lunes, 19 de septiembre de 2016

ANDAR POR CASTILLA XIV: PEÑAFIEL (Valladolid)

                                                               

            Peñafiel es pueblo de sonoras reminiscencias en la histo­ria de España. Peñafiel es centro de una comarca extensa de campos de trigal, de viñedos y de hortalizas a la que da nombre. Peñafiel, en fin, a la sombra de su célebre castillo sobre la estirada colina de rocas que lo sostiene, muestra al visitante la nobleza de su origen y el encanto infinito de sus piedras labradas, a la vera de uno de los ríos que más saben de dichas y desdichas del alma castellana: el Duratón, que precisamente aquí, a las puertas de esta antigua ciudad de palacios y conventos, entrega al padre Duero las aguas que a lo largo de leguas y leguas por la ancha Castilla, fue reco­giendo desde los altos de Somosierra en que fue fuente.
            Por uno de los puentes que cruzan sobre el río, entro en Peñafiel de buena mañana. La torre puntera del castillo se pierde al contraluz, arrojando sombras geométricas sobre las últimas casas. La Plaza de España es en este viaje a Peñafiel el primer destino. La Plaza de España tiene al mediodía una iglesia de porte renacentista que en la actualidad emplean como Museo Comarcal de Arte Sacro; levanta un soberbio torreón y está dedicada a Santa María. Al frente, en la misma plaza, las tiendas bajo soportal que al instante nos ponen en camino hacia la Plaza del Coso.

            Después del castillo, la Plaza del Coso es por su origi­nalidad lo más significativo de Peñafiel. En la Plaza del Coso se vienen capeando toros desde la Edad Media; espectáculo tradicional que el público contempla desde los cientos de balcones adornados con arabescos que, según alguien me expli­có, fueron colocados según su actual estructura a mediados del siglo XVIII sobre su primitiva planta medieval. En la Plaza del Coso tiene lugar otro de los acontecimientos más colo­ris­tas, multitu­dinarios y emotivos, que el pueblo celebra cada año como remate a su Semana Santa desde tiempo inmemorial. Se trata de la Bajada del Angel en la mañana del domingo de Resurrección, y consiste en el descendimiento por medios mecánicos de un muchacho disfrazado de ángel que anuncia a la Virgen, colocada sobre las andas entre la multitud, la resu­rrección de Cristo. La visión plástica de la Plaza del Coso, rodeada de balconajes de madera en sus cuatro caras con el castillo al fondo, traslada al espectador a tiempos remotos, a la España de los Austrias o antes aún, en aquel ideal esce­nario testigo de añosos acontecimientos escritos en legajos polvorientos o sobre la misma piedra, soporte tantas veces de pequeñas páginas con las que se hilvana el gran tapiz de la historia de los pueblos:"Santiago Fernández. Ha fallecido el día 15 de agosto a los 21 años de edad. Fue cojido por un toro. Año de 1896.R.I.P.", se lee sobre la plancha de piedra en un lateral de la Plaza del Coso.
            En la villa de Peñafiel no es posible echar en olvido al autor de "El Libro de Patronio". El Infante don Juan Manuel, miem­bro importante de la realeza castellana allá por la primera mitad del siglo XIV, iniciador de la narrativa en nuestra propia lengua, fue su gran Señor, y así la tomó como lugar preferida de todos sus estados y centro de sus correrías literarias, cinegéti­cas, políticas, por la ancha Castilla de Cifuentes, de Garcimu­ñoz, de Galve, de Pozancos, donde puso punto final al "Libro de los Estados". Reyes y magnates toma­ron como asiento a Peñafiel durante largas temporadas, y allí nació, sírvanos de ejemplo, el desdichado don Carlos, príncipe de Viana. 
            En la Plaza del Coso se encuentra la Oficina Municipal de Turismo que atiende con prontitud una amable señorita. Allí se recibe información acerca de lo mucho que puede verse en Peñafiel cuando se viaja a ciegas. En la oficina de turismo ofrecen material suficiente en concepto de guía y una tarjeta horario para realizar visitas, sin peligro a topar con las puertas cerradas de los museos o monumentos de interés como ocurre tan a menudo.


            El Castillo se abre al público en horario de verano, previo pago de una modesta aportación (120 ó 75 pesetas por persona, según sean mayores o menores de edad) durante tres horas por la mañana y cuatro por la tarde. La visita al casti­llo de Peñafiel resulta instructiva y curiosa al mismo tiempo. Las proporciones de la fortaleza son desmesuradas. Se trata de un edificio alargado extraordinariamente, cuya planta va dibujando el altiplano roquero que le sirve de peana. Sus dimensiones son 210 metros de largo por 20 de ancho, con torre del homenaje colocada en mitad que alcanza una altura de 34 metros. En ambos lados de la torre quedan los patios que sirvieron de albergue a las caballerizas y guarniciones por sur, mientras que el aljibe y los almacenes ocupan el ala norte. El castillo se levantó por primera vez sobre el longo roquedal en el siglo X, se volvió a recons­truir a finales del XI, lo restauró de nuevo el infante Don Juan Manuel a princi­pios del XIV, y un siglo más tarde se le día la estructura definitiva durante el reinado de Juan II. En el año 1917 fue declarado Monumento Nacional.
            El nuevo Peñafiel, no obstante, es por todo lo demás una ciudad moderna, bien arbolada y pulcra, repleta de tiendas y de servicios. Una ciudad de calles estrechas donde la gente es amable y complaciente.
            La iglesia y convento de San Pablo, a cuatro pasos de la Plaza del Coso, y el convento de Clarisas al otro lado del río, son monumentos a destacar con todo lo ya dicho. La facha­da plateresca de la iglesia de San Pablo es toda una filigra­na, sobre la que se disparan sin querer las cámaras de los turistas.
            - ¿Ha estado usted por aquí alguna vez cuando el Corro de los Toros?
            - No señor ¿Eso qué es?
            - Pues las fiestas, las corridas, las capeas, y todo el jolgorio que tiene lugar en la plaza y en sus alrededores para la fiesta de Nuestra Señora y de San Roque, a mediados de agosto.
            Como en todos los pueblos y villas importantes de la Vega del Duero: de Burgos, de Segovia, de Valladolid, a estas alturas, las capeas, las corridas de toros, las verbenas y las multitudi­narias comparsas cantando por las calles, tuvieron y siguen teniendo en Peñafiel una importancia suprema. Los exquisitos vinos de la uva verdeja, de la albilla y la tinta del toro que por allí se dan, juegan su papel en esas ocasio­nes, nadie lo duda. Parte de un todo en el que se vienen conju­gando, creo que de manera magistral, el peso de la tradi­ción con la vaporosidad festiva de los nuevos tiempos, el espíritu veladamente socarrón del castellano viejo, con el ímpetu de la juventud olvidadiza y marchosa de finales de siglo. 


miércoles, 7 de septiembre de 2016

ANDAR POR CASTILLA (XIII) EL TOBOSO (Toledo)


“Señor, respondió Sancho, en cada tierra su uso; quizá se usa aquí, en el Toboso, edificar en callejuelas los palacios y edificios grandes,; y así suplico a vuesa merced me deje buscar por estas calles o callejuelas que se me ofrecen, pudiera ser que en algún rincón topase con ese alcázar, que le vea yo comido de perros, que así nos trae corridos y asenderados.”                                                  (De “El Quijote”)


         Es muy poco lo que se sabe del aspecto urbanístico del Toboso en el siglo XVI, tiempo casi mítico en el que lo conoció Cervantes, si bien es fácil imaginarlo como el que debió corresponder a una ciudadela castellana habitada por honestos labradores y por impenitentes hidalgos, valiéndose de los datos que se desprenden de “El Quijote” y del conocimiento sociológico de la época, condicionado por el lugar de su emplazamiento y por las características climatológicas de la Mancha. No ocurre así con la noticia documental de esta villa referente ahora a una centena de años atrás; pues sabido es que el maestro Azorín dedica un par de capítulos de su obra «La ruta de don Quijote» a contarlo con meticulosidad, con la palabra justa, milimétrica, de su prosa. Nos habla el maestro alicantino de un pueblo dañado en su entraña por el desinterés, decrépito y ruinoso, sin movimiento apenas en su condición de estrella de la Mancha. Muy lejos queda hoy, por fortuna, de aquella visión lóbrega que nos dejó Azorín. El Toboso es un pueblo limpio, aseado mimosamente, que ha vuelto a levantar, con el empeño por delante de sus pobladores, la enseña de sus pasados señoríos, de sus años de hidalguía, que como en ningún otro lugar o circunstancia, se advierte sin el menor esfuerzo al andar por sus calles.
         Acabo de recorrer –con menos tiempo del que fuera preciso para conocerlas a fondo- muchas de las calles y algunas de las plazas más representativas del Toboso. El pueblo, sobre el mantel sin final de los campos manchegos, más de doce kilómetros de calles en las que uno descubre a cada paso el remoto encantamiento de lo que pudo ser en un tiempo para nosotros tan lejano.
         A El Toboso, como a casi toda Castilla, lo han ido haciendo los hombres, el paisaje y la literatura. Para cualquier autor resulta comprometido escribir acerca de las tierras manchegas, y sobre todo acerca de este retazo de llanura sin fin sobre el que hemos dado en pisar después de un largo viaje. Los ojos del cuerpo apenas advierten el impacto fortísimo, casi cegador, de los albos encalados, muchos de ellos centenarios, sobre los muros de cualquier rincón o de cualquier callejuela; los del alma se empañan de místicos pudores, pensando a cada paso que sobre el mismo empedrado, y con la mirada sobre idénticos horizontes, posó sus plantas el padre y señor de nuestro idioma patrio, ídolo inamovible a perpetuidad de escritores y de gentes de la Mancha.
         Estoy en el centro de la Plaza Mayor bajo un sol de justicia. Las piedras labradas de la iglesia de San Antonio Abad se alinean delante de nosotros, dando lugar a un espectáculo de sillería deslumbrador. Las sombras de los aleros bajan sobre el pavimento de la plaza. En ángulo con la iglesia alinea sus formas y sus ventanales el remozado edificio del ayuntamiento. Discretamente alejados de nuestra vista quedan, frente a frente sobre sus peanas de granito pulido, las siluetas en hierro forjado de don Alonso Quijano y de Aldonza Lorenzo, la sin par Dulcinea, ante cuya figura de labradora se ve a don Alonso postrado de rodillas. La Plaza Mayor se abre a partir de aquí en cuatro, en seis bocacalles distintas, una en cada dirección. Sobre algunas de las esquinas se ven escritas con oscuros caracteres metálicos asidos a la pared, escogidas frase del Quijote.

         Por la calle que rotulan como de Ana Zarco, se baja en un instante hasta la Casa de Dulcinea, una vieja mansión reconstruida que ahora dedican a guardería y a exposición de recuerdos, enseres, aperos e instrumental de labranza, muy al uso de la Mancha campesina de los cuatro últimos siglos. No lejos, se encuentra casi por sorpresa al recoleto paraíso que llaman Plaza de Don Federico, con el busto como fondo, pensativo el semblante, del insigne académico don Federico García Sanchiz, tan ligado en su vida, y más aún en su muerte, al pueblo del Toboso. “España fue su Dulcinea”, se lee escrito con letras de molde sobre la piedra, al lado de su estatua de bronce. En un ala de esta romántica plazuela queda el convento de Clarisas, uno de los dos -el otro será el de Trinitarias- que compiten a la hora de manifestar, con la línea severa de sus fechas, el fervor de siglos y la religiosidad de la gente de esta villa.
         Las calles del Toboso, en cualquier dirección y a cualquier hora del día, ofrecen al visitante la imagen que por aquellos lugares esperaba y deseaba encontrar. Riqueza y variedad en rejería que contrasta con el blanco luminoso de las paredes; portadas a mitad de camino que lucen sobre la piedra labrada de sus dinteles, siempre visibles, la fecha de su construcción allá por los años centrales del siglo XVI, con el sello acreditativo de un blasón de piedra a la sombra del alero; arcos a cuyo través se deja ver la maravilla de una calle recta, luminosa, infinita. Como fondo a estas largas rúas nos se vislumbran en la lejanía las aspas de los molinos manchegos, sencillamente porque jamás se contó en sus alrededores con el altillo oportuno en donde colocarlos.
    

  
   Andando a través de ellas, uno se da cuenta de que las calles del Toboso se 
enmarcan con viviendas de altura comedida, con casonas y palacetes uniformes de una o de dos plantas solamente. Este, como casi todos los pueblos de la Mancha, prefiere crecer en superficie, que para eso la tienen llana y abundante a todo lo largo y ancho, y no en altura. Tan sólo el campanario de la iglesia rompe la norma. Las calles del Toboso se llaman de Dulcinea, de Ramón y Cajal, de Miguel de Cervantes, calle del Arco, calle de los Bancos…En la calle de los Bancos está la sociedad Dulcinea Humanitaria, un casino antiguo con una sala espaciosa, elegante, evocadora, donde los lugareños de más edad emplean sus hora de ocio jugándose la consumición al truque, al dominó, al tute por parejas, o hablando por hablar de las gracias y desgracias de los viñedos.
         En el Parque Municipal tiene la villa su refrigerio. A falta de otro sitio mejor en donde colocarlo, el pueblo plantó de manera testimonial su propio molino de viento en un ángulo del parque. Con la fuente surtidor que lo engalana y los bien cuidados arbustos del jardín a la sombra de la arboleda, el Parque Municipal es todo un lujo que enriquece no poco el ambiente, monótono de por sí, de los pueblos manchegos.

         A distancia, no sólo en el espacio sino también en el tiempo, uno echa en falta sus horas del Toboso. Por fortuna me ha sido posible contemplar con los ojos y con el corazón, una puesta de sol en tarde calinosa desde el solitario ventanal del Centro Cervantino –aquella especie de museo en donde se guarda la más larga colección de “Quijotes” que yo conozco. Con los tejados de las casas desparramados en graciosa anarquía por debajo de nosotros, casi al alcance de la mano; con la luz cárdena del crepúsculo apagando la tarde allá por los horizontes sin fin; con el pueblo en místico recogimiento, a punto de recibir la noche…, uno comprendió e hizo suya la locura de don Quijote, y en algún momento deseó tirarse a la aventura por los cielos manchegos como defensor de entuertos a lomo de un Rocinante etéreo, rondador, inquieto y sentimental, volando entre dos luces por la inmensa plataforma de los campos del Toboso.