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martes, 27 de diciembre de 2016

ANDAR POR CASTILLA (XX) L E R M A (Burgos)

        
         El haber sido durante veinte años (de 1598 a 1618) la capital del Estado más poderoso de la Tierra, adorna a esta bellísima villa burgalesa de una importancia histórica que rara vez se le suele dar. A esa misma situación con la que la Historia quiso marcarla a partir del siglo XVII, se debe añadir el poso que dejó sobre ella para la posteridad la tal circunstancia, y que ha llegado hasta nosotros en una docena de monumentos que la España turística de los últimos cincuenta años ha dado en descubrir y en dedicarle el interés y la importancia que merece.
         Fue don Francisco de Rojas y Sandoval, más conocido en los primeros tiempos de la llamada decadencia española como el Duque de Lerma, su verdadero impulsor; digamos que algo así como el creador y padre de la villa moderna, de esta villa situada sobre una colina que domina el valle del Arlanza, y de la que todavía no he conseguido sacudir del paño de mis re­cuerdos la gratísima impresión que me produjo. Diría que el español medio, abierto más o menos al arte y a la historia de nuestro país, es deudor de un detalle de reconocimiento y desagravio con la villa de Lerma. La gente suele (solemos) hacer un giro a sus mismos pies, y dejarla a un lado como hito en el camino, cuando viaja por la ancha Castilla hacia aque­llos otros motivos de atracción que la comarca esconde por allí, algo más adelante. A Silos y a Covarrubias me refiero; sobre cuyo interés pensando en el visitante resulta innecesa­rio insistir.
                   Lerma -chapiteles, pináculos, espadañas al aire de sus conventos e iglesias- se está dando a conocer con todos los méritos del mundo. Durante los meses de verano, sobre todo, es un deambular constante de turistas -españoles en su inmensa mayoría- los que andan por allí recorriendo sus calles, los que se sorprenden a diario ante aquel rosario de monumentos, de nombres famosos de personajes que pasaron por allí y que cualquier rincón nos mueve a recordar; de gentes que vienen y van, que compran baratijas de recuerdo en sus establecimien­tos, que almuerzan en la media docena de restaurantes abiertos al público durante los últimos años a la vista del despertar masivo de gentes interesadas por entrar, con los ojos y con el corazón, en aquellos lugares, casi míticos, que a poco les suena como un rescoldo de los viejos textos de bachiller, a punto de apagarse en los pliegues de la memoria.


         Lerma -chapiteles, pináculos, espadañas al aire de sus conventos e iglesias- se está dando a conocer con todos los méritos del mundo. Durante los meses de verano, sobre todo, es un deambular constante de turistas -españoles en su inmensa mayoría- los que andan por allí recorriendo sus calles, los que se sorprenden a diario ante aquel rosario de monumentos, de nombres famosos de personajes que pasaron por allí y que cualquier rincón nos mueve a recordar; de gentes que vienen y van, que compran baratijas de recuerdo en sus establecimien­tos, que almuerzan en la media docena de restaurantes abiertos al público durante los últimos años a la vista del despertar masivo de gentes interesadas por entrar, con los ojos y con el corazón, en aquellos lugares, casi míticos, que a poco les suena como un rescoldo de los viejos textos de bachiller, a punto de apagarse en los pliegues de la memoria.
         Hemos llegado a Lerma a media mañana. La parte nueva de la villa, que coincide con ambos arcenes de la carretera que nos introduce, está dedicada de manera casi exclusiva al servicio del turista. Es allí donde se han ido instalando, uno a continuación de otro, los restaurantes, con sus toldos y veladores sobre la acera. Arriba destaca el solemne torreón, al gusto herreriano, de la colegial de San Pedro, el más llamativo a primera vista de los legados que el Duque dejó como recuerdo a la villa que fue cabecera de su casa y terri­torios.
         Se sube hacia la ciudad vieja bajo un arco inmenso, situado entre dos cubos de torreón cilíndricos que fueron puerta de acceso a la primitiva villa medieval y luego sirvie­ron de cárcel. Al instante el barrio antiguo, anterior al Lerma ducal del siglo XVII, donde quedan, entre otras, la calle de José Zorrilla, en la que tuvo casa propia el célebre poeta romántico autor del Tenorio y que todavía se conserva. Cuenta la villa -no podía ser menos- con su buen nombre y tratamiento distinguido en la literatura española del Siglo de Oro, el siglo del Duque. La escogió Lope de Vega como escena­rio para una de sus obras más recordadas: "La burgalesa de Lerma", en la que reconoce a la villa de su tiempo con el apelativo de La Galana.
         Pero sigamos calles arriba. La Plaza de Santa Clara, en la que se encuentra el convento de religiosas franciscanas Clarisas, es casi toda ella un cuidado jardín que tiene en mitad, no como en otras partes el monumento a su memoria, sino la tumba de don Jerónimo Merino Cob, el “Cura Merino”, famoso guerrillero de la Guerra de la Independencia contra la france­sada, cuyos restos mortales se guardan allí protegidos por rejas, desde la primavera del año 1968. Al fondo de esa misma plaza, los arcos del pasadizo volandero que sirve de mirador (espectacular visión) sobre la ancha vega del Arlanza.



         No lejos de la Plaza Mayor, cuadrada, extensa, soportala­da en una de sus cuatro caras, con el palacio ducal como motivo de fondo. La Plaza Mayor, como había de ser la Plaza Ducal de todo un estado, se trazó y se construyó a gusto del Duque. El palacio anda por estas fechas en obras de restaura­ción. Quieren devolverle toda la prestancia y la elegancia primitiva que le dio don Francisco de Rojas Carvajal cuando fue valido del rey Felipe III. Domina la fachada del palacio la plaza entera. La superficie total del edificio supera los tres mil metros cuadrados, y de lo que pudo ser su interior nos dan idea las doscientas diez ventanas y los treinta y cinco balcones exteriores que tuvo. Los escudos de armas de Sandoval y Rojas figuran en lugar preferente sobre la portona principal del edificio; también en tantos muros nobles de iglesias y conventos repartidos por todo el casco antiguo de la villa. Fue erigido el palacio entre los años 1601 y 1617 por Francisco de Mora, sobre el solar de un castillo en rui­nas.

         Es mucho más, y todo ello digno de ser visto, lo que ofrece al visitante la villa de Lerma. Por supuesto damos que esta especie de crónica viajera no pretende ser una guía de turismo, ni siquiera una invitación interesada a nuestros lectores para que tomen su vehículo y se pasen por allí; no. Creo, más bien, que estas tierras nuestras -y en ellas se incluye de manera muy especial todo el centro de España- fueron médula de nuestra historia común, y hoy, querámoslo o no, las vemos un poco echadas al olvido por parte de todos; más en lo que se refiere al medio rural por toda Castilla. Y la tenemos ahí, galana y magnífica, como la propia Lerma, como Pastrana, como Medinaceli, o Chinchón, o Campo de Criptana, o Arévalo, o Belmonte, cuentas de ese rosario interminable de pueblos y villas castellanas en las que (la frase suena a pensamiento del noventa y ocho) uno siente latir, vivo pero cansado, el corazón de España.

jueves, 8 de diciembre de 2016

ANDAR POR CASTILLA (XIX): LOECHES (Madrid)


       
  No está Loeches tan lejos de nosotros como para que, al menos para mí, haya sido hasta hoy una villa desconocida. Había pasado muchas veces por sus orillas, cruzando desde Alcalá de Henares a la Nacional III por Arganda, pero jamás saqué un minuto de tiempo para conocerla, para andar por ella.
         Loeches es pueblo de paso por su situación, asentado en un terreno árido y de poca fortuna. Después de haber estado en él, pienso además que es un pueblo adormilado, escondido un poco en el refugio de su propia identidad como el buen paño, pero que, también como el buen paño, corre el riesgo de su deterioro por inacción, por falta de ese oxígeno vitalizador que necesitan las cosas, y que deben tomar, claro está, con la debida cautela y en dosis justas.
         La villa de Loeches es un lugar de contrastes: calles planas y cuestudas; viviendas cómodas de moderna estampa y recias casonas encaladas de primeros del siglo XX; viejitas silenciosas sentadas a la sombra de los portales y niños que gritan al sol y corren en bicicleta; pueblo y ciudad; el hoy y el ayer sobre un mismo tapete; balcones floreados de colorines y paredones roídos sosteniendo algún escudo de piedra; terraza de bar y chapitel de monasterio.
         Acabamos de estrenar el otoño y en Loeches aún hace calor. El hombre del quiosco, bajito él y de escueto parlamento, me ha dicho que no tiene postales para vender, que vaya al estanco.
         -¿Y dónde es el estanco?
         -Allí.

         El allí del hombre del estanco está justo al otro lado de la plaza. La señora del estanco es más expresiva, más servicial, más amable. Se nota que la señora del estanco está acostumbrada a tratar con el público y a que le pregunten qué es lo más interesante que tiene el pueblo.
         -El convento. Lo más interesante que hay en Loeches es el convento. Mucha gente viene a verlo aposta desde muy lejos. No siempre se puede ver, porque las monjas son de clausura y la mujer que lo enseña no tiene un horario fijo. A veces hay que avisarle para que suba.
         -¿Queda cerca de aquí?
         -Sí; aquí no hay nada lejos. Pueden ir en coche; y a pie subiendo por aquellas calles de enfrente. Enseguida se ve la torre.
         Efectivamente, desde la plaza de Loeches, se llega en seguida al convento de Dominicas, cuyo majestuoso chapitel plomizo se alcanza a ver muy pronto, apenas subir las primeras calles. Luego es el sentido común el que te va acercando hasta el sorprendente edificio barroco, copia exacta o reproducción, por lo menos en la fachada, del convento de la Encarnación de Madrid, obra maestra, como tantas más que aún testifican su calidad de magnífico arquitecto, de Juan Gómez de Mora y de su discípulo Alonso Carbonell.
         Este bello monumento que tengo frente a mí, y al que procuraré entrar si me fuera posible, lo fundó don Gaspar de Guzmán y Pimentel, valido de Felipe IV, y su esposa doña Inés de Zúñiga, condeduques de Olivares, duques de San Lucar la Mayor, de Medina de las Torres y marqueses de Eliche. Lo mandó edificar para su propio enterramiento y para el de los suyos, y quiso que fuera regentado por Dominicas por ser don Gaspar descendiente de  Santo Domingo.
         Un largo corredor acolumnado nos lleva hasta la estancia sombría y silenciosa en la que se encuentra el torno de las religiosas. A través del torno, las madres sirven postales, recuerdos y cajitas de golosinas o repostería conventual en cuyo arte son maestras.
         -Fotografías no se pueden hacer en el panteón. Los señores duques lo tienen prohibido.
         Los fundadores colmaron el convento y el palacio anexo de pinturas extraordinarias de Rubens, de Tiziano, de Tintoretto y no sé de cuántas maravillas más que ahora son historia. Se las llevaron los franceses cuando la Guerra e la Independencia con un enorme cargamento de candelabros de plata, de orfebrería y de ornamentos sagrados. Los lienzos de Rubens han sido sustituidos por frescos, bellísimos también, de Fernando Calderón, sobre los motivos religiosos que representaban aquellos robados y de cuyo paradero nadie sabe nada.

         La casa de Olivares pasó a ser panteón de la casa de Alba tras el matrimonio de don Francisco Álvarez de Toledo, décimo duque, con doña Catalina de Haro y Guzmán, duquesa de Olivares. El nuevo panteón ocupa parte del antiguo palacio; lo mandó construir en memoria de sus padres el decimoséptimo duque, don Jacobo Fitz-Stuart y Falcó, y asistió a la primera misa la Emperatriz Eugenia de Montijo. Se trata de una sala poligonal, simétrica, de gran capacidad, con friso, cúpula, y ventanales con vistosas vidrieras de color azul. Allí está enterrado el Condedu­que de Olivares y su esposa doña Inés de Zúñiga, en un enterra­miento discreto y vertical. El panteón guarda cierta semejanza con el de los Reyes de El Escorial y con el maltrecho de los Mendoza en el antiguo convento de San Francisco de Guadalajara. Pero conviene anotar que el mausoleo principal, el más vistoso e importante de todo el panteón es el de doña Francisca de Montijo, esposa del decimoquinto duque de Alba, con bellísima estatua yacente sobre el túmulo, para la que posó su propia hermana, nada menos que la Emperatriz Eugenia. Es obra, según me contaron, del escultor inglés Juan Bautista Clésinger, a la sazón yerno de la escritora George Sand, la amante y compañera en su retiro balear del músico Federico Chopín.
         El convento de las M.M..Dominicas de Loeches está desprovisto de su antiguo tesoro, de las muchas y valiosas riquezas con las que lo dotaron sus fundadores. Dijo de él Marañón que su verdadero tesoro todavía prevalece y que jamás le podrá ser arrebatado, el tesoro de su Historia. Sí, el recuerdo desvaído del pasado entre aquellos magníficos salones que se encargan de cuidar unas cuantas religiosas apartadas del mundo; a la espera de servir de urna sepulcral a los miembros de la noble familia de los de Alba, donde la tierra caliza de aquellos campos desangelados les aguarda como sala de espera a la eternidad.
         Merece la pena darse un paseo hasta Loeches. Un pueblo activo de nuestros contornos en el que, como de lo antedicho puede deducirse, siempre hay algo que ver.