jueves, 16 de diciembre de 2010

RONDA, LA DEL FAMOSO "TAJO"


Las niñas venían gritando
sobre pintadas calesas
con abanicos redondos
bordados de lentejuelas.
Y los jóvenes de Ronda
sobre jacas pintureras,
los anchos sombreros grises
calados hasta las cejas
.
(F.García Lorca)

Decir que la ciudad de Ronda es una de las más bellas y pintorescas de España suena a lugar común; pero lo es. Ronda cuenta con todos los aditamentos y bendiciones para serlo, y en ella están. Tengámosla, pues -yo para mi uso así la tengo, desde que anduve por allí-, como una de esas media docena de ciudades españolas ante las que es preciso descubrirse. Con tal disposición, aquí, atentos a todo el rigor de nuestros inviernos castellanos, nos preparamos para recordar, para meditar, para soñar, para escribir cuanto se nos ocurra acerca de aquella ciudad malagueña famosa por su impresionante Tajo, por su plaza de toros, por los bandoleros que en otro tiempo se ocultaron de la quema en la sierra cercana, y por sus grandes matadores de toros que fueron tres: Pedro Romero, Cayetano y Antonio Ordó­ñez, cuyas cenizas, las de Antonio, se extendieron no hace tanto por la arena de su viejo coso. Todavía hay más razones para ser recordada la hermosa ciudad de Ronda. Lo diremos después.
Cuatro o seis carreteras repartidas en estrella acuden de toda Andalucía a la ciudad de Ronda. La más espectacular de todas y la más difícil es quizá la que sube desde la Costa del Sol cortando por mitad su famosa Serranía, abrupta, violenta, de montañas altísimas por las que salta la cabra montés y otea el buitre leonado. En el corto espacio de veinte kilómetros desde los bordes del mar, la altura sube hasta muy cerca de los dos mil metros que alcanza en la cumbre el pico de la Torrecilla. A la caída, los pueblos blancos al respaldo de los montes.
La temperatura, tan suave en invierno que hay en la costa, desciende en media docena de grados cuando se llega a Ronda. La ciudad se nos presenta colocada sobre un altiplano estrecho y de forma alargada, con sus torres, sus murallas y sus palacetes, asomándose por el mediodía a la sierra y por el noroeste al valle inmenso por el que escapa el arroyo Guadale­vín, después de haber atravesado los tres puentes que unen la vieja con la nueva ciudad: el puente Árabe, el puente Viejo, y el puente Nuevo que es el nombre con el que los rondeños conocen al que cruza sobre el famoso Tajo, cuya altura raya los 98 metros hasta llegar al agua. El puente Nuevo, construi­do por Martín de Aldehuela en la segunda mitad del siglo XVIII es, sobre todos los demás motivos y monumentos, la enseña principal de la ciudad de Ronda.
Los monumentos más antiguos, como cabe pensar, se encuen­tran en el barrio viejo: las puertas de Almocabar y de Carlos V, las iglesias del Espíritu Santo y de Santa María la Mayor, los palacios de Mondragón y de Salvatierra, el minarete de San Sebastián y la Casa del Moro. Y al otro lado del Tajo la ciudad nueva, la que acoge a más de treinta mil habitantes de hecho y de derecho que viven de la mercadería y del turismo casi de forma exclusiva. En la parte nueva de la ciudad de Ronda está la Plaza de España, plagada de pequeños establecimientos donde comprar recuerdos; el parque-alameda con la estatua de Pedro Romero, y el teatro Espinel, y la Plaza de Toros. La Real Maestranza de Caballería de Ronda es para los amantes de la Fiesta un coso emblemático, histórico y monumental. Se construyó a la par que el puente Nuevo en la segunda mitad del siglo XVIII (1780-1784), y fue inaugurado una año después con un mano a mano memorable entre Pepe Hillo y Pedro Romero, este último el torero de la tierra, el legislador, el renovador y el teori­zante del arte de la Tauromaquia al que en su pueblo natal se le honra y se le venera. Las estatuas en bronce y a cuerpo entero de Cayetano -"es de Ronda y se llama Cayetano"- y de Antonio Ordóñez, hacen guardia sobre seguro pedestal a uno y otro lado de la puerta de los Maestrantes.
Resultaría interesante entrar en el pasado de Ronda. Las villas y ciudades con reminiscencia musulmana suelen gozar de un particular encanto, y Ronda es una de ellas. También sería un quehacer apetecible entrar en hechos y leyendas de bandoleros que anduvieron por aquella Serranía, a los que la ciudad ha dedi­cado un museo que los turistas pueden visitar. No obstante, con el efecto de la visita tan cercano en el recuerdo, uno desea destacar por razón de justicia la belleza urbanística de todo el conjunto, el inte­rés de sus rincones y monumentos imposibles de visitar en el breve espacio unas horas, la motivación de cara al extraño que despierta la ciudad aun en pleno invierno. Los turistas hacen turno de espera a la puerta de los restaurantes y se extasían mirando a sus monumentos más notables -del puente Nuevo y de la Plaza de Toros que los japoneses no entienden ni palabra-, y de lo espectacular de las vistas al campo desde cualquiera de los miradores.
Ciudad de artistas, de toreros y de intelectuales, ésta de Ronda. Las gentes de letras han perdido la partida en su ciudad natal frente a los toreros. Los guías de turismo ronde­ños remarcan ante sus grupos respectivos aquellos mitos de la torería ya dichos y apenas nombran de pasada a hijos tan ilustres como Vicente Espinel, padre de la famosa estrofa de diez versos que lleva su nombre y autor honorable de la "Vida del escudero Marcos de Obregón", nacido en Ronda en el año 1550, o el insigne filósofo y pedagogo don Francisco Giner de los Ríos, que allí nació en 1839, introductor del krausismo alemán en España y fundador de la Institución Libre de Ense­ñanza, que tantos nombres brillantes dejó en nuestra cultura del siglo XX.
Acabemos con unas pintas de pimienta y de sal para añadir a la ensalada rondeña cuyo grato sabor todavía conservamos entre los dientes. En la ciudad de Ronda cualquier servicio de cara al turista tiene su precio: los museos, las iglesias, la plaza de toros, las casonas históricas y los palacetes en los que haya algo que ver cuesta dinero. El hacer aguas menores en los servicios públicos tiene su tarifa obligada que la gente paga religiosamente al empleado que lleva el control. Sirva cuando menos la observación como simple anécdota, y que no sea inconveniente para darse una vuelta por allí. Queda en mano de sus autoridades el que estas cosas no se tengan que decir, por lo menos en letra impresa y en otros lugares de España, y aun del mundo. Ronda, amigo lector, al amparo del cielo andaluz y al antojo de todos los vientos de su Serranía, merece ser vista y disfrutada, desde luego que sí.

(En la imagen, un aspecto del "Tajo" de Ronda)

jueves, 9 de diciembre de 2010

ALBA DE TORMES


En la ribera verde y deleitosa
del sacro Tormes, dulce y claro río,
hay una vega grande y espaciosa,
verde en el medio del invierno frío,
en el otoño verde y primavera,
verde en la fuerza del ardiente estío.
Levántase al fin della una ladera
con proporción graciosa en el altura,
que sojuzga la vega y la ribera.
Allí está sobrepuesta la espesura
de las hermosas torres, levantadas
al cielo con extraña hermosura.
(Garcilaso de la Vega)

No se debe decir más, porque no se puede decir mejor que como lo hizo Garcilaso en ese corto manojo de versos arranca­dos de la Égloga Segunda. Así es el Campo de Salamanca, nada más que así, en la ancha vega que riega el Tormes a su paso por la villa de Alba.
"Alba de Tormes, mala de camas y peor de mesones", se ha venido diciendo de ella durante siglos. No es verdad. Media docena de restaurantes, hoteles, fondas y mesones con buen servicio, desmienten el dañoso aforismo del que pocas ciudades y villas pueden escapar, sobre todo si éstas son cabecera de comarca, pueblos distinguidos con tratamiento de ilustrísima, y Alba de Tormes es uno de ellos.
Como todas las villas y ciudades castellanas, Alba de Tormes es un producto del paisaje, del campo, de la noble condición de sus gentes a contar desde el día en que tomaron conciencia de lo que eran, y en el papel que habrían de desem­peñar en los caprichosos escenarios de la Historia; pero la villa de Alba es, además, un producto de la Literatura; pues, sonoros hombres y mujeres de letras pasaron por ella, y en ella vivieron o fueron a morir, siguiendo los vientos inapela­bles de su propio destino. Juan del Encina, Garcilaso, Lope de Vega, Calderón, son algunos de esos visitantes ilustres que, no sólo la honraron con su estancia, sino que con ella dejaron señal, le dieron nombre, y enriquecieron con su contacto de sabor a recia castellanía, tantas de sus obras en las que flota por encima del verso la suave brisa de la vega salmanti­na, que allí, en los campos de Alba, se respira y se pega a la piel.
Pero fue Teresa de Jesús, la que colmó con su fundación, y sobre todo con su muerte en el convento de la Anunciación, el vaso a rebosar del carácter de la villa. Alba de Tormes es toda ella un relicario de Teresa de Ávila. La personali­dad arrolladora de aquella venerable mujer descansa con fuer­za, creo que por igual, en las dos ciudades teresianas que todos conoce­mos: Ávila de los Caballeros y Alba de Tormes. En Ávila vio la luz por primera vez, y dentro de sus murallas le brotaron las primeras inquietudes; en Alba la inundó para siempre la segun­da luz, la luz irresisti­ble de los arrobamientos, de los éxtasis en los que a veces se le deshizo el alma. Allí, sobre el altar mayor de la iglesia conventual, se guarda lo que queda de su cuerpo tras el expolio al que lo sometió la piedad popular; un cuerpo sin corazón, sin brazos, que dentro de la misma iglesia se guardan incorruptos dentro de unas pequeñas urnas de cristal, a la vista de todos, y ante los cuales la gente se para a rezar. Allí -dicen que tal y como fue cuando murió la santa- queda la humilde celda en la que expiró un 4 de octubre (sería el 15 del mismo mes tras la reforma del calendario, llevada a cabo aquel mismo año de 1582), rodeada de unas cuantas religiosas de la Orden Carmelita, de la que ella había venido a reformar. Un muñeco, tallado con mucha piedad, pero con muy poco oficio, ayuda a imaginar sus últimas horas en el lecho de muerte, en la misma celda donde murió, ahora convertida en capilla, en relicario, en sagrado remanso de oración.
Pero salgamos de nuevo al exterior. La estampa general de la villa de Alba, con un largo puente de veintidós ojos a través de las tranquilas aguas del Tormes, con los campanarios de sus iglesias por encima de las casas, con el retocado torreón del castillo de los duques sobre la colina que domina el pueblo, es una de esas imágenes grandiosas, evocadoras, que se conservan impasibles en los entresijos de la memoria.
La gente entra a comprar recuerdos en los bajos de la casa conventual de San Juan de la Cruz, dedicada a museo en la misma plazuela. Alba de Tormes es centro obligado para el turismo por aquellas tierras, complemento o prolongación de la Salamanca artística aprovechando la misma ruta.
Hace algo más de un siglo, el P.Cámara, obispo de Sala­manca, inició la construcción de una basílica dedicada a Santa Teresa. El trazado fue obra del arquitecto Repillés y Vargas, el mismo que en su día llevó a término el proyecto para el edificio de la Bolsa de Madrid. Los trabajos fueron interrum­pidos en 1928, y muchos años después, en 1982, con motivo del cuarto centenario de la Santa, se cubrieron las ocho capillas laterales, dejando al descubierto el resto del edificio, la nave central que levanta en el azul del cielo castellano las ojivas neogóticas de los arcos que deberían sostener la cubierta del nuevo templo, penosamente inconcluso, y en cuyo interior llegaron a crecer en otro tiempo el jaramago y la ortiga como crecen entre las ruinas de los castillos abandonados. Las obras se van siguiendo lentamente. La basílica de Santa Teresa en Alba de Tormes será, si alguna vez llega a colmo, no sólo producto de la piedad, sino del empeño y de la paciencia. Dentro de las capillas se han colocado paneles con referencia a las distintas fundaciones de la reformadora de la Orden del Carmelo.
Y ya en el entorno, sobre un leve altozano desde el que se domina en contraluz al caer la tarde no sólo el pueblo, sino una buena parte de la vega del Tormes, se alza el corpudo torreón del castillo de los Duques de Alba -aquellos legenda­rios ya del linaje de don Fernando Alvarez de Toledo, el Gran Duque-, convertido hoy en museo de pinturas, y de documentos en los que se da cuenta de los inicios y de los momentos estela­res de la segunda casa nobiliaria española en títulos de grandeza.
Alba de Tormes, con su vega feraz y unos campos que dieron para vivir a precio de sudor a tantas generaciones de castellanos viejos, tiene hoy un nuevo escape de apoyo a su economía: el turismo. La iglesia de San Juan en la plaza Mayor, del siglo XII, con esculturas románicas que admirar, es tal vez la mejor muestra del mudéjar salmantino. El apostolado románico de la iglesia de San Juan, merece por sí solo un viaje a la villa; fue la estrella en la primera exposición de Las Edades del Hombre y lo ha seguido siendo en ediciones sucesivas. La iglesia de Santiago, al cabo de un curioso laberinto de callejuelas antiguas, también mudéjar; los conventos de Santa Isabel y de Las Dueñas; los obradores de alfarería albense, con sus famosos botijos adornados en forma de cola abierta de pavo real; el paisaje sereno de la vega, las páginas, rancias ya, de su pasado son, entre otros, valiosos motivos a considerar.
En la historia de Alba hay otra fecha crucial a tener en cuenta. El día primero de noviembre de 1982 les visitó el Papa de Roma, Juan Pablo II. El pontífice aterrizó en los llanos de la Dehesa, en plena vega, y vino a rezar ante los restos mortales de Santa Teresa con motivo de la clausura del cuarto centenario. El pueblo lo recuerda con un expresivo monumento en bronce a la vera de la catedral inconclusa, en donde apare­ce el Santo Padre con los brazos levantados salu­dando a la muchedumbre; un privilegio con el que cuentan muy pocas de las ciudades y de los pueblos de España. Alba ha querido conservar en pleno campo el estrado monumental de maderas y barras de hierro que utilizó el Pontífice durante el acto central de su estancia en la villa.
Alba de Tormes, santo y seña, otro de los nombres a tener en cuenta a la hora de explicar el porqué de la Castilla total como corazón de España.

jueves, 2 de diciembre de 2010

LA RODA


Es tan ancha Castilla, que del uno al otro de sus extremos, los campos, las gentes, y más aún las ciudades, parecen estar contrastadas, dispares, casi como si fuesen campos y gentes de un país distinto. He visitado durante los últimos tiempos dos ciudades castellanas en las que se da esa circunstancia: Alba de Tormes en el campo de Salamanca, y La Roda, en la Mancha albaceteña del Júcar.
Uno, que hasta hace muy poco -sólo el tiempo en el que ha procurado andar por la Mancha con los ojos abiertos, seriamente y fuera de toda impresión preconcebida- creyó que las tierras de Don Quijote, y con ellas sus ciudades y pueblos más representati­vos, eran mero producto de la literatura, un acopio de tópicos y de lugares comunes donde no se podría prescindir de los molinos de viento, de los rocines huesudos y rucios bonachones, llevando a lomos de unos y de otros a caballeros y escuderos, tales cuales tomaron forma y nombre en la gloriosa mente del autor. Uno, digo, se ha dado cuenta de que los campos y los pueblos de la Mancha guardan algo de eso, y mucho más tan fuera del alcance de todos; de que no son pueblos anodinos en los que nunca ocurre nada, en los que no hay sino calles encaladas, rectas como velas, con algún que otro escudo de piedra bajo los aleros, testimonio de viejos hidalgos que de algún modo todavía dan fe de haber sido aquel, y no otro, el escenario de la inmortal novela cervanti­na.
Ahora, casi a finales de siglo y de milenio, La Roda se ofrece delante de los ojos de quien la quiera ver, como una ciudad hermosa y llena de vida, como una ciudad emprendedora y capaz que sabe afrontar de manera elegante el reto de los nuevos tiempos, echando mano a su situación, a sus posibilidades, a la más que completa serie de valores heredados que no intenta ocultar, que gusta tener a la vista, dando todo ello lugar a lo largo de los años y de los siglos a la ciudad moderna cuyos pormenores, a raíz de la última visita, guardo frescos aún en la memoria.
Estamos en la Plaza Mayor del pueblo de La Roda. Casi catorce mil son las almas que alberga su casco urbano. Es ésta una plaza informe, amplia, con una fuente en mitad y una estrella de calles que parten en todas direcciones hacia lo que fue la ciudad vieja, y por extensión hacia el pueblo nuevo, el de las industrias y los almacenes. Una de estas calles sube hacia la iglesia parro­quial de la Transfiguración, dejando a un lado la augusta fachada esquinera de los Alcañavate, obra de a finales del XVI que, según los más viejos del lugar cambiaron de sitio, piedra a piedra, cuando levantaron el nuevo edificio que tiene al otro lado de la calle; y lo hicieron tan bien, que ni siquiera se nota.
La iglesia está poco más arriba. Alguien contó que allá, por las primeras décadas del siglo XVI, se comenzó a levantar el edificio según el gusto renacentista imperante, sobre la base de un castillo medieval (el de Robda), que en 1476 mandaron demoler los Reyes Católicos. Tiene tres naves la iglesia en su interior. Su estilo sería el columnario, si es que como tal se puede admitir dentro de los clásicos estilos arquitectónicos, debido a las suntuosas columnas que sostienen los techos del edificio, al tiempo que lo tajan en naves, y en la iglesia de La Roda son tres. Un cuadro del napolitano Lucas Jordán que representa la Adoración de los Reyes, una cúpula en hemisferio llamativa por encima del crucero, y un curioso museo en las sacristías, con piezas sobre todo rescatadas de los saqueos y profanaciones de la guerra civil, se distinguen dentro del templo como motivos más justificados que reclamen una visita. En una de las capillas laterales, el rayo de luz que sale de una cornisa ilumina el rostro de un cuadro de la Virgen; es Nuestra Señora de los Remedios la que se ve representada en aquella imagen, marcada en la mejilla con un cardenal que la leyenda atribuye al impacto del cayado que le lanzó un pastorci­llo, impresionado quizás por el fuerte resplandor en el instante de su aparición, entre La Roda y el vecino lugar de Fuensanta a la vera del Júcar.
Se precian los rodenses de la extraordinaria calidad de los "miguelitos", la estrella de la repostería local. Los miguelitos son unos pasteles azucarados, de hojaldre con crema pastelera y un sabor exquisito. Cuentan que es una especialidad relativamente moderna, por lo menos tal como se presentan y con ese nombre. No hace muchos fue un pastelero de la localidad quien comenzó a elaborarlos en su pequeña industria familiar; ahora son once las fábricas que los trabajan y que se encargan de distribuir por toda España. Es posible que el nombre de La Roda sea hoy más conocido lejos de sus fronteras por los famosos miguelitos que por el resto de los valores que el pueblo tiene para ofrecer: monumentos, vinos, plazas y calles ajardinadas, industrias en activo y en proyecto...
En la Posada del Sol, que ocupa uno de los edificios más emblemáticos y más antiguos de La Roda en plena zona centro de la ciudad, dicen que Cervantes se inspiró para situar la aventura del retablo de Maese Pedro, una de las más conocidas con las que nos encontramos en su obra inmortal. Los rodenses, amantes de lo suyo como no podía ser menos, maldicen la mano despiadada que desde los estrados del poder intentan apartar a su pueblo de la imaginaria Ruta del Quijote, tal vez la más importante a escala universal de cuantas rutas literarias existen en nuestra cultura occidental, y aun en la de todo el mundo.
Uno de los bulevares que tiene en sus barrios más distingui­dos la ciudad de La Roda, se abre con un arco en el que se recuerda a uno de los más ilustres de sus hijos, el académico don Tomás Navarro Tomás; digamos que el padre de la fonética y de la dialectología españolas. Viajó a los Estados Unidos de América por sinrazones de exilio, y allí murió, en Nortampton (Massachus­sets), a la edad de noventa y cinco años, el 17 de septiembre de 1979. No es mal momento éste de la reciente visita a su pueblo natal, para rendir nuestro pequeño tributo de gratitud al autor del "Manual sobre la pronunciación española" y del "Sentimiento literario de la voz", pues, presiento que, salvo una docena de estudiosos de nuestra lengua, día llegará en el que muy pocos más lo recuerden.
El viajero, que goza paseando de aldea en aldea, de ciudad en ciudad por las anchas tierras de Castilla, encontró en La Roda un motivo excepcional para señalarla harta de contenido entre las ciudades más importantes y variadas de las muchas que asientan, desde muy lejanos tiempos, sobre la rugosa piel de la Meseta. Por extramuros, al margen de la autovía que une Madrid con alicante, y que le corre al pie, las interminables llanuras de la Mancha: trigales acabados de rasurar, vides prometedoras cuyo fruto habrá de nacer con calidad reconocida, y de vez en cuando el tapete amarillo real de los pétalos en los girasoles.