lunes, 30 de mayo de 2011

P E Ñ A F I E L

Peñafiel es pueblo de sonoros recuerdos en la historia de España. Peñafiel es centro de una comarca extensa de campos de trigal, de viñedos y de hortalizas a la que da nombre. Peñafiel, en fin, a la sombra de su celebre castillo sobre la estirada colina de rocas que lo sostiene, muestra al visitante la nobleza de su origen y el encanto infinito de sus piedras labradas, a la vera de uno de los ríos que mas saben de dichas y desdichas del alma castellana: el Duraton, que precisamente aquí, a las puertas de esta antigua ciudad de palacios y conventos, entrega al padre Duero las aguas que a lo largo de leguas y leguas por la ancha Castilla, fue recogiendo desde los altos de Somosierra donde era fuente.
Por uno de los puentes que cruzan sobre el río, entro en Peñafiel de buena mañana. La torre puntera del castillo se pierde al contraluz, arrojando sombras geométricas sobre las últimas casas. La Plaza de España es en este viaje a Peñafiel el primer destino. La Plaza de España tiene al mediodía una iglesia de porte renacentista que ahora emplean como Museo Comarcal de Arte Sacro; levanta un soberbio torreón y esta dedicada a Santa María. Al frente, en la misma plaza, las tiendas bajo soportal que al instante nos ponen en camino hacia la Plaza del Coso.
Después del castillo, la Plaza del Coso es por su originalidad lo más significativo de Peñafiel. En la Plaza del Coso se vienen capeando toros desde la Edad Media; espectáculo tradicional que el publico contempla desde los cientos de balcones adornados con arabescos que, según alguien explico, fueron colocados según su actual estructura a mediados del siglo XVIII sobre su primitiva planta medieval. En la Plaza del Coso tiene lugar otro de los acontecimientos mas coloristas, multitudinarios y emotivos, que el pueblo celebra cada año como remate su Semana Santa desde tiempo inmemorial. Se trata de la Bajada del Ángel en la mañana del domingo de Resurrección, y consiste en el descendimiento por medios mecánicos de un muchacho disfrazado de ángel que anuncia a la Virgen, colocada sobre las andas entre la multitud, la resurrección de Cristo. La visión plástica de la Plaza del Coso, rodeada de balcones de madera en sus cuatro caras con el castillo al fondo, traslada al espectador a tiempos remotos, a la España de los Austrias o antes aún, en aquel ideal escenario testigo de añosos acontecimientos escritos en legajos polvorientos o sobre la misma piedra, soporte tantas veces de pequeñas paginas con las que se hilvana el gran tapiz de la historia de los pueblos: «Santiago Fernández. Ha fallecido el día 15 de agosto a los 21 años de edad. Fue cojido por un toro. Año de 1896. R.I.P.», se lee sobre la plancha de piedra en un lateral de la Plaza del Coso.

En la villa de Peñafiel no es posible echar en olvido al autor de «El Libro de Patronio». El Infante don Juan Manuel, miembro importante de la realeza castellana allá por la primera mitad del siglo XIV, iniciador de la narrativa en nuestra propia lengua, fue su gran Señor, y así la tomo como lugar preferido de todos sus estados y centro de sus correrías literarias, cinegéticas, políticas, por la ancha Castilla de Cifuentes, de Garcimuñoz, de Galve, de Pozancos, donde puso punto final al «Libro de los Estados». Reyes y magnates tomaron como asiento a Peñafiel durante largas temporadas, y allí vino a nacer, sírvanos de ejemplo, el desdichado don Carlos, príncipe de Viana.
En la Plaza del Coso se encuentra la Oficina Municipal de Turismo que atiende con prontitud una amable señorita. Allí se recibe información acerca de lo mucho que puede verse en Peñafiel cuando se viaja a ciegas. En la oficina de turismo ofrecen material suficiente en concepto de guía y una tarjeta horario para realizar visitas, sin peligro a topar con las puertas cerradas de los museos o de otros monumentos de interés como ocurre con tanta frecuencia.
El Castillo se abre al publico en horario de verano, previo pago de una modesta aportación durante tres horas por la mañana y cuatro por la tarde. La visita al castillo de Peñafiel resulta instructiva y curiosa. Las proporciones de la fortaleza son enormes. Se trata de un edificio de forma alargada, cuya planta va dibujando el altiplano roquero que le sirve de base. Sus dimensiones son 210 metros de largo por 20 de ancho, con torre del homenaje colocada en mitad que alcanza una altura de 34 metros. En ambos lados de la torre quedan los patios que sirvieron de albergue alas caballerizas y guarniciones por sur, mientras que el aljibe y los almacenes ocupan el ala norte. El castillo se levanto por primera vez sobre el largo roquedal en el siglo X, se volvió a reconstruir a finales del XI, lo restauro de nuevo el infante Don Juan Manuel a principios del XIV; y un siglo mas tarde se le dio la estructura definitiva durante el reinado de Juan II. En el año 1917 fue declarado Monumento Nacional.
El nuevo Peñafiel, no obstante, es por todo lo demás una ciudad moderna, bien arbolada y pulcra, repleta de tiendas y de servicios. Una ciudad de calles estrechas donde la gente es amable y complaciente.
La iglesia y convento de San Pablo, a cuatro pasos de la Plaza del Coso, y el convento de Clarisas al otro lado del río, son monumentos a destacar con todo lo ya dicho. La fachada plateresca de la iglesia de San Pablo es toda una filigrana, sobre la que se disparan sin querer las cámaras fotográficas de los turistas.
- ¿Ha estado usted por aquí alguna vez cuando el Corro de los Toros?
- No señor ¿Eso que es?
-Pues las fiestas, las corridas, las capeas, y todo el jolgorio que tiene
lugar en la plaza y en sus alrededores para la fiesta de Nuestra Señora y de San Roque, a mediados de agosto.
Como en todos los pueblos y villas importantes de la Vega del Duero: de Burgos, de Segovia, de Valladolid, a estas alturas las capeas, las corridas de toros, las verbenas y las multitudinarias comparsas cantando por las calles, tuvieron y siguen teniendo en Peñafiel una importancia suprema. Los vinos exquisitos de la uva verdeja, de la albilla y la tinta del toro, que por aquí se dan, juegan su papel en esas ocasiones, que nadie lo dude. Es parte de un todo en el que se vienen conjugando, creo que de manera magistral, el peso de la tradición con la vaporosidad festiva de los nuevos tiempos, el espíritu veladamente socarrón del castellano viejo, con el ímpetu de la juventud olvidadiza y marchosa de finales del siglo XX.

viernes, 20 de mayo de 2011

PRIMAVERA EN SANTA MARÍA DE VERUELA

Por último entro en el claustro, donde ya reina una oscuridad profunda. La llama del fósforo que enciendo para atravesarlo vacila, agitada por el aire, y los círculos de luz que después luchan trabajosamente con las tinieblas. Sin embargo, a su incierto resplandor pueden distinguirse las largas series de ojivas festoneadas de hojas de trébol, por entre las que asoman con una mueca muda y horrible esas mil fantásticas y caprichosas creaciones de la imaginación que el arte misterioso de la Edad Media dejó grabadas en el granito de sus basílicas.
(G.A.Bécquer. "Desde mi celda", Carta Segunda)


No sé si es hoy el día de los poetas. Si no lo es debería serlo. El calendario corre de manera imparable y, en ocasiones como ésta, regalando un tiempo de promesa. Hace sólo unas horas que ha entrado la primavera. No hace mucho tiempo que, pensando en este día, me busqué lejos de nuestras fronteras provinciales un lugar emblemático donde la poesía y la primavera tuvieran por derecho propio un sitio inamovible, sin acceso a los estragos del tiempo ni a la fugaz memoria de los hombres; un lugar donde la piedra fuera poesía, donde el viento fuera poesía, donde el rumor del regato fuera poesía, donde hasta su nombre, en fin, fuera poesía.
Tuve que madrugar para aparecer en la ciudad de Soria de buena mañana. En Tarazona al filo del medio día, y en el monasterio de Veruela apenas despuntaba -luminosa y abierta en los llanos y vallejuelos que rodean al Moncayo- la tarde de una primavera adelantada.
Los ocupantes de un autocar estaban terminado de comer en la mesa común de un restaurante de barato que, por el momento y según me contaron, tan sólo abre los fines de semana. Tomé café en la barra del bar. A cuatro pasos la portona almenada que da paso al monasterio.
Desde que el poeta anduvo por aquí, en un intento inútil de recobrar la salud perdida, al monasterio de Veruela se viene buscando la sombra de Bécquer. Su espíritu enfermizo y sutil, delicado y doliente, se adivina flotando al viento como un cendal de finísimos tules por entre los arbustos y la maleza, por los senderos angostos y por las bruscas barranqueras que bajan del Moncayo, envuelto aún con el cierzo que lamió su piel blanquecina en aquellas horas de andar oteándolo todo, gozándolo todo, sufriéndolo todo, a una distancia prudencial por los alrededores de la abadía.
Al hablar del venerable monasterio aragonés, en el que hace poco tiempo me encontré y ahora nos ocupa, el poeta de las "Rimas" dejó escrito que su fama tenía como sillar de apoyatura el hecho de hallarse enterrados dentro de sus muros los restos mortales del fundador del mismo, el príncipe don Pedro Atarés, tronco de la ilustre familia de los Borja, y los de su mujer, dama piadosa y pudiente que edificó a sus expensas la catedral de Tarazona, y los de tantos descendientes directos que dieron fama al apellido peleando bravamente en Valencia al lado del rey don Jaime. Hoy, todos aquellos personajes son en Veruela remota mitología; un dato documental importantísimo, pero ni mucho menos la razón primera que acarrea cada sábado y cada domingo a cientos de visitantes, en busca de la sagrada paz y del sosiego que destila en tantas de sus páginas la obra escrita de Gustavo Adolfo.
Fue el fruto inmediato de una promesa la fundación en estos llanos del famoso monasterio de Santa María de Veruela. Cuenta la tradición que don Pedro Atarés, señor de Borja, se vio sorprendido en noche de caza por una terrible tormenta que le hizo temer por su vida en las faldas boscosas del Moncayo; y que fue la Virgen, luego de haberse encomendado devotamente a ella, quien lo sacó sano y salvo de tan comprometida situación, pidiéndole después que se erigiese en aquel mismo lugar un monasterio para recordar el milagro.
Los trabajos de la abadía comenzaron en 1146 y quedaron concluidos cinco años más tarde. La parte antigua marca el periodo de transición entre el románico decadente y el gótico que comenzaba a estirar con no poco pudor el punto medio en los haces de archivoltas de sus arcos. Los adarves recortados a pico y las murallas que entornan al monasterio, fueron colocados cuatro siglos después por el abad Lupo Marco, el verdadero renovador e impulsor de Santa María de Veruela.
La portada de la iglesia muestra al exterior todo el encanto de sus seis archivoltas con decoración comedida sobre sus arcos, limpia y diversa en la docena de capiteles que sostienen otras tantas columnas, obra de perfecto equilibrio, muy acorde con la época en la que se ejecutó y con el buen gusto de los expertos canteros aragoneses de aquella segunda mitad del siglo XII. El interior es una bella muestra del arte cisterciense. Se abre en tres naves, crucero y grandiosa cabecera con capillas absidales y girola. La bóveda, sobre arcos fajones y cruzada por nervadura, es todavía una estampa elocuente del momento justo de la Historia de la Arquitectura, donde el arte románico y el gótico se funden y confunden, dando lugar a un canto solemne en piedra elaborada que habrá de repetirse con mayor claridad aún en la estructura del claustro.
Pero volvamos a recuperar de nuevo la imagen perdida del poeta de los sueños. Allí, en las silenciosas celdas de Veruela, Bécquer dio a luz, una por una, las ocho cartas literarias que aparecen en sus obras completas, poniendo en orden las consejas y las viejas historias recogidas a la casualidad en sus habituales paseos a Trasmoz, a Añón, a Vera y a Litago, en tantas ocasiones acompañado de su hermano Valeriano, el pintor, cuya imagen se deja traslucir unida a la del poeta por aquellos ásperos recovecos que dibujan a su caída en la ladera Este las faldas del Moncayo.
De Trasmoz fue la Tía Casca y allí vivieron y murieron todas las brujas de las que nos habló Bécquer. La Tía Casca era para las gentes de Trasmoz la más cruel y la más desentrañada de todas las brujas que pudo dar aquella mala estirpe. La que despeñaron entre insultos y pedradas las gentes del pueblo por el precipicio que se abre a la subida al castillo, y de la cuál, el alma anda todavía penando por aquellos picachos abruptos e inaccesibles, persiguiendo a los infelices pastores que pasan por allí en los inviernos crudos y haciendo un ruido infernal entre las matas como si fuera un lobo, porque, después de dejar el cuerpo, ni Dios ni el diablo la quisieron por suya.
El Escorial de Aragón llaman las gentes por aquellas tierras al monasterio de Veruela. Se trata de uno de los antiguos cenobios cistercienses que el genio promotor de aquellos antepasados fue levantando por la difícil geografía española de tierra adentro, y que aún siguen ahí, esperando, quién sabe si la mano amiga o el suspiro sin esperanzas de un iluminado que tornó en poesía la tierra que pisaron sus pies.

lunes, 16 de mayo de 2011

R I A Z A



«El campo de Riaza es bonito. El campo de Riaza cría unos huertecillos verdes y lucidos, y
muchas y frescas praderas para el ganado. El campo de Riaza, amén de la dehesa boyal, de mata de roble, guarda la dehesa del Alcalde, con sus quinientas obradas, y las de Borreguil de Pinarejo, de Pradorredondo, de Hontanares y de Mataserrano.»
(C.J.C. "Judíos, moros y cristianos")
Ahora es invierno. La villa de Riaza, a la que uno ha tenido ocasión de acudir en todo tiempo durante los últimos diez o quince años, es plaza predispuesta para el verano. El invierno en Riaza -lo dicen quienes allí pasan, día tras día, los cuatro o cinco meses que suele durar- es crudo y riguroso; lo han inventado para vivir en otras tierras, que no para éstas. Aunque -lo que son las cosas- durante la última década fracasó de manera estrepitosa la estación invernal de La Pinilla, la que muestra no lejos de allí sus laderas violentas al suroeste; y fracasó sólo por eso, por falta de nieve, por falta de unos inviernos rigurosos como los de antes, por falta de unos inviernos como hubiera cabido esperar.
Riaza está situado a poco más de cuatro o de cinco kilómetros de distancia de la provincia de Guadalajara, al otro lado del puerto de La Quesera, por donde figuran en el mapa las elevaciones más importantes de todo el macizo, por donde parece que restallan los oídos del caminante al subir, a causa de la altura, y luego le fuera volviendo la audición poco a poco.
-Oiga; pues yo también noto eso algunas veces. Parece como si uno se quedara sordo.
Cuando don Camilo pisó tierras de Riaza en aquel su ya lejano viaje por los campos de Castilla la Vieja, Riaza era otro pueblo. Las pinceladas acerca del paisaje a las que se refiere siguen siendo exactas, si bien, las praderas y la dehesa boyal de matas de roble, andan salpicadas por colonias enteras de chalés que han ido levantando los de Madrid, y por callejuelas de asfalto o de cemento entre unos y otros que recuerdan las vías de una antigua ciudad romana. Por entonces debió de ser como un proyecto en ciernes de ciudad residencial al amparo de los aires sanos de la sierra; hoy, lo es ya de manera consumada. Los cientos de chalés entornan al primitivo pueblo de jaboneros, de ganaderos y tejedores que tuvo fama; el de las robustas casonas solariegas de artístico balconaje, algunas de ellas con su escudo de armas esbelto en la fachada; el de las viviendas de una o de dos plantas como mucho; el de la Plaza Mayor soportalada que, para bien suyo, todavía existe.
No hace mucho que estuve en Riaza la última vez; aún no era invierno; habían comenzado a sentirse los primeros fríos y los veraneantes estaban ausentes; se habían marchado a Madrid y en el interior de algunos chalés se veían perros guardianes atados con cadenas.
Las sombras de la tarde iban cayendo sobre el pueblo. En el albero de la Plaza Mayor se dibujaba estirada a lo largo la silueta del ayuntamiento. En las diez, o veinte, o treinta tiendas que hay como fondo a los soportales que rodean la plaza, habían encendido ya las luces eléctricas. Los asadores, las pastelerías y los restaurantes abundan en la plaza. El reloj del ayuntamiento avisaba las seis en sonoros toques de campana.
Uno siente profundo respeto por estas plazas castellanas de tan marcada raíz, de tan refinado estilo, aunque ésta de Riaza no haya de soportar con tanta angustia el peso de la Historia, como sus vecinas y siempre admiradas de Ayllón o de Pedraza, ambas con recuerdos personales tan señalados -y tan olvidados también- como la del condestable don Alvaro de Luna, San Vicente Ferrer o el pintor Zuloaga.

Pocos pueblos castellanos podrían compararse con esta villa de Riaza en cantidad y en elegancia de balconajes, en suntuosidad de aleros sobre las recias casonas de hace uno o dos siglos, y que debieron de ser -todavía hay quienes lo recuerdan- la casa solar, no de acaparadores prestamistas ni terratenientes, sino de los dueños de inmensos rebaños de ovejas que le dieron fama, y que en tiempos no lejanos pastaban en las praderas serranas durante la primavera y el verano, y en los llanos extremeños de pastizal cuando por estas latitudes comenzaban a apuntar los primeros hielos de finales de octubre.
-Pues aún quedan algunos viejos en el pueblo que les tocó pasar el invierno con el ganado en Extremadura. Yo me libré por poco; pero mi padre fue pastor trashumante más de veinte años.
Se llamaba Juan el señor con el que hablé en Riaza. Volvía de la pradera del Rasero donde dijo que había pasado la tarde. Es ésta una amplia explanada de hierba que viene a caer entre la estación de servicio y las primeras casas, a la vera de las pistas donde están los hoteles y que llevan a la urbanización. En el Rasero hay un bonito Vía Crucis, con estaciones labradas en piedra alrededor y un Calvario de tres cruces, donde la gente suele acudir a sentarse cuando la bonanza de la mañana o de la tarde lo permiten.
-Aquí todo esto de los chalés lo empezó a mover un señor que le decían el doctor García Tapia. Y ahora ya lo ve, apuesto que hay más chalés que casas.
La población de Riaza apenas salta de las 1500 almas. En la época floreciente de los rebaños y de las pañerías, es decir, a finales del siglo XVIII, llegó hasta las 3000. Cuando viene el mes de julio y la colonia veraniega ocupa todas las viviendas de la urbanización, es posible que sobrepase de hecho la cifra de cinco mil personas, al reclamo de la excelente temperatura, de lo saludable del ambiente y de la relativa proximidad a Madrid.
-Oiga, ¿cómo se llama aquel cerro?
-¿Qué cerro?
-Aquel de las rocas y los marojos.
-Aquello no es un cerro. Aquello es una montaña. Se llama La Buitrera. Poco más a la derecha está el Alto de las Mesas, que es el que separa a las dos Castillas. Y a la caída, por esta parte, la ermita de la Virgen de Hontanares, nuestra Patrona.
Pero volvamos a la Plaza Mayor. Es aquí donde se hacen las corridas de toros. En mitad queda durante todo el año lo que pudiéramos llamar el ruedo, que no es redondo, sino ovalado, y en una de sus caras tiene tres o cuatro gradas de piedra donde sentarse y un escalón en la parte opuesta. La arena en la amplia zona central la conservan durante todo el año. En uno de los laterales queda solitario, sencillamente monumental, el edificio del ayuntamiento, con sus escudos, su balcón corrido y su carillón para dar la hora, en competencia con el campanillo de la torre chata de la iglesia que queda justamente detrás.
El tiempo ha ido pasando en Riaza. Tomo una taza de café con leche en un bar-restaurante que se llama "El Patio"; tiene una estructura castellana ejemplar. Pese a lo adelantado de la fecha, la de hoy ha sido una tarde apacible. La noche que ya se nos echa encima, y el frío de la noche que comienza a dejarse sentir, invitan a emprender el viaje de regreso. Entre dos luces, ya a la salida del pueblo, he sentido sonar unos cencerros por las praderas y los cercados que hay junto a la carretera.

viernes, 6 de mayo de 2011

C A Ñ E T E

Cuando se está a punto de entrar en Cañete, siguiendo de cerca las aguas del río, el paisaje se torna de una provocadora agresividad. Las peñas de arenisca van surgiendo a uno y otro lado del hocino, montadas en formas caprichosas que los siglos y los vientos, en efectiva labor conjunta con la de las aguas, se encargaron de modelar de forma admirable. A este paisaje, en donde los pinos mimbrean sus copas sobre los vértices de las rocas, le llaman los serrano la Boca de la Hoz. Muy pronto la histórica, la singular villa de Cañete.
La villa de Cañete cuenta con el común beneplácito de la comarca para ser considerada como la capitalidad de la Baja Serranía de Cuenca, allá por los primeros angostos y vegas del Cabriel.
La visita al pueblo natal del condestable don Álvaro de Luna, produce en quien hasta él se acerca por primera vez, cuando menos una impresión de curiosidad y extrañeza. Resulta muy difícil imaginarse, sin antes haberla visto, una ciudadela medieval en plena serranía, rodeada casi toda ella de enormes lienzos de muralla, con los restos de una antiquísima fortaleza roquera guardándola de los vientos de poniente y de los postreros soles del atardecer. Como saludo al visitante, se dejan ver cuando se llega una serie de casas suspendidas de la roca, a manera de anfiteatro en torno a una sombría depresión que los campesinos suelen sembrar de hortalizas cada primavera. Atrás, con la cumbre a pico como peana del cerro que lleva su nombre, un monumento al Sagrado Corazón mirando al pueblo.
Dice la Historia que Cañete fue anterior en el tiempo a las invasiones bárbaras, y que los visigodos la consiguieron dominar en tiempos de Witerico, a principios del siglo séptimo. Es posible que ya por entonces se diera comienzo a las obras de su castillo, que habrían de acabar definitivamente dos siglos más tarde. En el otoño de 1177, el rey Alfonso VIII, en acción guerrera casi simultánea a la reconquista de la ciudad de Cuenca, la recuperó del poder de los moros y la incorporó a la corona de Castilla.
En Cañete nació, todo parece indicar que en el año 1390 -hijo del Copero Mayor del rey Enrique III y de una humilde mujer de la villa, a la que la Historia reconoce por "La Cañeta"-, el gran maestre de la Orden de Santiago y condestable de Castilla don Álvaro de Luna, cerebro, voluntad, y poder, en la corte de Juan II; hombre capaz y ambicioso, enemigo de por vida de los Infantes de Aragón, a quien el rey, al que había servido con lealtad y ensombrecido tantas veces, mandó degollar en la Plaza Mayor de Valladolid a principios del verano de 1453. Queda como recuerdo en su pueblo natal una casona antigua, con arco de dovelas en el pórtico junto a la iglesia, a la que la gente tiene por costumbre reconocer, sin demasiado rigor, el Palacio de don Álvaro de Luna. Una estatua de bronce en lugar distinguido perpetúa su memoria.
Fue su primer marqués don Diego Hurtado de Mendoza, título de nobleza que recibió para sí y para sus descendientes por gracia de los Reyes Católicos.

Como es fácil suponer, una vez conocida su antigüedad y algunas de las principales notas características de su pasado, Cañete es pueblo de calles estrechas y evocadoras; de casonas antiguas acordes con el modo de vivir durante los siglos de su mayor esplendor. Las galerías serranas de elemental carpintería, los artísticos balcones de fina forja, se adornan en el buen tiempo de flores y parrales, lo que presta un encanto peculiar al pueblo viejo. Algunas de sus viviendas lucen todavía el tosco maderamen del entramado, del adobe o del mortero de cal, lo que se torna en rincones pintorescos cuando varias de ellas se reunen en juego sin igual con el ambiente agreste y grave del entorno.
El pueblo nuevo, el de los bares y las hosterías, las tiendas de comestibles y ultramarinos, las panaderías y las entidades bancarias, es la nota que advierte al visitante que Cañete no ha perdido, pese a su antigüedad manifiesta, el tren en marcha de los tiempos modernos. Su censo actual sobrepasa en poco el millar de almas.
En la porticada Plaza Mayor, de a principios del siglo XV, la Villa del Condestable justifica su condición capitalina sin que para ello le hayan de faltar motivos. Las columnatas de la castilla popular de tiempo de los Austrias, sostienen por encima de sus añosos fustes las maderas sobre las que descansan las viviendas que enmarcan, a modo de mirador, toda la plaza. Sigue siendo, como lo fue en pasados siglos, el centro vital y el corazón de Cañete. Una fuente posterior en hechura que el resto de la plaza, vierte de continuo sobre el pilón, agraciando su imagen y llenando el silencio de sus noches de rumores continuos. Como nota arquitectónica de mayor interés, además del conjunto general de la plaza, habría que señalar la portada renacentista de la iglesia de San Julián, obra por su aspecto de a principios del siglo XVII.
Si hubiera tiempo suficiente para verlo todo -y al llegar a Cañete es un elemento preciso con el que se debe contar-, conviene darse un paseo por las calles que se entrecruzan por la periferia de la plaza, siguiendo, más o menos, la misma dirección que marcan las murallas. Son murallas, con raíz musulmana, pero vueltas a levantar en el siglo XII y a restaurar en el XIX cuando las Guerras Carlistas, en las que se pueden observar fragmentos derruidos, otros en aceptable estado de conservación, y otros, en fin, remozados en época reciente quizás sin demasiada fortuna. Parece ser que fueron varias las puertas que sirvieron de entrada a los distintos barrios, de las que todavía existen en impecable estampa la de San Bartolomé; la de las Eras, con pluralidad de arcadas morunas, y la de la Virgen, románica del siglo XII, junto a la ermita patronal de Nuestra Señora de la Zarza.
Consta que la ermita de Nuestra Señora de la Zarza fue convertida en parroquia el año 1772. En ella se guarda y se venera la imagen de la celestial patrona de Cañete: una talla antiquísima de origen impreciso -aseguran que del siglo octavo-, con cofradía propia fundada posiblemente en los años álgidos de la Baja Edad Media. Las fiestas en su honor se celebran con gran pompa el 8 de septiembre de cada año. Es casi seguro, aunque el autor no la menciona, que en esta vieja ermita de Nuestra Señora de la Zarza tuvo lugar el hecho portentoso que relata Alfonso X el Sabio en una de sus famosas "Cantigas", aquella en la que una imagen puesta sobre el altar cambiaba de sitio de la noche a la mañana, tantas veces como el cura del lugar intentó dejarla en el sitio que él consideraba oportuno.
Cañete, vieja villa castellana de renombre, con reflejo en otra importante ciudad de Sudamérica próxima a los Andes, es toda un portento.