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lunes, 21 de noviembre de 2016

ANDAR POR CASTILLA (XVIII): CAÑETE (Cuenca)


         Cuando se está a punto de entrar en Cañete, siguiendo de cerca las aguas del río, el paisaje se torna de una provocadora agresividad. Las peñas de arenisca van surgiendo a uno y otro lado del hocino, montadas en formas caprichosas que los siglos y los vientos, en efectiva labor conjunta con la de las aguas, se encargaron de modelar de forma admirable. A este paisaje, en donde los pinos mimbrean sus copas sobre los vértices de las rocas, le llaman los serrano la Boca de la Hoz. Muy pronto la histórica, la singular villa de Cañete.
         La villa de Cañete cuenta con el común beneplácito de la comarca para ser considerada como la capitalidad de la Baja Serranía de Cuenca, allá por los primeros angostos y vegas del Cabriel.
         La visita al pueblo natal del condestable de Castilla don Alvaro de Luna, produce en quien hasta él se acerca por primera vez, cuando menos una impresión de curiosidad y extrañeza. Resulta muy difícil imaginarse, sin antes haberla visto, una ciudadela medieval en plena serranía, rodeada casi toda ella de enormes lienzos de muralla, con los restos de una antiquísima fortaleza roquera guardándola de los vientos de poniente y de los postreros soles del atardecer. Como saludo al visitante, se dejan ver cuando se llega una serie de casas suspendidas de la roca, a manera de anfiteatro en torno a una sombría depresión que los campesinos suelen sembrar de hortalizas cada primavera. Atrás, con la cumbre a pico como peana del cerro que lleva su nombre, un monumento al Sagrado Corazón mirando al pueblo.

         Dice la Historia que Cañete fue anterior en el tiempo a las invasiones bárbaras, y que los visigodos la consiguieron dominar en tiempos de Witerico, a principios del siglo séptimo. Es posible que ya por entonces se diera comienzo a las obras de su castillo, que habrían de acabar definitivamente dos siglos más tarde. En el otoño de 1177, el rey Alfonso VIII, en acción guerrera casi simultánea a la reconquista de la ciudad de Cuenca, la recuperó del poder de los moros y la incorporó a la corona de Castilla.

         En Cañete nació, todo parece indicar que en el año 1390, hijo del Copero Mayor del rey Enrique III y de una humilde mujer de la villa de no muy honesta condición a la que la Historia reconoce por "La Cañeta", el gran maestre de la Orden de Santiago y condestable de Castilla don Alvaro de Luna, cerebro, voluntad, y poder, en la corte de Juan II; hombre capaz y ambicioso, enemigo de por vida de los Infantes de Aragón, a quien el rey, al que había servido con lealtad y ensombrecido tantas veces, mandó degollar en la Plaza Mayor de Valladolid a principios del verano de 1453. Queda como recuerdo en su pueblo natal una casona antigua, con arco de dovelas en el pórtico junto a la iglesia, a la que la gente tiene por costumbre reconocer, sin demasiado rigor, el Palacio de don Alvaro de Luna.
         Fue su primer marqués don Diego Hurtado de Mendoza, título de nobleza que recibió para sí y para sus descendientes por gracia de los Reyes Católicos.
         Como es fácil suponer, una vez conocida su antigüedad y algunas de las principales notas características de su pasado, Cañete es pueblo de calles estrechas y evocadoras; de casonas antiguas acordes con el modo de vivir durante los siglos de su mayor esplendor. Las galerías serranas de elemental carpintería, los artísticos balcones de fina forja, se adornan cuando el buen tiempo de flores y parrales, lo que presta un encanto peculiar al pueblo viejo. Algunas de sus viviendas lucen todavía el tosco maderamen del entramado, del adobe o del mortero de cal, lo que se torna en rincones pintorescos cuando varias de ellas se reúnen en juego sin igual con el ambiente agreste y grave del entorno.
         El pueblo nuevo, el de los bares y las hosterías, las tiendas de comestibles y ultramarinos, las panaderías y las entidades bancarias, es la nota que advierte al visitante que Cañete no ha perdido, pese a su antigüedad manifiesta, el tren en marcha de los tiempos modernos. Su censo actual sobrepasa en poco el millar de almas.
         En la porticada Plaza Mayor, de a principios del siglo XV, la Villa del Condestable justifica su condición capitalina sin que para ello le hayan de faltar motivos. Las columnatas de la castilla popular de tiempo de los Austrias, sostienen por encima de sus añosos fustes las maderas sobre las que descansan las viviendas que enmarcan, a modo de mirador, toda la plaza. Sigue siendo, como lo fue en pasados siglos, el centro vital y el corazón de Cañete. Una fuente posterior en hechura que el resto de la plaza, vierte de continuo sobre el pilón, agraciando su imagen y llenando el silencio de sus noches de rumores ininte­rrumpidos. Como nota arquitectónica de mayor interés, además del conjunto general de la plaza, habría que señalar la portada renacentista de la iglesia de San Julián, obra por su aspecto de a principios del siglo XVII.
    
  
  Si hubiera tiempo suficiente para verlo todo -y al llegar a Cañete es un elemento preciso con el que se debe contar-, conviene darse un paseo por las calles que se entrecruzan por la periferia de la plaza, siguiendo, más o menos, la misma dirección que marcan las murallas. Son murallas, con raíz musulmana, pero vueltas a levantar en el siglo XII y a restaurar en el XIX cuando las Guerras Carlistas, en las que se pueden observar fragmentos derruidos, otros en aceptable estado de conservación, y otros, en fin, remozados en época reciente quizás sin demasiada fortuna. Parece ser que fueron varias las puertas que sirvieron de entrada a los distintos barrios, de las que todavía existen en impecable estampa la de San Bartolomé; la de las Eras, con pluralidad de arcadas morunas, y la de la Virgen, románica del siglo XII, junto a la ermita patronal de Nuestra Señora de la Zarza.
         Consta que la ermita de Nuestra Señora de la Zarza fue convertida en parroquia el año 1772. En ella se guarda y se venera la imagen de la celestial patrona de Cañete: una talla antiquísima de origen impreciso -aseguran que del siglo octavo-, con cofradía propia fundada posiblemente en los años álgidos de la Baja Edad Media. Las fiestas en su honor se celebran con gran pompa el 8 de septiembre de cada año. Es casi seguro, aunque el autor no la menciona, que en esta vieja ermita de Nuestra Señora de la Zarza tuvo lugar el hecho portentoso que relata Alfonso X el Sabio en una de sus famosas "Cantigas", aquella en la que una imagen puesta sobre el altar cambiaba de sitio de la noche a la mañana, tantas veces como el cura del lugar intentaba dejarla en el sitio que él consideraba oportuno.

         Cañete, vieja villa castellana de renombre, con reflejo en otra importante ciudad de Sudamérica próxima a los Andes, es toda un portento. 

viernes, 11 de noviembre de 2016

ANDAR POR CASTILLA (XVII): TORRELAGUNA (Madrid)


            Había pasado junto al pueblo en varias ocasiones, pero nunca estuve dentro de él. Tuve de siempre a esta nobilísima ciudadela del Valle de Jarama bajo su justa consideración, pero jamás había estado en sus calles. He ido, al fin, a Torrelaguna de manera exclusiva y no de paso, como el pueblo merece y en fechas todavía recientes. La distancia es corta desde Guadalajara. En media hora se puede llegar por carretera buena. El viaje en cualquier caso se verá recompensado, merece la pena.
            Conocía algunos detalles históricos, y artísticos también del pueblo natal de Cisneros, aunque no muchos, pero sí los suficientes como para tener una base en la que apoyar lo que allí me aportase la experiencia, y, ciertamente, me ha servido.
            La tarde despedía un fortísimo olor a mies apenas había cruzado El Casar, entre las dos provincias. Abajo el calor del asfalto y el de las rastrojeras; arriba, nubarrones oscuros que a nadie extrañaría acabasen en tormenta cerrada al caer el día. Los picachos afilados en diente de sierra que se vislumbran adelante nos ponen en aviso de que estamos llegando a Torrelagu­na. La urbanización de Caraquiz, por su parte, nos recuerda que hemos entrado en las tierras llanas de don Juan de Vargas que aró Isidro Labrador, el santo Patrón de Madrid, vecino que fue de estos lares y cuya presencia tampoco debe pasar desapercibida cuando se viene a Torrelaguna. Luego el puente sobre el Jarama, el río con reminiscencias literarias que baja desde las sierras del norte jugueteando entre las dos provincias. A mano izquierda dejamos la carretera que sigue hasta Guadalix, para tomar la dirección en horquilla que nos colocará en cuestión de minutos dentro del casco urbano. Como referencia, la solitaria espadaña del antiguo convento Franciscano de la Madre de Dios, y más a la derecha la torre y chapitel renacentistas de la parroquial de Santa María Magdalena.
            Torrelaguna es una ciudad antigua. Su fundación tal vez haya que buscarla en la Hispania de los emperadores; durante la dominación árabe estuvo amurallada; pero en los siglos XVI y XVII gozó de un esplendor que todavía se adivina, tal vez bajo la influencia y protección del Cardenal Cisneros, y que bien demuestran las múltiples casonas nobiliarias, los escudos heráldicos a centenares, y los múltiples enterramientos importan­tes que se conservan en la iglesia y que en seguida veremos. Se hundió más tarde, cuando la guerra de la Independencia, y ahí queda, como brillante reliquia del pasado para gozo de quienes quisieren dedicarle dos o tres horas de su tiempo, que es lo que yo hice.
            La primeras impresión que produce Torrelaguna cuando uno entra en él, es la de encontrarse en el fondo de un valle feraz y próspero, de un valle colmado de vida y de vegetación. Conseguí sitio de aparcamiento inmediatamente, junto al primer cruce importante de calles, ya en la zona céntrica. Me acerqué a un jardinillo donde se divisaba de cerca el busto en bronce de algún personaje importante. El caserón contiguo es a manera de palacete al que en el pueblo dicen "La Casa Grande"; tiene un letrero sobre la añosa portada renacentista, en donde aún se puede leer: "Memento Homo"; ahora se emplea como casa-cuartel de la Guardia Civil: «A Cisneros, Cardenal y Regente de las Españas, en su villa natal de Torrelaguna. La Diputación Provincial de Madrid. 14-10-1960», dice bajo el busto que en su propio pueblo han dedicado al que a ellos gusta llamar "El Gran Cardenal".

           Pasaría después bajo el arco de San Bartolomé, y al momento, sólo cruzando un callejón que no tiene nombre, estaría en la Plaza Mayor. Me llevó, sin necesidad de ver el pináculo, el sonido de las campanas de la torre que estaban tocando a muerto. En la Plaza Mayor se concentran los monumentos más importan­tes que tiene la villa. En la Plaza Mayor está el Ayuntamiento con una gran inscripción sobre el muro que recuerda al Cardenal Cisneros, y en frente la Cruz de Piedra, instalada en 1802 sobre una grada, con cerca de cuatro metros de altura, que señala el lugar exacto donde estuvo la casa en que nació el ilustre Franciscano en 1436; y allí viene a caer el convento de Francis­canas Descalzas y la soberbia fachada y torreón de la iglesia parroquial de la Magdalena..
          La iglesia de Torrelaguna fue reconstruida por Cisneros sobre otra románica ya existente en el siglo XV. Se adorna, en cuantos espacios medianamente tiene ocasión, con el escudo ajedrezado del Cardenal. Tiene en su interior tres naves, y es muy interesante el juego de nervaduras que recorre la bóveda de la nave central. El retablo mayor es una pieza de enorme mérito, con dorados refulgentes que preside una imagen de la Magdalena, obra, según dicen, de Luis Salvador Carmona, el glorioso imaginero del XVII que dio forma al Cristo del Perdón de la iglesia de Atienza. Sorprende la cantidad de enterramientos que cubren, creo que un su totalidad, el piso de la iglesia, y, desde luego, la calidad artística y el misterio de algunos más que cunden por las capillas laterales, con imágenes orantes de buena talla, que representan a personajes ilustres que allí vivieron en la época de mayor efervescencia para la ciudad, es decir, la primera mitad del siglo XVII, como la de San Felipe, donde quedan las figuras en piedra de D.Felipe Bravo y de doña Petronila Pastrana, su mujer, esculpidas en 1626.
            Es mucho lo que hay que decir acerca de aquella maravilla arquitectónica que ennoblece a Torrelaguna; pero es justo salir a la calle para palpar el ambiente de la pequeña ciudadela en una tarde cualquiera de verano.
            La calle de las tiendas parte desde la misma Plaza Mayor. Es una calle peatonal, y en ella están la mayor parte de los establecimientos de Torrelaguna, que no son pocos: es la calle del Cardenal Cisneros. Entré primero a comprar unas postales en un estanco, y luego una especialidad de la casa en la pastelería que hay poco más adelante en la misma acera. A la especie de bollos que adquirí les llaman soplillos, seguro que por la cantidad de aire que llevan dentro. Noto enseguida que, tanto el señor del estanco como la chica de la pastelería, son personas amables.

            - Hermoso pueblo tienen.
            - No está mal. Es muy bonito. Aquí, la historia y los monumentos pesan mucho.
            - Cinco mil habitantes, más o menos.
            - En verano es posible que sí. En invierno nos quedamos en la mitad, escasamente.
            - Viene gente de Guadalajara.
    - No; y no será porque hay mala comunicación, que tanto por Uceda como por El Casar se viene enseguida.
            Se podría estar horas y horas recorriendo Torrelaguna; y horas y horas también contando el sinfín de impresiones que allí se recogen, pero que por falta de tiempo, y sobre todo de espacio, se deberán quedar sin decir.
            Otra calle principal, la Cava, lleva hasta el convento de Carmelitas y hasta el arco de Burgos. El arco de Burgos guarda una cierta semejanza con los de Sigüenza de la Travesaña, en el barrio del Castillo. Sobre el potente dovelaje del arco de Burgos aparece, romántica y solitaria, una imagen que desde su hornacina acrecienta el silencio según va entrando la tarde.
            Volví a casa. Lo hice por el mismo camino por el que llegué. También se puede volver por Uceda. Tanto por una parte como por la otra se atraviesan muy pronto las corrientes serranas del Jarama, cuando todavía es y huele a río. La tormenta acabó por manifestarse en un discreto festival de truenos y de luces en el firmamento. Luego la lluvia; un turbión leve que apenas sirvió para refrescar el ambiente hostil de la tarde y para cargar el aire de un olor a ozono característico.