustavo Adolfo Bécquer" ¡Cuántos pueblos y ciudades lo hubieran hecho! Pero los caste­llanos somos a veces como nos pintó Machado, y a menudo salen a flor de piel en nuestro personal comportamiento  esas "cosas" que tanto desdicen del viejo señorío de esta tierra.
         Me hubiera gustado conocer cómo era aquel pueblo en el siglo en el que vivió el poeta. El soberbio torreón árabe que se alza como enseña de poderío en uno de los ángulos de la plaza, nos viene a decir que Noviercas gozó de cierta importancia mil años atrás y en las primeras centurias que le siguieron hasta su reconquista. La iglesia parroquial, dedicada a los santos niños Justo y Pastor, es un monumento digno de aquella importancia pretéri­ta, de la que destacaríamos su interesante portada plateresca, de piedra magníficamente trabajada y con una tonalidad velada­mente ferruginosa, como la piedra del torreón árabe, su vecino y competidor en altura, cuatro o cinco siglos más antiguo, pero con unos materiales extraídos quizá de la misma cantera. En esta iglesia, cerrada durante toda la mañana,  recibie­ron las aguas del bautismo dos, el mayor y el menor, de los tres hijos de Gustavo Adolfo y de Casta Esteban cuando las relaciones familiares todavía no habían llegado a malograrse; pues es sabido que el matrimonio se rompió definitivamente en 1868, dos años antes de la muerte de Bécquer en Madrid, víspe­ras de Navidad, herido de tuberculosis y al parecer en el más triste de los abandonos. Fue vox populi en toda la comarca que el hecho de su separación, entre algunas razones más, de puro carácter, se debió a las extrañas relaciones de Casta, su mujer, con el Rubio, un valentón de Noviercas de nombre Hila­rión, del que se cuentan acciones tremendas, y que a las gentes del pueblo les dio por decir que el último de los hijos de Casta tenía su misma cara.


         Hay un acontecimiento en el saber popular de este pueblo soriano que esclarece algo aquellas sospechas. Tras la muerte de Bécquer, en diciembre de 1870, su viuda contrajo segundas nupcias con un desconocido, con un recaudador de contribuciones algunos años mayor que ella. Cuentan que una noche de carnaval, cuando el matrimonio volvía a casa después de un baile de máscaras, se cruzó delante de ellos un enmascarado oculto entre andrajos y con una soberbia cornamenta sobre la cabeza, del pecho le colgaba un cartel que decía "Gustavo Adolfo". Sonó un disparo y en ese momento se desplomaba al suelo en las sombras de la noche el cuerpo muerto del segundo marido de Casta. Quienes oyeron el disparo comenzaron a murmurar que el asesino había sido el Rubio. Creo que jamás se supo nada de aquella muerte ni nadie acusó a nadie de tan cobarde crimen, seguramente por miedo ante las reacciones violentas del culpable.
         Uno, que lejos de su ambiente geográfico habitual piensa en estas cosas dando un paseo por las calles en la mañana soleada de Noviercas, toma café en un bar cercano a la carre­tera, donde con la efigie del poeta colocada al lado del televisor, unos cuantos hombres entrados en edad juegan a las cartas animadamente.
         El pueblo se encuentra situado sobre un alto. El respaldo de la iglesia sirve de mirador sobre la vega del arroyo Araviana, inmensa, que en lejanos tiempos dicen que dio pasto suficiente para mantener una cabaña de veinte mil ovejas, hoy tierras de labor a modo de caldera limitada en la media distancia que, al menos para mí, es el mayor de los parques eólicos que existen en España, donde cientos de hélices giran sopladas por el viento, todas en la misma dirección, al mismo ritmo, para producir energía, que no poesía. Intento imaginar lo que en este momento pensaría acerca del paisaje aquel que tuve delante de los ojos el poeta sevillano, el más grande de nuestros líricos del siglo XIX, situado precisamente allí, sobre la tierra plagada de hierbas secas que yo pisé y que tantas veces él debió de pisar en los lentos atardeceres de aquel campo abierto a tie­rras de Aragón y de Castilla. No comprendí nada.
         Sobre los cielos de Noviercas, cada madrugada y cada ocaso viaja suave, como a vuelo de golondrina, el espíritu doliente del poeta que hizo suspirar a media España cuando en nuestra tierra la poesía ocupaba el honroso lugar que le pertenece, hoy injusta e injustificadamente olvidado.
 
                  "Quién, en fin, al otro día,
                   cuando el sol vuelva a brillar,
                   de que pasé por el mundo,
                   quién se acordará."

NOTA: La última foto la tomé en la "Casa de Bécquer" hace unos 15 años. Creo haber oído después que el Ayuntamiento de Noviercas la quería derruir. Pienso y deseo que no lo haya hecho.

martes, 4 de octubre de 2016

ANDAR POR CASTILLA (XV): ROA DE DUERO (Burgos)



            A nadie debe extrañar que Roa, la Rauda de los celtíbe­ros, fuese conocida por gentes nómadas desde la más remota antigüedad. El altiplano que ocupa la villa, embalconada de cara al río Duero al cabo de una vertiente que aun en automó­vil cuesta trabajo subir, fue de gran servicio para la autodefensa de tantas tribus primitivas que de continuo se veían amenazadas por otros pueblos o por huestes viajeras que con frecuen­cia atravesaban la Meseta por aquellos fecundos valles, cuyas tierras planas, ahora sembradas de cereal, de viñedo o de forraje, han sido centro de codicias durante siglos y siglos desde la Edad del Hierro, tiempo aquel del que todavía quedan restos como para que los arqueólogos intenten ajustar cabos en el sensible cañamazo sobre el que se ha de tejer el cómo y el porqué de nuestras raíces como pueblo de Occidente, que más tarde, muchos siglos después, daría lugar a esta raza caste­llana nuestra, con sangre de infinitas etnias, y con una cultura que fue tomando cuerpo en la coctelera de la historia a partir de Túbal, el hijo de Jafet y nieto de Noe, a quien tantos historiadores han señalado como el primer hombre, que escapado de la Biblia, pisó en nuestro suelo no mucho después del Diluvio Universal.
            Dicen los eruditos que fueron los vacceos el primero de los pueblos de la antigüedad que asentó por los para­jes de la vega media del Duero, que tomarían aquel poyal como atalaya ventajosa para la guerra cuerpo a cuerpo, y, desde luego, como enclave insutituíble para el ataque cuando la artillería, ya desde su etapa más rudimentaria, comenzó a contar como el recurso de mayor utilidad en los enfrentamientos bélicos de la Edad Moderna, pongamos media docena de siglos atrás en el cómputo del tiempo a partir de hoy. En el ahora apacible Paseo del Espolón, en la villa de Roa de Duero, mirando a la vega, hay una enorme bombarda de a principios del XV que nos lleva a refrescar la memoria.

            Roa, más conocida hoy como sede del Consejo Regulador de la Denominación de Origen de los buenos vinos de la Ribera del Duero, es ante todo historia. Muy cerca de allí, en Castrillo de Duero, nació en 1775 Juan Martín Díez, El Empecinado, y allí lo vieron matar sus paisanos en la "ominio­sa década", después de haberlo torturado cruelmente como si de una fiera salvaje se tratara, metido en una jaula de hierro. Allí fue a morir en 1517, marcado por la edad, y agotado por el cansan­cio y por la res­ponsabilidad del mando como regente, el carde­nal Jiménez de Cisneros, cuando viajaba a lomos de una mula hacia los puertos de mar del norte de España, donde pensaba recibir en buena hora y descargar el peso de la regencia sobre Carlos I, el rey adolescente con la cabeza llena de pajaritos por entonces, luego poderoso emperador y hábil monarca de las Españas, al que no llegó a conocer siquiera. Allí murió un hijo de Fernando III el Santo, que según se ha escri­to no fue un ejemplo de virtud, precisamente. Y allí se lucen, sobre las fachadas de los más destacados edificios, los escudos nobilia­rios de tantas familias con apellidos de noble resonancia en toda la comarca burgalesa: los Velasco, de la Cueva, Zúñiga Avellaneda, conde de Miranda del Castañar, ante cuyos nombres entran ganas de descubrirse, cuánto más ante sus emblemas. Cosas de la gloria efímera, que el soplo de la vida se acaba por llevar, dejando señal de permanente en los epita­fios de sus tumbas y en los escudos murales -auténticas mara­villas, por cierto, algunos de ellos- como los que allí pueden verse, reflejando el sol de la mañana, en la fachada principal de la excolegiata de Santa María, y que corresponden a los apellidos de la Cueva y Velasco, sostenidos por dos salvajes que pisan cabezas de esclavos.

            Es difícil no recordar a quienes han estado en Roa la fachada de su iglesia de Santa María, obra de transición, de extraordi­naria belleza, donde los mejores detalles ornamentales y arquitectóni­cos del Renacimiento tardío castellano quedan patentes. En el interior conservan capillas, historiadas y ricas en verjas del XVI, como la de los Burgos y la de los señores condes de Siruela, sin pasar por alto la imaginería de la misma época, excepcional­mente representada por una Trinidad de autor anónimo y por un altorrelieve policromo del XV, obra magnífica de Diego de Siloé.


            Era día de mercado y la Plaza Mayor se encontraba plagada de tenderetes y de expositores de productos a la venta, de gentes de la comarca y del propio Roa que habían acudido al coso a comprar a eso de la media mañana para no quedar mal con la diosa costumbre. En otro de los laterales de la plaza, haciendo ángulo con la fachada principal de la iglesia de Santa María, queda el edificio del ayuntamiento, donde un guardia municipal y dos señoritas empleadas atienden con prontitud al público de manera amable, dato a destacar por no ser en otros lugares demasiado frecuente. Y luego a ver el pueblo; un pueblo al que también se le reconoce como experto por tradición en el cultivo de su vega, como destilador de alcoholes y como productor o fabricante benemérito de pastas para sopa.
            Entre la fronda de un jardinillo anexo a la plaza de toros, allí donde los raudenses llaman la Cava, está el monu­mento en bronce con el que el pueblo recuerda a perpetuidad al más conocido de sus personajes históricos, El Empecinado. Aparece de cuerpo entero, y tiene sujeta con cadenas entre las piernas la silue­ta recortada del mapa de España, por cuya libertad contra la atadura del emperador francés Napoleón, peleó en guerrillas tantas veces y dio su vida en 1825, odiado, azotado y escupido, como perro rabioso.
            Casi al otro extremo de la localidad, bien cruzando por la Plaza Mayor o por la calle comercial de Santo Domingo, en el ya dicho Paseo del Espolón -muy semejante en estructura a los paseos marítimos de las ciudades costeras del Mediterrá­neo, pero dando vistas, no al mar, sino al río Duero, que baja escoltado por frondosas alamedas, y a la vega fertilísima que llega hasta la ciudad de Aranda, todo en línea recta-, queda un tanto disimulada bajo las plataneras la efigie de Cisneros, un busto de bronce sobre alto pedestal que en 1995 le dedica­ron los Amigos de la Historia de Roa, y que uno piensa que no es para menos. Allá, lejos, rayando el horizonte, se deja ver sobre la colina gris la silueta de un castillo famoso: el de Peñafiel por tierras de Valladolid, que abre en los ánimos hoy cansados del caminante el deseo de perderse algún día por allí, quizás no demasiado tarde.
            Los productos propios del lugar: el queso de oveja, los asados de cabrito y de cordero tan famosos, no sólo allí sino en toda la comarca, los exquisitos vinos de la Vega del Duero, el blanco pan de sus trigales, son materia de especialización gastronómica, a los que uno tan sólo se atreve a calificar de excelentes.