viernes, 23 de julio de 2010

NOVIERCAS, EN LA VIDA DE BÉCQUER


Noviercas es nombre de pueblo. Es el nombre de un pueblo de Castilla. Un pueblecito de doscientas personas, situado entre las villas de Gómara y Ágreda en la provincia de Soria, donde vivió durante largas temporadas Gustavo Adolfo Bécquer, el poeta del amor y del dolor, que pasó su vida malamente escribiendo versos inolvidables, y prosas con un algo divino entre sus líneas, por los lugares hacia los que el destino le quiso llevar: por Sevilla donde nació en 1836, por Madrid en donde comenzó a darse a conocer entre infinitas estrecheces y sacrificios, por Toledo, por Veruela, por Trasmoz, y desde luego por Noviercas, el pequeño pueblecito al que llegué hace sólo unos días. Conocía todos los lugares becquerianos antes dichos, a excepción de Noviercas, un pueblo en el que el poeta debió de pasar muchas de las horas más amargas de su vida. Allí vivía su mujer, Casta Esteban, hija del médico rural, allí nacieron probablemente los tres hijos fruto del matrimonio: Gustavín, Jorge y Emilín, (según les llama en sus cartas de familia), y allí pasaron temporadas largas cada verano al amparo económico del padre de ella, cuando los avatares torcidos de la vida -y en la de los poetas suelen ser cosa harto frecuente- afloraban en el ambiente familiar durante años y años. Mi estancia en este pueblecito de agricultores, en una mañana clara de otoño, supone ver cumplida una vieja ilusión, que días después todavía celebro con cierto sabor agridulce -no acierto a decirlo de otra manera- en los pliegues del alma.
Creo que en la obra literaria de Bécquer nunca se hace referencia expresa al pueblo de Noviercas. Sí que lo hizo alguna vez en las cartas a su mujer interesándo se por ella y por los niños, cuando por razones de trabajo o de salud tuvo que vivir apartado de su familia. Tal vez por eso en el pueblo se le considere tan poco, o al menos así me lo ha parecido a mí. Ni una calle, ni una plaza, ni siquiera el olvidado rincón donde, envuelta en las sombras de su memoria, de la ruina y el abandono, todavía se mantiene en pie la que fue su casa.
Existe una pequeña exposición con recuerdos del poeta junto al ayuntamiento, que no pude ver por llegar fuera de hora; pero pienso que la atención oficial hacia su persona ha sido escasa, casi nula, durante el siglo y pico que ya se cuenta de su fallecimiento. La gente, en cambio, es encantadora; te explica todo lo que ellos han oído contar relacionado con el poeta, y si les preguntas dónde vivió, te acompañan hasta el rincón en el que se encuentra la casa, en un entrante de la calle del Moral, y que no me explico cuáles han debido ser las razones para que no lleve su nombre, si es que a las autoridades les parece una consideración excesiva rotular, no una calle, sino la plaza del pueblo, como "Plaza del poeta Gustavo Adolfo Bécquer". ¡Cuántos pueblos y ciudades lo hubieran deseado! Pero los castellanos somos como nos pintó Machado, y a menudo salen a flor de piel en nuestro comportamiento esas "cosas" que tanto desdicen del viejo señorío de esta tierra.
Me hubiera gustado conocer cómo era aquel pueblo en el siglo en el que vivió el poeta. El soberbio torreón árabe que se alza como enseña de poderío en uno de los ángulos de la plaza, nos viene a decir que Noviercas gozó de cierta importancia mil años atrás y en las primeras centurias que le siguieron hasta su reconquista. La iglesia parroquial, dedicada a los santos niños Justo y Pastor, es un monumento digno de aquella importancia pretérita, de la que destacaríamos su interesante portada plateresca, de piedra magníficamente trabajada y con una tonalidad veladamente ferruginosa, como la piedra del torreón árabe, su vecino y competidor en altura, cuatro o cinco siglos más antiguo, pero con unos materiales extraídos quizá de la misma cantera. En esta iglesia, cerrada durante toda la mañana, recibieron las aguas del bautismo dos -el mayor y el menor- de los tres hijos de Gustavo Adolfo y de Casta Esteban cuando las relaciones familiares todavía no habían llegado a malograrse; pues es sabido que el matrimonio se rompió definitivamente en 1868, dos años antes de la muerte de Bécquer en Madrid, vísperas de Navidad, herido de tisis y según sus biógrafos en el más triste de los abandonos. Fue vox populi en toda la comarca que el hecho de su separación, entre algunas posibles razones más, de puro carácter, se debió a las extrañas relaciones de Casta, su mujer, con el Rubio, un jactancioso de Noviercas de nombre Hilarión, del que se cuentan acciones tremendas, y que a las gentes del pueblo les dio por decir que el último de los hijos de Casta tenía su misma cara.
Hay un acontecimiento en el saber popular de este pueblo soriano que esclarece algo aquellas sospechas. Tras la muerte de Bécquer, en diciembre de 1870, su viuda contrajo segundas nupcias con un desconocido, con un recaudador de contribuciones bastante mayor que ella. Cuentan que una noche de carnaval, cuando el matrimonio volvía a casa después de un baile de máscaras, se cruzó delante de ellos un enmascarado oculto entre andrajos y con una soberbia cornamenta sobre la cabeza, del pecho le colgaba un cartel que decía "Gustavo Adolfo". Sonó un disparo de revolver y en ese momento se desplomaba al suelo en las sombras de la noche el cuerpo muerto del nuevo marido de Casta. Quienes oyeron el disparo comenzaron a murmurar que el asesino había sido el Rubio. Creo que jamás se supo nada de aquella muerte ni nadie acusó a nadie de tan cobarde crimen, seguramente por miedo ante las reacciones violentas del matón.
Uno, que lejos de su ambiente geográfico habitual piensa en estas cosas dando un paseo por las calles en la mañana soleada de Noviercas, toma café en un bar cercano a la carretera, donde con la efigie del poeta colocada al lado del televisor, unos cuantos hombres entrados en edad juegan una partida de cartas animadamente.
El pueblo se encuentra situado sobre un alto. El respaldo de la iglesia sirve de mirador sobre la vega del Araviana, inmensa, que en lejanos tiempos dicen que dio pasto suficiente para mantener una cabaña de veinte mil ovejas, hoy campo de labor a modo de caldera limitada en la media distancia que, al menos para mí, es el mayor de los parques eólicos que existen en España, donde cientos de hélices giran sopladas por el viento, todas en la misma dirección, al mismo ritmo, para producir energía, no poesía. Intento imaginar lo que el poeta sevillano pensaría hoy acerca del paisaje aquel que tuve delante de los ojos, el más grande de nuestros líricos del siglo XIX, precisamente allí, sobre la tierra repleta de hierbas secas que yo pisé y que tantas veces él debió de pisar en los lentos atardeceres de aquel campo abierto a tierras de Aragón y de Castilla.
Sobre los cielos de Noviercas, cada madrugada y cada ocaso viaja suave, como a vuelo de golondrina, el espíritu doliente de un poeta que hizo suspirar a media España cuando en nuestro país la poesía ocupaba el honroso lugar que le pertenece, hoy injustificadamente olvidada: Quién, en fin, al otro día,/cuando el sol vuelva a brillar,/de que pasé por el mundo,/quién se acordará.

“Nueva Alcarria”, septiembre de 2003.
(En la fotografía: la casa de Noviercas donde vivió G.A.Bécquer)

jueves, 15 de julio de 2010

ALCALÁ DEL JÚCAR


Recuerdo haber tenido en mis manos en alguna ocasión un grueso volumen, enriquecido con estupendas fotografías en color, en el que, a criterio de su autor, aparecían los pueblos más bonitos de España: unos doscientos pueblos en total. Me sorprendió gratamente ver que una de las mejore fotografías de las que el libro contenía en su interior, había sido elegida para adornar su portada, algo así como si de todos los pueblos que integraban su contenido, fuera ese el caporal, el que pudiera servir como ningún otro para representar las bellezas de todos los demás, aunque aquellos fuesen el resto de los pueblos de España. No he conocido este pueblo hasta fechas recientes, y debo decir que no seré yo el que contradiga al autor del libro referido a la hora de opinar. Reconozco que sólo he visto una pequeña parte de los ocho o de los diez mil pueblos que se reparten entre las diferentes provincias de nuestro país, pero es posible que haya visitado un millar de ellos en distintas regiones, y de todos, te confieso amigo lector, que es éste el que más me ha impresionado, el más completo por cuanto a paisaje, a originalidad, a monumentalidad, a eso, en fin, que sólo la Naturaleza es capaz de conseguir en correcta colaboración con la mano del hombre.
Hablo de Alcalá del Júcar, un pueblo de la provincia de Albacete, recostado a la caída de un enorme peñascal de caliza, que ocupa el centro de un meandro dibujado por el cauce del río Júcar en su camino hacia el Mediterráneo. La profunda garganta de paredes verticales en cuyas márgenes se sostiene el pueblo, tengo la seguridad de que es única, si no en el mundo, si por lo menos de la península Ibérica. Las viviendas se internan dentro de la roca en las paredes de la hoz, y en lo más alto el castillo galano del Marqués de Villena, testigo de su particular historia. Es el paso del agua, quien en su continuo correr desde la tarde de la Creación se ha encargado de abrir las hoces y de cortar a cuchillo aquellos muros naturales a una y a la otra margen del río.

Se llega hasta Alcalá del Júcar por carreteras llanas, abiertas entre los viñedos del campo de la Manchuela. Se puede llegar desde la ciudad de Albacete por las Casas de Juan Núñez, o desde la Nacional III, como yo lo hice, apartándose en Minglanilla y siguiendo carretera adelante por Casas Ibáñez hasta la impresionante hondonada de Alcalá, a la que se desciende por una madeja de curvas que continúan hasta los cauces del río salvando la considerable altura que le separa de los altos, del barrio que llaman Las Eras, porque en tiempos ya idos, cuando el pueblo se desenvolvía por medios agrícolas, allí debieron de estar las eras para la trilla, un quehacer que no todos los que ahora viven allí, dedicados en buena parte a trabajos varios relacionados con el turismo, deben recordar siquiera.
El cerro al que abraza el río convirtiéndolo en una soberbia península de caliza se llama Alcarra, nombre impuesto por los árabes que durante años y siglos anduvieron por allí, y que traído a nuestro idioma quiere decir algo así como “Casa de Dios”, y del que probablemente se derive también el que lleva el pueblo: Al-kala, que a su vez significa “fortaleza”.
En el año 1986, veinte años atrás escasamente, la central holandesa Philips convocó un concurso de alcance universal con el fin de premiar a las ciudades y monumentos mejor iluminados de todo el mundo. Alcalá del júcar participó en dicho reto y obtuvo el tercer premio, superado únicamente por la torre Eiffel de París y por la Gran Mezquita de Estambul, lo que nos da idea de cómo puede ser ante los ojos del espectador cuando cierra la noche. Cuatro años antes, en el verano de 1982, el pueblo ya había sido declarado con el mejor criterio Conjunto Artístico-Histórico; título que avala suficientemente cuanto llevamos dicho, y lo que ha venido a ser durante las dos o tres últimas décadas en que las autoridades y muchos de los vecinos se dieron cuenta de que el futuro del pueblo se encontraba en saber colaborar, inteligentemente, con lo que ya había puesto la Naturaleza y enfocar su porvenir pensando en el turismo. Mas no siempre fue así, tal y como se desprende de lo que en 1850 dejó escrito don Pascual Madoz en su célebre Diccionario Geográfico-Estadístico, y que literalmente fu esto: «Las casas abiertas en su mayor parte en estos (peñascos) son lóbregas, sin desahogo ni ventilación, de donde proviene la fetidez que se nota en el pueblo y su insalubridad, pues son frecuentes las calenturas pútridas e intermitentes; las calles escalonadas, sin permitir un espacio que pueda servir de plaza, son resbaladizas, tortuosas e incómodas.»
Ha pasado un siglo y medio desde aquella visión romántica, pero que se me antoja muy real. El pueblo es hoy completamente distinto. Las casas serán casi todas las mismas, y así que siguen abiertas en el interior de la roca; sólo la fachada y algún espacio muy escaso dedicado a portal salen hasta las estrechas calles de lo que es la cueva, una cueva profunda en la que se van abriendo habitaciones a derecha e izquierda de un largo pasillo corredor; poca ventilación, como es fácil suponer, pero que sus moradores (medio millar escasamente en las tales viviendas) procuran resolver con extractores y con otros modernos medios.
Abajo, al otro lado del río y pegado a su orilla, se encuentran los restaurantes, la magnífica iglesia parroquial de San Andrés, el colegio público, las tiendas de recuerdos, el puente medieval que atraviesa el cauce, y hasta una playita artificial y un embarcadero puesto al servicio de quienes lo deseen usar y prefieran recorrer la mansa curva remando sobre las tranquilas aguas del río, y ver desde allí la otra cara del pueblo, la que cae vertical junto a la orilla, a cuyo murallón natural vienen a parar algunas de las cuevas después de atravesar de parte a parte la colina de roca.

Algunas de las cuevas, de claro origen árabe todas ellas (Masagó, Diablo, Garadén), han sido ampliadas y puestas al servicio de la explosión turística que trajeron los nuevos tiempos, y así nos encontramos con servicio de bar, discoteca, sala de exposiciones, o pequeño museo etnológico en el que se muestran enseres del pasado la mar de curiosos e interesantes.
A la Cueva del Diablo, que es la que pude visitar en las pocas horas que estuve allí, se puede pasar y verlo todo por un precio módico (tres euros por persona con derecho a consumición). Esta es una de las cuevas que atraviesan por una galería la montaña de parte a parte. Es fácil que si te pasas por allí te reciba en persona el mismo Diablo. El diablo de Alcalá del Júcar se llama Juan José Martínez García, personaje encantador que luce unos bigotes tersos, erguidos y descomunales, artífice y señor de todo lo que hay allí; un hombre que igual escribe versos que pica en el interior de la cueva hasta ampliarla y adaptarla a su gusto; un hombre que te abre las puertas del museo y luego se va. El museo contiene infinidad de piezas y de objetos extraños: un toro o un avestruz disecados, una vieja gramola, la pieza molar de un mamut, la cornamenta de un ciervo, la antigua máquina de proyectar películas. El museo ocupa completo el espacio de lo que en tiempos ya lejanos fue el cine local.